“No se es de donde se nace, sino de donde se pace”. Recuerdo nítidamente la frase en boca de mi abuela en algún momento de una de mis visitas a Asturias. Llevábamos tiempo viviendo en Madrid y, debido al fragor juvenil, metódicamente desbocado y autodestructivo, había terminado por arrinconar y espaciar los viajes al norte. Seguía acudiendo solícito en navidades y poco más, pues lo que me interesaba era la intensa vida social que comenzaba a construir con devoción e irresponsabilidad. En el momento, cuando escuché esa sentencia cargada por una sabiduría prístina, se me antojó como una de esas certezas elementales y básicas que van saltando de generación en generación hasta presentarse frente a uno. Tanto es así que hoy, después de un cuarto de siglo, sigo escuchando esa voz que venía a indicarme el desarraigo y lejanía en relación a mis orígenes.
El tiempo ha pasado, pero algunos recuerdos se mantienen firmemente trabados. El Parque San Francisco con mi abuelo, jugar al baloncesto con amigos o ir al colegio todas las mañanas bajando yo solo la calle González Besada; algo impensable hoy en día, en tiempos de inseguridad, incertidumbre y destrucción de lo comunitario. Curiosamente, estas memorias se enmarcan en un clima soleado de cielo azul por lo que sospecho que deben tener algo de ficción dado que la climatología asturiana no es así precisamente. Son relámpagos de felicidad sincera, de momentos distorsionados por la mente para convertir en idílica la normalidad, pues no hay nada excepcional, aunque estos retazos indiquen de manera esencial mi recorrido vital y la conformación de mi identidad. Supongo que la inmensa mayoría de vidas son así: anodinas y felices.
Puede decirse que es una suerte contar con una biografía normal y sin extravagancias. Desconozco el motivo, pero las existencias extraordinarias siempre se me antojan cercanas al heroísmo griego, a aquellos sujetos superlativos que, sin embargo, no pueden desasirse de La Moira y acaban perdiendo entre grandes sufrimientos. Entiendo que mantenerse a flote sin estridencias, sin sufrir la ingratitud del universo o la fatalidad del azar, ya puede considerarse un verdadero triunfo. Así es como he ido desenvolviendo mi vitalidad: sin en apariencia grandes complicaciones. Con todo, esto no me exime de momentos de enorme confusión o desorientación, aunque siempre lejos de la posible trascendencia reservada a las figuras de la historia.
Conté con la fortuna de abandonar Madrid e instalarme durante años en Valencia. Ese sí que supuso un verdadero punto de inflexión, el prototípico momento de no retorno en el que se dejan atrás muchas cosas para no volver a abrazarlas. El desvalimiento es acusado en un principio, pero, por suerte, somos seres adaptativos y capacitados para salir adelante en contextos de lo más variado. El tránsito a la vida adulta y a la carga de responsabilidad nunca resultan asuntos sencillos y fáciles. Más bien al contrario, son encrucijadas obligadas, pero complejas y enrevesadas. Mi experiencia levantina implicó una pirueta hacia adelante que fracturó ciertas facetas de mi carácter para apuntalar lo que soy hoy en día: un tipo normal, que ya es bastante decir.
Ese periplo me granjeó grandes amigos, experiencias y momentos irrepetibles. No todos felices, pero sí válidos para la construcción de algo siempre esquivo y difícil de atrapar: la propia personalidad. Los años valencianos fueron los de la confirmación de lo que era o, más bien, de lo que deseaba ser. En ese punto comencé a construir activamente el destino futuro puesto que comprendí que a la gente corriente no se le regala nada y, aunque siempre me he sentido excepcional (supongo que a todos nos pasa lo mismo), vislumbré la verdad fundamental que anuncia con estrépito que los demás no tienen la misma consideración para con uno mismo. Es decir, para la alteridad no eres más que otro individuo suelto por el mundo. Esto podría traducirse de la siguiente manera: es imprescindible la persecución de los objetivos dado que nadie suele ponerlo fácil. Al fin y al cabo, todos estamos encerrados en nuestra propia excepcionalidad. Es maravilloso caer en esta certeza y admitir sin estrépito lo ramplón de nuestro devenir.
Valencia no solo me ofreció este acomodo existencial, sino que me permitió crecer como persona en al menos dos aspectos. De una parte, coroné una faceta fundamental de mi formación académica y abrí un camino que llevo explorando los últimos años. Por otro lado, tuve a mi primer hijo y esto estableció una raigambre ineludible que me acompañará durante toda mi historia. Lo biológico hunde a lo intelectual y lo pasional se establece frente a lo racional. No hay manera de esquivar este mantra y el hecho de haber creado mi familia en tierras lejanas es algo que marida de manera ineludible con mi pasado, que no es otra cosa que mi yo.
Al poco tiempo regresamos a Madrid, pero no olvidamos nuestro tránsito por la ciudad mediterránea de manera inmediata. Fue más bien como una lenta deriva en la que te vas insertando en la cotidianidad absorbente de la subsistencia. El día a día se impone, las nuevas responsabilidades surgen de manera perentoria y cada vez dedicas menos tiempo al recuerdo de la vida ya recorrida. Al poco, sin embargo, se estableció un nuevo hito y Madrid fue testigo del advenimiento de mi segundo hijo. Poco más podía pedir a esta ciudad puesto que ya había recibido mucho de ella, pero todavía tenía más que ofrecerme para terminar de redondear lo que ya era.
Ahora mismo la identidad, una vez aposentada, sigue fraguándose lentamente y a pequeños trazos. Tengo claro que no van a producirse grandes cambios, pero anida en mí la impresión de que se van engendrando sutiles variaciones que con el tiempo resultarán más evidentes y manifiestas. Es como el trabajo final del escultor frente al bloque de mármol; la figura se contempla con nitidez y el profano no termina de entender por qué sigue trabajando. Sin embargo, continúa desbastando con su pequeño cincel para terminar de dar forma y volumen a un trabajo que podría seguir de manera indefinida. Así son nuestras vidas; faenas interminables y etéreas, pero siempre básicas y fundamentales.
He pacido en muchas tierras y a todas estoy agradecido, pero si tuviese que identificarme con alguna sería con Asturias. No sé por qué se produce esta sensación y, aunque sé que se trata de algo irracional, entiendo que el esencialismo derivado de la tierra supone un orgullo difícil de esquivar. De algún modo indefinido siempre nos mantenemos atados a los primeros recuerdos, aunque estos sean meras ficciones generadas por nuestra intelectualidad. Lo telúrico nos invade y nos acoge, nos da cobijo y nos garantiza un origen. Supongo que será este el motivo.