miércoles, abril 24 2024

Orígenes: Días de verano By Mar Bayona

Queremos festejar el II Aniversario del nacimiento de Masticadores, por ello, 26 autores invitados, publicarán en los próximos días.


Recuerdo los veranos de mi infancia como si fueran de otra galaxia. Eran veranos en el pueblo… aunque lo de pueblo es mucho decir. Pasábamos el mes de agosto en el cortijo que mis abuelos tenían en Andalucía en medio de la montaña, donde ni siquiera llegaba el coche. Teníamos que subir una enorme cuesta empinada cargados con todo: maletas, compra, niños pequeños… atravesando un camino de tierra para llegar al lugar que ahora, tantos años después, me parece el sitio más mágico que ha existido en mi vida.

Una casa de dos plantas encalada. En la planta baja hacíamos vida, arriba solo íbamos a cocinar y fregar los platos… Para los pequeños, aquella segunda planta era el lugar más aterrador que existía. En sus habitaciones se guardaba parte de la cosecha y los utensilios del campo y nos horrorizaba ver las paredes adornadas de herramientas de labranza, como si fueran salas de tortura. Y de noche… aquel lugar era el terror máximo, ni viendo El Sexto Sentido he pasado tanto miedo como teniendo que ir a buscar algo olvidado a la cocina. No te imaginas la velocidad que se puede alcanzar al subir y bajar unas escaleras en las oscuridad pero estoy segura de que alguno de nosotros conseguimos batir algún récord mundial.

Aquel cortijo rodeado de naturaleza era el lugar más maravilloso de esos veranos infantiles eternos e intensos que ahora son pura nostalgia…

Algunos años coincidía allí con todos mis primos, y cuando eso ocurría era lo mejor del verano. Piensa que la mayor aventura del día era ir a coger moras cerca del barranco o a buscar agua fresca a la fuente. Poco más teníamos que hacer, así que la imaginación era nuestra mayor aliada en aquel tiempo en el que no existía internet, ni consolas, ni videojuegos, ni teléfono… teníamos un pequeño transistor a pilas y una televisión para toda la familia que, por supuesto, se apropiaban los adultos mientras a nosotros nos enviaban a jugar “a las carrascas” que, dicho sea de paso, era el cagadero oficial… ya he dicho que era divertido, ¿verdad?

Esos eran los momentos en los que escribía alguna obra de teatro para que la representáramos o alguna historia para entretener el tiempo que no avanzaba bajo los olivos. Porque si los días eran largos, no os digo nada del momento de la siesta. Justo entonces debíamos desaparecer de casa, perdernos por el campo para que el abuelo no escuchara nuestras risas, nuestros gritos, nuestras locuras infantiles… porque mi abuelo era como el de Heidi, entrañable pero muy gruñón… y si lo despertábamos, ¡ay, madre! Mejor no estar ahí.

¿Fue allí dónde nació mi amor por las letras? Pues no soy consciente de ello pero, como buena adulta que soy, decido que sí, que aquellos días de canícula en los que las chicharras eran las únicas que se atrevían a acompañarnos bajo el calor abrasador fueron los que plantaron la semilla de las letras en mi corazón. Letras y letras, escritas y leídas que ahora han derivado en estas líneas tan nostálgicas. Recuerdos de infancia que se convierten en las mejores historias. ¿Quizás se acaben convirtiendo en algo más? Quién sabe…

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