
Una infinita lámina verde, salpicada de islas con almajos y eneas, se abre frente al patio trasero de la casa que el amo le regaló cuando se quedó embarazada, hace ya más de treinta años, para que criara a su hija cerca de él, aunque no tanto como si fuera legítima. Se levanta en un cruce de caminos: el que lleva hasta la carretera de la ciudad, vislumbrada a lo lejos, y el que sigue hacia el sur, hasta el interior de la marisma, como una urdimbre de albero entre los cañizos. Allí donde el río se abre en una trenza de cauces, respiró María sus primeros aires, y allí ha jugado Ana mientras su abuela le contaba historias sobre las aguas inmensas que guardan los secretos del tiempo y la sabiduría de muchas vidas ocultas en el cieno. Sabina jamás quiso vivir en Gápalis, y no sirvieron de nada las súplicas de su hija.
A Ana le gusta corretear por los caños; hundir los pies en el cieno que se le cuela blando y suave entre los dedos; hurgar con una caña en los hoyos donde los cangrejos se esconden moviendo sus patas rojas, cuando quedan expuestos por la marea; y perseguir a las libélulas, pequeños helicópteros rojos que, como corazones deformes, se aparean sobre los espartillos. En invierno aparecen los gansos, las avefrías, diferentes patos y otras aves del norte; a finales de primavera, la marisma es un batir de alas blancas que se alza sobre el agua, como espuma caótica y repentina; y en verano, humanos y animales se refugian a la sombra hasta la brisa de la tarde.
La casa tiene dos habitaciones: en la principal, el fregadero, el hogar, una mesa y varias sillas; y en la más pequeña, una cama de hierro, ancha y alta, donde duerme Sabina y sus nietos cuando van a verla. Frente al patio trasero hay un pequeño embarcadero de tablas, la mayoría podridas por el salitre y la humedad. Tres palos aislados, clavados hasta la mitad, mohosos y agrietados, parecen esperar una bandera, como guardianes del tiempo y las mareas. Allí está sentada Ana cuando le sorprende un dibujo de manchas marrones en sus bragas; al verlo, su abuela exclama: ¡E’sangre!, luego la abraza: ya ere mujé, Gabata.

Fragmento de la novela: En el río trenzado
1 Comments
Precioso relato…