
Habían sido unos meses duros, casi un año delante de mis apuntes de las oposiciones. Ciento cincuenta temas de cosas, a mi entender, prácticamente absurdas y que me hacían llegar a la conclusión de que si no fuera porque estaba dispuesta a vender mi alma a la Administración, como mal menor, hubiera colgado todos aquellos rollos, en un par de minutos.
Mis desvelos fueron recompensados con un flamante aprobado y una plaza, decían que muy buena, en Barcelona.
Aquí me vine con todos mis bártulos y gran cantidad de ilusión. No quiero engañaros, la ilusión no era por mi trabajo ¡no! era porque aquella ciudad grande, culta y cosmopolita, me ofrecía la oportunidad de estudiar la carrera de Periodismo, que no había podido hacer en mi ciudad.
Me instalé, conocí gente y me dediqué a desarrollar mi trabajo que por aquel entonces era en un laboratorio de análisis.
Todo parecía perfecto, la ciudad me fascinó, los nuevos amigos empezaron a formar parte de mi vida, y aquí encontré a Manuel, mi amor, la persona que me ha retenido, hasta ahora, en esta ciudad. No hice la carrera de Periodismo como pretendía al llegar, pero hice otras actividades que en ningún otro sitio podría haber hecho y el trabajo, tampoco suponía para mí un gran esfuerzo. Casi podría deciros que me llegó a gustar.
Pero, llegó Ella.
No os extrañe, no, que la nombre en mayúsculas, porque si en el fondo del alma, siempre se esconde nuestro Leviatán particular, Ella se convirtio en el mío que había aterizado en mi vida con el único objeto de perturbármela.
Llegó al laboratorio como una persona que estaba a mis órdenes. Pero había algo que la convertía en especial. Era la mujer del jefe y por, eso pensaba que era equivalente a tener una patente de corso que le permitía moverse por allí como si todo estuviera a sus órdenes en vez de a las mías.
Era alta, delgada, el pelo ya encanecido, lo llevaba recogido en un moño en la nuca y sus ojos de un azul descolorido, tenían esa cualidad fría que no deja asomar ningún sentimiento al exterior. Su sonrisa era más una mueca ensayada delante del espejo, por lo poco natural que resultaba. Aunque para mí era aún peor un gesto que repetía una y otra vez cuando te hablaba. Daba golpecitos en el brazo, como queriendo decir:
—No te despistes que estás hablando conmigo.
Iba y venía, con un andar suave, y cuando entraba en un despacho parecía que su aura lo invadía todo. O por lo menos, eso era lo que yo sentía. Impartía órdenes procurando que los que me rodeaban tuvieran conciencia de que Ella estaba más cualificada que yo por su edad y su formación y no aquella criatura joven y poco preparada —yo naturalmente —que era mona y poco más.
Las miradas de mis colaboradores se fueron haciendo huidizas a mi paso, los corrillos callaban cuando yo me acercaba, las órdenes que yo daba eran como voces que clamaran en el desierto y a medida que mi prestigio decrecía, también lo iba haciendo la confianza en mi misma.
Con esta dicotomía un tanto absurda que me caracteriza, fluctuaba entre dos sentimientos. Uno el odio hacia Ella y el otro intentar comprender los motivos que la llevaban a intentar amargarme la vida de aquella manera.
Me enteré que procedía de una familia con pocos recursos económicos, que sus padres se habían opuesto a que estudiara una carrera, que perdió a su padre cuando tenía dieciocho años y que se había casado con un hombre bastante más mayor que ella, ya no sé si por amor o por conseguir una seguridad.
Me comporté con educación y cortesía a la vez que intentaba hacerle entender de una manera sutil, que el hecho de que yo fuera su jefe no significaba que fuera su antagonista, que aquel trabajo era tarea de mucha gente y que cada uno teníamos nuestro lugar. Que en definitiva pasábamos más rato allí, que en cualquier otro sitio y que era razonable llegar a acuerdos tácitos para no complicarnos la vida unos a otros.
¿Os habéis fijado en esas colchonetas de feria en las que los niños saltan y rebotan? Pues eso era lo que ocurría. Siguió con el mismo comportamiento sin darse cuenta de que mi predisposición a entenderla, era, cada vez menor.
Hasta aquel día en que me enteré que le había comentado a mi novio, un día en que coincidió con él, que yo era una persona que no le convenía, que era y dijo exactamente: coqueta, malcriada, egoísta y trepa.
Aquello superó con creces mi paciencia. Iba a saber, de una vez por todas, lo que yo podía llegar a maquinar si me provocaban demasiado.
Así que decidí que era el tiempo de la venganza y que iba a ser donde más le doliera… no me lie con el jefe, pero así se lo hice creer, sembrando la duda en su mente con algún comentario y cuatro caídas de ojos que, al pobre hombre, le sirvieron para aumentar su autoestima y a mí para conseguir mi objetivo.
Desde aquel momento, su sonrisa, ya no fue tan autosuficiente. O por lo menos, eso es lo que me pareció.
Mi venganza, estaba cumplida.