viernes, abril 19 2024

Feo by Andoni Abenójar

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Juan Diego Murillo era muy feo. Entre mil personas habituadas a mostrar corrección, ni una sola sería capaz de decir «no es para tanto». Su cara, abstracta y asimétrica, ni siquiera se asemejaba a un rostro humano. En la mitad derecha, unas olas de piel colgante se empeñaban en arrastrar hacia abajo cualquier signo de normalidad. Apenas podía cerrar del todo aquellos sufridos párpados que parecían cargar con toda su frustración. La parte izquierda era otra historia: los rasgos, algo más normales, contrastaban de tal manera con los del lado opuesto que el resultado de la combinación de ambos era grotesco.

Su aspecto no reforzaba una autoestima de la que prácticamente adolecía. Sólo tenía amigos en las redes sociales, utilizaba fotos falsas y se mostraba al mundo a través de un alter ego cuya seguridad en sí mismo no se correspondía con la real. Solía tener citas con chicas que conocía en la red. Nunca aparecía. Alguna vez quedaba con ellas en el parque que se veía desde la ventana del salón. Observaba su propia decepción reflejada en los lánguidos movimientos de retirada de aquellas muchachas, cuando comprendían que habían sido plantadas. Juan Diego las amaba durante aquellos fugaces instantes hasta que desaparecían de su vista.

Su mayor diversión, además del porno, eran los videojuegos, el cine y la lectura. Pasaba horas siendo otras personas más valientes y más hermosas, dejando que estos vivieran la vida por él. Gastaba la herencia de sus padres haciendo compras por Internet. Apenas salía de casa. Tan solo lo hacía un par de veces cada semana para llevarse una porción de tortilla de patatas del bar de abajo. Solía presentarse en la tasca a primera hora, cuando aquella tortilla, que le volvía casi tan loco como la camarera, aún humeaba. A esa hora había pocos clientes pero él siempre se presentaba con un sombrero, la gabardina de cuello alto y unas enormes gafas de sol. Nunca pudo mantener una conversación con la camarera, ni siquiera al principio, cuando ella todavía se mostraba amable, casi encantadora, con él.

Una mañana, mientras hacía de vientre, con el sabor a cebolla de la tortilla jugueteando en la boca, se sorprendió al observar que se había dejado la puerta del baño entreabierta. Vivía sólo pero era animal de costumbres. El arroz del restaurante chino que pidió el día anterior había sido suficiente para hacer comida y cena. No conseguía expulsar los restos que, por tamaño y falta de hidratación, se resistían a salir. Cuando más fuerza estaba haciendo, mientras entrecerraba los ojos y torcía la boca hacia arriba, vio su imagen en el espejo del recibidor: pantalones en los tobillos, cuerpo inclinado hacia delante y los puños bien apretados. Aquella postura indecorosa le pasó desapercibida. Toda su atención se centró en el rostro. Observó sorprendido que el habitual amasijo de pellejos no estaba. No solo parecía una cara humana, sino que además era atractiva. Mantuvo el gesto todo el tiempo que pudo y disfrutó de aquella vista hasta que los músculos no aguantaron más. Cuando terminó, se levantó y observó en el espejo del baño su cara de siempre. Tiró de la cadena y sonrió ante una idea que acababa de nacer y le mostraba una nueva perspectiva.

Pasó las siguientes semanas entrenando los gestos delante del espejo. Primero se centró en mantener aquella expresión el mayor tiempo posible. Después ejercitó el habla mientras mantenía su nueva fachada. Lo más difícil fue aprender algunos gestos que le proporcionaran cierta expresividad. Por fin, consiguió hacer perdurable aquella cara casi sin esfuerzo.

Decidió que ya era hora de lucir la nueva imagen y, por una vez en su vida, disfrutar de miradas ajenas carentes de espanto o, como mínimo, de morbosa curiosidad. Era el momento con el que tantas veces había soñado, hasta que aquel cirujano plástico, el mejor del país, se encargó de sacarlo de sus fantasías. No se podía operar; la peculiar disposición de los músculos faciales dejaba la probabilidad de éxito a nivel de ruleta rusa.

Empezó a hacer las compras en persona y se hizo con un vestuario nuevo, más acorde con su actual estado de ánimo y el potencial de atracción recién desarrollado. Después comenzó a frecuentar a diario el bar de debajo de casa. El tercer día la camarera ya le había dicho su nombre: Lucía.

Pasaron las semanas y la confianza y el aprecio entre Lucía y él crecieron. Fue su primera y última novia.

Un mundo desconocido se abrió ante él. Disfrutó de cada momento tanto como su esfuerzo por mantener el gesto le permitía. Descubrió el sexo más allá de una pantalla de ordenador. La primera vez que hicieron el amor, el semblante de Juan Diego se mantuvo impasible de principio a fin. No había aprendido ningún gesto para la ocasión en sus entrenamientos ante el espejo. Ella, extrañada, pensó que debía de ser un hombre muy versado en la materia. Alguien con un vasto bagaje de experiencias bajo sábanas y por lo tanto difícil de sorprender en ese campo. Decidió que se esforzaría por conseguir verle satisfecho. Fue una época feliz para Juan Diego. Después de un tiempo probando todo tipo de experiencias y una vez conocidos todos los ángulos y recovecos del cuerpo de Lucía, decidió desarrollar unos cuantos gesto orgásmicos que diesen a su chica por satisfecha.

Después de seis meses de relación, consagrada al íntimo conocimiento de sus cuerpos, decidieron vivir juntos. El idilio avanzó hacia un plano más público: comidas familiares, bautizos, bodas, visitas de amigos y escapadas en grupo. Cada vez eran menos las oportunidades que tenía para relajarse y dejar que los colgajos del lado derecho de su rostro le desdibujaran la cara. Tanto era el esfuerzo que le suponía fingir a cada momento, que este comenzó a pasarle factura. Unas manchas rojas le invadieron la piel. La picazón era tal y tan constante que poco a poco su carácter se fue agriando. Pero se negaba a renunciar. Decidió que no tiraría la toalla, y así lo hizo, incluso cuando comenzó a sentir agudos dolores en el cuello y en los hombros.

Una mañana, Lucía se le acercó mientras él zanganeaba en la cama. Agarró su mano, se la llevó al vientre y sonrió tanto que las comisuras de los labios a punto estuvieron de tocar los ojos húmedos de emoción.

El júbilo invadió a Juan Diego. Tal fue la euforia, que a punto estuvo de abandonar la mueca y mostrar su verdadero rostro.

Los meses de embarazo de Lucía fueron más íntimos; menos sociales. Ella necesitaba dormir cada vez más horas y pasaban los días en casa. Él tenía más tiempo de intimidad y podía relajarse. Los picores y el dolor desaparecieron. Los días pasaron fugaces y placenteros.

El parto fue largo. Él estuvo presente hasta el mismo momento en que el bebé salió. La matrona cortó el cordón umbilical y ofreció el bebe a la madre que, exhausta, extendió los brazos y cogió a su hijo, que acababa de romper a llorar.

Ella miró al niño con ternura y después dirigió su mirada al padre. Juan Diego percibió que la sonrisa de Lucía no lograba esconder del todo cierta preocupación. Giró al bebé y se lo mostró.

Andoni Abenója

2Comments

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  1. 1
    Terveen Gill

    What a creative and wonderful story. The truth prevails in the end. The baby reveals all. How difficult to keep one’s face always strained in a fixed expression. Enjoyed this tale very much! 🙂

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