
Pedir sal es una gran forma de entablar conversación. Al principio comencé a hacerlo por sociabilizar. Acababa de mudarme a un barrio en las afueras de la ciudad y, como toda mi vida me había costado conocer gente nueva, lo acabé haciendo por costumbre. Cogía mi vasito de plástico y visitaba a cada uno de mis vecinos pidiéndoles una ración, una pizca, un puñado, una cucharadita, una miaja, un montoncito… Las formas de decirlo son infinitas. Y, para mantener una buena charla, es muy importante no repetirse. Incluso busqué en un diccionario de sinónimos para no ser redundante en mis demandas.
Lo que me sorprendió, fue lo agradecida que es la gente cuando se le escucha. La mayoría de mis vecinos comenzaron a abrirme sus puertas sin preguntarme qué quería. Me invitaban a pasar y a sentarme en sus sillones atiborrándome de galletas, cafés y chocolates para pasar pronto al siguiente nivel con cervezas, embutidos y patatas fritas. Pero eso era lo único que hacían, hablar, hablar y, aunque estuvieran masticando, seguían hablando.
Había momentos en los que podía ver los trozos de comida bailando dentro de sus bocas. Sus dientes manchados, algunos con restos a los que habría que hacerle la prueba del carbono catorce para saber cuánto tiempo llevaban agarrados a sus molares. Otros, con caries incipientes que se escondían avergonzadas de su existencia tras el bolo alimenticio. Y aun así, con ese ecosistema propio viviendo en sus paladares, no paraban de parlotear contándome una y otra vez las mismas historias.
¿Tanto tenían que decir? ¿Es que solo querían escucharse a sí mismos? Yo intentaba aprovechar los escasos instantes en los que el silencio se apoderaba de la sala pero, en seguida soltaban el típico “parece que ha pasado un ángel” y volvían a sus aburridos recuerdos. Llegué a pensar en hacerles un regalo a cada uno de ellos: un diccionario de sinónimos y antónimos como el mío. Tal vez así enriquecerían su lenguaje, limpiarían sus bocas de aperitivos a medio triturar y se dedicarían a construir charlas más interesantes. Aunque éstas fueran sobre gramática y sobre la riqueza lingüística del castellano. Cualquier cosa mejor que volver a escuchar otra historia sobre la mili, bodas en blanco y negro y viajes que nunca llegaron a realizarse.
Estaba claro que mi plan no era perfecto. Algo tenía que modificar. Sí, había conseguido que me diesen la merienda y que me invitaran a probar sus bizcochos experimentales pero yo, también quería hablar. Como todo ser humano, necesito expresarme y prefiero estar solo a tener mi oído colocado en el botón de escucha permanente.
Lo que no sabía era que pronto me iba a llegar esa oportunidad.
Hace unos días, por la tarde, mi estómago empezó a suplicar por comida y bajé a la cocina. Solo tenía sal. Había engordado en el último mes cuatro kilos y lo único que tenía era sal. Observé los vasitos colocados encima de la encimera. Los ordeno por portales, por la comida que suelen ofrecerme y por el tiempo que llevo sin acercarme a cada apartamento. Me fijé que el vaso asignado al sexto B estaba casi vacío. Así que lo cogí, salí de casa y me dirigí al ascensor. Le di al botón y mientras esperaba me toqué mi creciente barriga.
—Será mejor que suba por las escaleras —dije suspirando antes de acometer las cuatro plantas que me separaban de mi nueva remesa de sal.
Cuando iba por el quinto piso, escuché unos golpes descender por las escaleras. Cristales que se quebraban, puertas que se abrían con excesiva fuerza y un intercambio de reproches entre los que logré entender una única frase:
—Suelta eso ahí mismo y salgamos corriendo de aquí.
El ascensor comenzó a ascender, me adelantó y se paró en la sexta planta. Me quedé quieto esperando algún movimiento. Era un bloque familiar, muy tranquilo y aquella situación era toda una novedad. Me sequé el sudor en el mismo momento que el ascensor comenzó a descender. Al ver que todo volvía a la normalidad respiré y continué con mi camino.
En el rellano había ropa, un encendedor, una cartera vacía y cristales rotos. Todo parecía provenir del apartamento al que me dirigía. Comencé a andar con lentitud, no había ningún ruido alrededor. Era como si todos los vecinos de aquella planta se hubieran marchado y solo estuviéramos aquellos objetos diseminados por el suelo y yo. Seguí avanzando, la puerta del sexto B estaba entreabierta. Decidí no pensarlo más, coloqué la mano sobre el pomo y empujé. Me encontré un mueble en la entrada con los cajones abiertos y vaciados. Miré al suelo. Los cristales, como si fueran migas de pan, formaban una hilera que me indicaba el camino a seguir. Di un paso. Pisé un vidrio que se había apartado de sus compañeros y el silencio se quebró. Alentada por aquel sonido, una voz me llegó a borbotones desde el salón.
—A-yuuu-da.
Esquivé como pude aquel río vidrioso y seguí aquella súplica. Me topé con una puerta acristalada que, agrietada en ángulos filosos, había conocido tiempos mejores. Se podía ver a través de ella. Me asomé apartándome de las aristas y fue entonces cuando lo vi. Manuel, el dueño del apartamento, reposaba sobre un charco de sangre con un profundo corte en el cuello.
—San-ti, avisa a la po-licía —balbuceó mientras señalaba con la mano el teléfono de casa.
