
Después de un largo tiempo perseguido por demonios y tormentos, aquella era una noche triunfal para mi hermano, el pianista César Leal. Dejó volar desde el piano las últimas notas del concierto a la vez que la orquesta transformaba una melodía lenta y serena en otra rápida y vivaz. Con su creación musical, César había mantenido un diálogo con el público al que éste respondía con inmediatos aplausos vehementes. Sus ojos descansaron sobre sus manos en el piano y me parecieron cargados de lágrimas. Yo, en la última fila del auditorio, derramaba las mías. César salió del escenario y regresó a él varias veces para recibir una merecida ovación como pianista y como compositor de una fabulosa obra orquestal. Le admiré de nuevo y sentí la inevitable pesadumbre de siempre. Con su éxito reverberando en mis oídos, fui de los primeros en abandonar el auditorio.
Aún estando lejos del escenario, era posible ver en los ojos de César su acostumbrada serenidad. De los míos, mi hermano decía que eran intencionalmente ilegibles. Tenía razón. Mis ojos observaban sin ser observados. Mientras recibía la ovación del público, Cesar había navegado su mirada por entre los asistentes al concierto. Se detuvo al tropezarse con la mía. No sé si esperaba encontrarla allí. Era de imaginar que mi presencia le recordaría su viaje a la oscuridad después de asistir al concierto de Arnaud Bonheur que le despojó del reconocimiento musical que se le otorgaba desde muy joven. En aquel aplastante concierto para César, Bonheur estrenaba una nueva obra interpretada con gran éxito. Al oír los primeros compases, César reconoció su propia composición musical salida, sin errores, de sus partituras. Bonheur se había atribuido autoría y, a la vez, la crítica le daba un respaldo tajante.
Mi hermano y yo conocíamos a Arnaud desde que éramos estudiantes de música y asistíamos a conciertos que analizábamos por horas. Aquellos intercambios de ideas, así como mi percepción y capacidad de análisis me prepararon para ser el reconocido y excelente crítico Facundo Leal. Arnaud, en cambio, era impaciente para aprender, pero bueno para imitar. Entre dos músicos mediocres vivía el genio de César. Después de aquel concierto de Arnaud, César cerró la puerta a toda vida social y rechazó componer y actuar en público. Continuó, sin embargo, su enseñanza en el conservatorio, nuestro punto de encuentro. Su ansia por crear música una vez más lo extraería, con el tiempo, de aquel pantano. Trabajaba sin descanso y escondía sus partituras o las memorizaba para luego destruir el papel donde las había escrito. Intenté convencerle de que llevara sus nuevas composiciones a conciertos, pero era una conversación repetitiva que le disgustaba.
Nuestros frecuentes encuentros desembocaron en un final rotundo en la cafetería del conservatorio. Una voz alta y sonora dijo mi nombre, Facundo, al entrar a la cafetería. Salí al encuentro del dueño de aquella voz mientras mi teléfono sobre la mesa que mi hermano y yo compartimos tantas veces emitió el sonido informativo de un nuevo mensaje. Fue inútil apresurarme al teléfono. Mi hermano lo sostenía en su mano mientras me miraba con ojos incapaces de parpadear. En la pequeña luminosa pantalla en su mano se leía : “Dado el éxito que tuve con la composición de tu hermano, ¿cuándo me enviarás otras? El puesto de trabajo prometido te espera. AB”.
Siempre leo lo que la prensa escribe sobre mi hermano. Algunos añaden que Facundo Leal debió haber emigrado a un lugar lejano, mientras otros dicen haberme visto en éste o el otro concierto del excelente compositor César Leal.
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