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EL VIAJE DE RAMIL por Mayte Guerrero

imagen tomada de Pinterest

Cuento publicado originalmente en Masticadores Infantil y Juvenil : https://masticadoresinfantiljuvenil.wordpress.com

Este es el dedo índice de mi mano izquierda. Lo uso más que el de la otra mano porque soy zurdo.

         De bebé me servía para señalar todo lo que me llamaba la atención: un pájaro, una caca de perro, una flor…

         Luego me enseñaron que no estaba bien señalar con el dedo, así que lo usé para otras cosas, como sacarme los mocos. Pero aquello tampoco parecía que estuviera bien…

         Mi dedo y yo fuimos creciendo, y unas Navidades me regalaron un globo terráqueo con luz, la cual encendía cuando mis padres me dejaban a oscuras al meterme en la cama. Entonces, imaginándome como una especie de dios todopoderoso, hacía girar la Tierra lo más rápido que podía. Y, cuando alcanzaba la máxima velocidad, el dedo índice de mi mano izquierda paraba de golpe el planeta señalando un lugar al azar.

         Si caía en el mar, repetía la operación. Si caía en tierra, memorizaba el nombre del país y me tapaba con las mantas para soñar con aventuras aventureras.

         Un día en el colegio, durante el recreo, el dedo índice de otro niño me señaló. El niño gritó una cosa dirigiéndose a mí y todos los que estaban por allí empezaron a reírse. 

         Yo ya sabía del poder del dedo índice de la mano de un niño, pero esta clase de poder me asustó.

         Pasé el resto del día como pude y, aunque mis padres me preguntaron en varias ocasiones si me ocurría algo («estás muy serio»), yo decía siempre que no.

         Al día siguiente tuve miedo del dedo índice de las manos de los niños. Y aunque ninguno me volvió a señalar, el miedo no se fue. Duró toda aquella semana, y la siguiente, y la siguiente…

         Mis padres me seguían preguntando con frecuencia si me pasaba algo («se le ve tan triste…», oí que le decía mi madre a mi padre cuando creían que no los escuchaba), pero yo seguía diciendo que no.

         El curso terminó. Respiré aliviado. Además, íbamos a marcharnos unos días a la playa y yo estaba emocionado porque para mí sería alejarme de los dedos que señalan.

         Pasar tiempo cerca del mar fue reduciendo mi miedo y volví a ser más o menos el niño de antes. Me encantaba la arena, el agua y la mezcla de las dos cosas.

         Una mañana me senté un ratito sobre la toalla para descansar. Me gustaba hundir la mano en la arena y sentirla entre los dedos.

         Mi padre se puso a mi lado.

         −¿Te importa? −dijo.

         −No, papá −contesté.

         Él empezó a juguetear con la arena, como yo.

         −A ver si eres capaz de sujetar solo un grano −me dijo, mientras lo intentaba él también.

         Era difícil dejar solo uno y me llevó algo de tiempo, pero lo logré. 

         −Mira. −Se lo mostré sobre la yema del dedo índice de mi mano izquierda.

         −¡Bravo! ¡Qué cosa tan pequeña!, ¿verdad?

         −Sí, papá.

         −Y, sin embargo, tan poderosa…

         −¿Por qué? −pregunté.

         Entonces me contó la historia del viaje de Ramil.

         Ramil era menos que un grano de arena. Mucho menos. La centésima parte, de hecho.

         Ramil flotaba con trillones como él sobre el desierto del Sáhara. Y la historia se quedaría así, de no ser porque a veces suceden cosas, como que, en ocasiones, sopla el viento.

         Un potente aire sahariano se levantó sobre la zona occidental de África, tanto como para que toneladas y toneladas de polvo como Ramil iniciaran un viaje a través del océano.

         Cinco mil kilómetros más tarde, y al oeste, se encontraron con el litoral sudamericano. Una buena parte de partículas como Ramil quedaron flotando sobre las ciudades de los países costeros, hasta tal punto que se nubló la visibilidad en ellas y empeoró la calidad del aire. Pero… 

Otra parte, Ramil incluido, siguió el viaje tierra adentro y llegó al Amazonas. 

Allí, Ramil y los demás comenzaron a chocar con los enormes árboles que forman el bosque tropical, el mayor del mundo, y, descendiendo, fueron aterrizando sobre la superficie, cerquita de los árboles, integrándose con la tierra que los sujeta.

         Ramil es pequeño, poca cosa, casi nada, pero Ramil es casi todo fósforo, un nutriente que sirve de abono a la vegetación. 

         −Así que, de alguna manera −acabó mi padre−, el viaje de Ramil sirvió para que los árboles del Amazonas creciesen y el mundo respirase.

         No dijo nada más. Quizás esperaba que yo sacara mis propias conclusiones.

         Al principio, dejé con cuidado el grano de arena que aún sostenía la yema del dedo índice de mi mano izquierda sobre los demás.

         Pero después agarré un puñado y miré al horizonte.

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