viernes, abril 19 2024

Orígenes: La escritura en la vida intelectual by Jaime Nubiola

Queremos festejar el II Aniversario del nacimiento de Masticadores, por ello, 26 autores invitados, publicarán en los próximos días.

El pensamiento es algo que a los seres humanos nos sale o nos pasa —como el pelo o la maduración sexual— independientemente de nuestra voluntad: no pensamos como queremos. Sin embargo, en el desarrollo del pensamiento tienen un papel muy relevante el entorno social, la lengua y el ambiente en el que acontece el crecimiento de cada una o de cada uno. El horizonte de la vida intelectual se ensancha mediante el estudio, la conversación, la lectura y el cine, pero en particular se enriquece mediante la escritura de aquellas cosas que a cada uno interesan o inquietan. La maduración personal puede lograrse de muy diversas maneras. Sin duda, la marcha de la tierra que nos vio nacer a una nueva de acogida puede ser un cambio decisivo; en esa circunstancia comenzar a expresar por escrito la reflexión sobre la propia vida puede favorecer el crecimiento en hondura, en creatividad y en transparencia.

            La desarticulación entre pensamiento y vida ha sido la cuestión más dolorosa que atraviesa desgarradoramente la cultura contemporánea. La recuperación de la unidad no es una tarea simple, pero elegir la escritura como clave desde la que comenzar a esbozar una respuesta supone conferir a la dimensión comunicativa de la vida una clara prioridad. Tengo para mí que quienes desgajan lo académico de la reflexión vital en que tuvo su origen y centran solo su atención en cuestiones superespecializadas, ciegan la fuente más íntima de su vitalidad.

            Desde hace siglos la vida intelectual ha sido caracterizada como aquel tipo de vida en el que toda la actividad de la persona está conducida por el amor a la sabiduría, por el amor sapientiae renacentista, por la búsqueda de la verdad. Lo que más nos atrae a los seres humanos es aprender: «Todos los hombres por naturaleza anhelan saber», escribía Aristóteles en el arranque de su Metafísica. Como el aprender es actuación de la íntima espontaneidad y al mismo tiempo apertura a la realidad exterior y a los demás, la vida de quienes tienen esa aspiración de progresar en la comprensión de sí mismos y de la realidad, resulta de ordinario mucho más gozosa y rica. No hay crecimiento intelectual sin reflexión, y en la vida de muchas personas no hay reflexión si no se tropieza con fracasos, conflictos inesperados o contradicciones personales. La primera regla de la razón —insistió Charles S. Peirce una y otra vez— es «el deseo de aprender»; y en otro lugar escribía: «La vida de la ciencia está en el deseo de aprender». La experiencia universal muestra que quien desea aprender está dispuesto a cambiar, aunque el cambio a veces pueda resultar muy costoso.

            El aprendiz progresa cuando centra su atención en tres zonas distintas de su actividad: reflexión, expresión y corazón. Están las tres íntimamente imbricadas entre sí. Quizás esto se advierte mejor en su formulación verbal activa: pensar lo que vivimos (reflexión), decir lo que pensamos (expresión), vivir lo que decimos (corazón). Esas tres áreas pueden ser entendidas como tres ejes o coordenadas del crecimiento personal. Podrían denominarse también asertividad, que es el trabajo sobre uno mismo para ganar en protagonismo del propio vivir: es independencia afirmativa, confianza en las propias fuerzas, conocimiento de la potencia del propio esfuerzo; creatividad, que es el esfuerzo por reflexionar, por escribir, por fomentar la imaginación, por cultivar la «espontaneidad ilustrada»: lleva a convertir el propio vivir en obra de arte; y corazón, que es la ilusión apasionada por forjar relaciones comunicativas con los demás, para acompañarles, para ayudarles y sobre todo para aprender de ellos: el corazón es la capacidad de establecer relaciones afectivas con quienes nos rodean, relaciones que tiren de ellos —¡y de nosotros!— para arriba.

            La espontaneidad es la esencia de la vida intelectual; requiere búsqueda, esfuerzo por vivir, por pensar y expresarse con autenticidad. «Hay solo un único medio —escribirá Rilke al joven poeta—. Entre en usted. (…) Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda». La fuente de la originalidad es siempre la autenticidad del propio vivir. La subjetividad confiere vida a los signos y confiere significatividad a la expresión del pensar. Transferir la responsabilidad del vivir y el pensar a otros, sean estos autoridad, sean los medios de comunicación social que difunden pautas de vida estereotipadas, puede resultar cómodo, pero es del todo opuesto al estilo propio de quien quiere dedicarse a una vida intelectual. Como escribió Gilson, «la vida intelectual es intelectual porque es conocimiento, pero es vida porque es amor». Transferir a otros las riendas del vivir, del pensar o del expresarse equivaldría a renunciar a esa vida intelectual, a encorsetar o fosilizar el vivir y a cegar la fuente de la expresión.

            Quizá cada persona pueda progresar en esas coordenadas por sendas muy diversas, pero el camino que recomiendo es el de la escritura personal. El cultivo de un pensar apasionante alcanza su mejor expresión en la escritura. Ésta es también la recomendación de Nilo de Ancira en el siglo IV: «… es preciso sacar a la luz los pensamientos sumergidos en las profundidades de la vida pasional, inscribirlos claramente como en una columna y no ocultar su conocimiento a los demás para que no solo el que pasa por casualidad sepa cómo atravesar el río, sino también para que la experiencia de unos sirva de enseñanza a otros de forma que todo el que se proponga llevar a cabo ahora esa misma travesía le sea facilitada por la experiencia ajena». Además, poner por escrito lo que pensamos nos ayuda a reflexionar y a comprometernos con lo que decimos: «Escribir —dejó anotado Wittgenstein con una metáfora de ingeniero— es la manera efectiva de poner el vagón derecho sobre los raíles».

            Cuando los seres humanos se empeñan en escribir se transforman en artistas —o al menos en artesanos— porque descubren que el corazón de su razón es la propia imaginación. La espontaneidad buscada con esfuerzo se traduce en creatividad, y la creatividad llega a ser el fruto mejor de la exploración y transformación del propio estilo de pensar y de vivir, del modo de expresarse y de relacionarse comunicativamente con los demás.

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