Alcé el antebrazo y me acerqué al pomo de la puerta. Pero tenía el puño cerrado. Mi cuerpo parecía querer decirme algo que mi cabeza no llegaba a entender. “¿Tanto tienen que decir? ¿Es que solo quieren escucharse a sí mismos?” El pensamiento cruzó mi cerebro como una exhalación. Aquella sí sería una gran historia. Un asalto, un vecino en apuros y un héroe de la calle que lucha por salvar al desamparado. Se acabarían los relatos repetitivos. Yo sí iba a tener algo interesante que contar.
Durante mi vida había leído hasta el hartazgo novelas de suspense y sabía qué debía hacer a continuación. Toda buena historia necesita un cadáver. Así que, bajé el brazo y me quedé observando el tembloroso cuerpo de Manuel. En su mirada algo cambió. Se había dado cuenta de que no iba a mover ni un músculo por él. Pero, aún así, no despegaba los ojos de mí. Sus ojos parecían dos diminutas bolas de billar que comenzaban a perder su color. Y en aquella mirada sentí frustración, rabia, ira y, al final, abandono.
Un último aliento salió de su cuerpo. Desde mi posición me cercioré de que no respiraba. Su pecho estaba inmóvil. Me di la vuelta para salir de allí lo más rápido posible pero, al pasar por la cocina, vi sobre la encimera varios granos de sal y un paquete abierto. Me acerqué y llené parte del vaso. Conseguir sal gratis se había convertido en costumbre y no podía dejar pasar una oportunidad como esa.
Llegué a casa y llamé a la policía para alertarles de lo ocurrido. Las sirenas cruzaron las calles escoltadas por curiosos que comenzaban a poblar los balcones. Me llevaron a comisaría y me interrogaron durante horas. Pero tenía todos los ingredientes de mi coartada preparados. Así que, me remangué, liberé mis muñecas para demostrar que no ocultaba nada y comencé a hablar:
—No lo toqué en ningún momento. Cuando llegué, ya estaba muerto. Lo único que yo quería era un poco más de sal.—Levanté el vaso a medio llenar para corroborar mi historia, tragué saliva y dejé una pausa antes de continuar—. Manuel siempre daba lo poco que tenía. Seguro que si esos malnacidos hubieran ido de buenas él no se hubiera resistido. Era la mejor persona de todo el edificio. —Había condimentado con sensiblería mis palabras. Eso siempre funciona. Además, cocí a fuego lento un par de aspavientos de manos, le agregué unas lágrimas y lo mezclé todo con una mirada dirigida al infinito. La declaración me había quedado en su punto exacto.
Como ocurre en estos casos, lo más obvio se acaba escapando y me creyeron. Salí libre de toda sospecha y el alba me acompañó de vuelta a casa. En el portal, un destacamento de periodistas afilaban sus plumas para atacarme con sus preguntas. Mis vecinos estaban con ellos y apenas distinguía a unos de otros. Llevaba toda la noche sin dormir pero, aún así, me detuve a contestar sin dejarme ni un detalle. Y todos me escuchaban. El silencio me rodeaba mientras mis palabras rociaban sus libretas y su imaginación. Ni una interrupción, ni un pero, ni siquiera un “perdona, no te escucho, ¿puedes hablar más alto?” Para ellos era un héroe, era el vecino ejemplar y, sobre todo, un pobre chico que sufría por haberse topado con tan traumática situación. Y yo, disfrutaba como nunca.
Como colofón me inundaron de flashes. El calor de los focos provocó que el sudor floreciera en mi frente. Alcé el brazo y, en un gesto instintivo, lo sequé con el dorso de la mano. Aún sujetaba el vaso. Respiré hondo para regalar mi mejor pose, una pizca de sal se coló por mis fosas nasales y tosí. Lo hice con tanta fuerza que el contenido del vaso salió volando. De nuevo estallaron los flashes pero, ahora, no me los dedicaban a mí. La sal se había amontonado en la acera y un cristal manchado de sangre coronaba su cima. Había encontrado el arma homicida. Estaba escondida en el paquete de la cocina, después pasó a mi vaso y, en ese momento, me fotografiaban con ella. Comenzó a llover y aquel montón de salitre se diluyó igual de rápido que mi declaración.
Creo que fue entonces cuando las cámaras cesaron su baile, los halagos de los vecinos se silenciaron y las sirenas volvieron a hacer acto de presencia. Me quedé mirando los restos de aquel condimento que acababa de inculparme. Estaba tan feliz que no podía dejar de sonreír. Por fin, tenía una gran historia que contar.
Fer Alvarado
Nota del autor:
Introducción:
Subí este relato al blog hace unos días y no me llegaba a convencer. Sin embargo, cuando lo escribí, me sentía satisfecho del resultado. Fue a las pocas horas y después de varias relecturas cuando noté que algo le faltaba. Sentía que la idea inicial me había gustado mucho y que no le estaba sacando todo el juego que merecía. Así que, hice algo que nunca había hecho hasta ahora: borré la entrada del blog y rehíce la historia por completo.
En muchas ocasiones he estado tentado a hacer algo así pero, muchas veces, me entraba miedo de empeorar la historia en vez de mejorarla. Pero esta vez he intentado experimentar y, lo cierto, es que me siento medianamente satisfecho con el resultado.
Espero que disfrutéis de esta aventura vecinal y, si habéis leído la versión anterior, me comentéis cuál preferís para saber si el experimento ha acabado siendo satisfactorio o no. Besos y abrazos para todos y que paséis un gran día.
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