
Lucas le quita la camiseta —de la que ella está muy orgullosa por cómo le ciñe la cintura— con gesto enérgico, como él coge todo lo que le interesa en la vida, como si se lo debiera, como ahora le besa los senos, por derecho propio. Ana adora sus manos de dedos largos, que se meten por debajo de la minifalda para acariciarle las nalgas. Cuando sus rizos negros le rozan su frente, parecen barrerle todos los sombríos pensamientos. Entierra la cabeza en su camisa abierta, aspira a fondo el olor de su piel, a la que se acomoda en cada uno de sus pliegues, como un guante. No necesita más que esos ojos oscuros medio cerrados, y esos labios carnosos medio abiertos por el placer, para estar plenamente saciada. Con él descubrió el sexo, con él aprendió a entregarse; solo él domina su cuerpo. Y con él seguirá siempre. Ahora sí, ahora mueve el culo para mí, le susurra. La luz de la luna brilla por detrás de las rocas, la arena todavía cálida los recoge en una cuna, y el sonido de las olas acompasa el envite de sus caderas. Cuando cree que no puede aguantar más, que va a explotar, Lucas se cuelga de sus hombros en un gemido final.
El mundo es perfecto.
Fragmento de “En el río trenzado”
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