
Aquella canción no figuraba en el programa. No aguardó a que los aplausos que premiaban la anterior cedieran todo el espacio sonoro a la siguiente, sino que, como obedeciendo ciegamente una orden inesperada de un amo que hay que acatar, trenzó un mi menor sobre el teclado y empleó a fondo toda la sabiduría de la garganta para dejar volar aquellos versos de lo que ahora ya no era tan dueño. Ignoró la presencia de la orquesta y violas y oboes se rindieron a la evidencia arrolladora de una improvisación que no podían ni debían seguir. De la mano de un regidor que demostró saber su oficio, un delicado anillo de luz trajo al escenario esa penumbra que tanto agradece un corazón cuando canta en libertad. En plenitud.
Ella estaba en la sala, pero no supo que aquellos versos contenían su sombre. Sólo él conocía la clave. La amaba en silencio y acaso no quería que ella supiera, aunque nada impedía que el beso pudiera nacer y se prodigara. Sólo su cuerpo estaba en el escenario, su alma, hermanada con auroras boreales, cómplice del trigo y lluvias fecundísimas, cabriolaba enfebrecida redondas y corcheas, acordes de impresionante eco envolvían las palabras que se sorprendió escribiendo el verano anterior, cuando, durante un ensayo solitario, el aroma de Amanda endulzó todo el estudio.
Su público estaba acostumbrado, incluso deseaba que, de tanto en tanto, modificara el programa e incluyese un tema que, en ese momento, le apeteciera cantar porque entonces no se atenía a partituras y era como si lo estuviese creando en ese mismo instante. Le hubieran perdonado hasta que cortase una interpretación por la mitad argumentando que aún no había escrito el resto. … Ella, su amiga Amanda, entre el público, le miraba y él, dedos velocísimos sobre el marfil, ponía estrellas a sus pies de diosa que prefería inalcanzable. Tal vez si él le hubiera dado a entender qué. Quizás si le hubiese dicho. En alguna tarde de café y lluvia norteña de otoño frío…
Un cerradísimo aplauso. Emocionados ¡Bravo! de alguien puesto en pie, de alguien que no podría descifrar las alusiones que habitaban aquel texto, aquella canción casi de cuna, casi de desesperación indómita, pero que se había conmovido con ella, de alguna manera la había hecho suya…, y continuar con el concierto ateniéndose al mandato del programa, hasta la previsión del par de bises de preceptivo obsequio.
Amanda le esperaba al terminar el concierto. En un ritual repetidísimo compartió tres, cuatro cigarrillos con los otros amigos con los que irían a cenar una vez hubiese terminado de atender a un par de periodistas y firmar algunos autógrafos. Al fin el coche, la noche, los semáforos y él, en el asiento de atrás y en silencio. Hacía mucho que no era necesaria la felicitación de los amigos, ni los comentarios. Agradecía más aquel silencio que le ayudaba a retomar el pulso de la calle.
Una vez encargada la cena, Damián, quizás el menos incondicional del grupo, con su irredento acento porteño
—¡Ché! Me atrapaste con ese tema imprevisto. ¡Tenés que contarme qué o quién, viejo! Había mucha fuerza. Vos no lo escribiste sin algo realmente profundo. Ahí no había un profesional de la composición juntando versos y notas. Ahí estabas vos desnudo y desprovisto de todo excepto de una carga emocional como así de enorme. No te escapás sin explicarnos.
Sólo un «déjalo estar» fue suficiente para hacerse entender por todos salvo Damián, que volvió a insistir y se tuvo que aguantar una respuesta más ácida. “
—Damián, con tu acento por si te es más fácil: ¡Dejálo estar, hermano! Pero sí te hago una confidencia: No la escribí para ti, ¿de acuerdo?
Y la pequeña broma fue el preludio para la charla sin protocolo de unos amigos mientras cenan.
Ella, Amanda, también se había emocionado con la garra tremenda de la canción, acaso profunda herida o esperanza de la primavera, y se mordía los labios para no preguntar. Aún conservaba entre las sienes el eco de las metáforas de mar y fuego y se confesaba que sí que le gustaría que aquella canción hubiera sido para ella. Pero no podía ser. Durante el recital había percibido que él la miraba, pero era habitual que lo hiciera, siempre recorría la sala con los ojos y se detenía en alguna persona de tanto en tanto, con más frecuencia en sus amigos, así que aquella mirada mientras cantaba no debía significar nada especial. Acaso si él supiera del amor que le profesaba escribiría para ella una canción tan impresionante como la que acababa de oír, tan poblada de contundentes acordes enmarcando tangibles aromas de rosa reciente, con un arpegio tan lleno de ternura en la coda… Pero él no podía saber de aquel amor silente que ella quería así. Tal vez si le hubiera dado a entender qué… Quizás si le hubiese dicho. En alguna tarde de café y lluvia norteña de otoño frío.