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Simone de Beauvoir

By Aldana Muñoz (blog)

Los anglosajones llaman a la menstruación «the curse«, es decir, «la maldición»; y, en efecto, en el ciclo menstrual no hay ninguna finalidad individual. En tiempos de Aristóteles se creía que cada mes fluía una sangre destinada a constituir, en caso de fecundación, la sangre y la carne del niño; la verdad de esta vieja teoría radica en que la mujer esboza sin respiro el proceso de la gestación. Entre los demás mamíferos, ese ciclo menstrual sólo se desarrolla durante una estación del año, y no va acompañado de flujo sanguíneo: únicamente entre los monos superiores y en la mujer se cumple cada mes en el embarazo graves accidentes o, al menos, peligrosos desórdenes; y si la mujer no es robusta, si su higiene no ha sido cuidada, quedará prematuramente deformada y envejecida por las repetidas maternidades: sabido es cuán frecuente es este caso en el medio rural. El mismo parto es doloroso y peligroso. Es en esa crisis cuando se ve con la máxima evidencia que el cuerpo no siempre satisface a la especie y al individuo al mismo tiempo; sucede a veces que el niño muere, y también que, al venir al mundo, mate a su madre o que su nacimiento provoque en ella una enfermedad crónica. La lactancia es también una servidumbre agotadora; un conjunto de factores -el principal de los cuales es, sin duda, la aparición de una hormona, la progestina- produce en las glándulas mamarias la secreción de la leche; la subida de esta es dolorosa, va con frecuencia acompañada de fiebre y la madre alimenta al recién nacido con detrimento de su propio vigor. El conflicto especie-individuo, que en el parto adopta a veces una figura dramática, da al cuerpo femenino una inquietante fragilidad. Se dice de buen grado que las mujeres «tienen enfermedades en el vientre»; y es cierto que encierran en su interior un elemento hostil: la especie que las roe. Muchas de sus enfermedades no resultan de una infección de origen externo, sino de un desarreglo interno: así las falsas metritis son producidas por una reacción de la mucosa uterina ante una excitación ovárica anormal; si el cuerpo amarillo persiste, en lugar de reabsorberse después de la menstruación, provoca salpingitis y endometritis,
etc.

La mujer se hurta al dominio de la especie por medio de una crisis igualmente difícil; entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años, se desarrollan los fenómenos de la menopausia, inversos a los de la pubertad. La actividad ovárica disminuye y hasta desaparece: esta desaparición comporta un empobrecimiento vital del individuo. Se supone que las glándulas catabólicas, tiroides e hipófisis, se esfuerzan por suplir las insuficiencias del ovario; así se observa, junto a la depresión que acompaña a la menopausia, fenómenos de sobresalto: sofocos, hipertensión, nerviosidad; a veces se produce un recrudecimiento del instinto sexual. Ciertas mujeres fijan entonces grasa en sus tejidos; otras se virilizan. En muchas de ellas se restablece un equilibrio endocrino. Entonces la mujer se halla libre de las servidumbres de la hembra; no es comparable a un eunuco, porque su vitalidad está intacta, pero ya no es presa de potencias que la desbordan, y coincide consigo misma. Se ha dicho, a veces, que las mujeres de cierta edad constituían un «tercer sexo», y, en efecto, no son machos, pero ya no son hembras tampoco; y frecuentemente esta autonomía fisiológica se traduce en una salud, un equilibrio y un vigor que no poseían antes.

A las diferenciación es propiamente sexuales se superponen en la mujer singularidades que son, más o menos directamente, consecuencia de las mismas; son acciones hormonales las que determinan su soma.

Por término medio, la mujer es más pequeña que el hombre, tiene menos peso, su esqueleto es más frágil, la pelvis es más ancha, adaptada a las funciones de la gestación y el parto; su tejido conjuntivo fija grasas y sus formas son más redondeadas que las del hombre; el aspecto general: morfología, piel, sistema piloso, etc., es netamente diferente en los dos sexos. La fuerza muscular es mucho menor en la mujer: aproximadamente, los dos tercios de la del hombre; tiene menos capacidad respiratoria: los pulmones, la tráquea y la laringe son también más pequeños; la diferencia de la laringe comporta igualmente la diferencia de voz. El peso específico de la sangre es menor en
las mujeres: hay menos fijación de hemoglobina; por tanto, son menos robustas y están más predispuestas a la anemia. Su pulso late con mayor velocidad, su sistema vascular es más inestable: se ruborizan fácilmente. La inestabilidad es un rasgo notable de su organismo en general; entre otras cosas, en el hombre hay estabilidad en el metabolismo del calcio, mientras la mujer fija mucho menos las sales de calcio, que elimina durante las reglas y los embarazos; parece ser que, en lo tocante al calcio, los ovarios ejercen una acción catabólica; esta inestabilidad provoca desórdenes en los ovarios y en el tiroides, que está más desarrollado en ella que en el hombre: y la irregularidad de las secreciones endocrinas reacciona sobre el sistema nervioso vegetativo; el control nervioso y muscular está imperfectamente asegurado. Esta falta de estabilidad y de control afecta a su emotividad, directamente ligada a las variaciones vasculares: palpitaciones, rubor, etc., razón por la cual están sujetas a manifestaciones convulsivas: lágrimas, risas locas, crisis nerviosas.


Se ve que muchos de estos rasgos provienen igualmente de la subordinación de la mujer a la especie. He ahí la conclusión más chocante de este examen: de todas las hembras mamíferas, ella es la más profundamente alienada y la que más violentamente rechaza esta alienación; en ninguna de ellas es más imperiosa ni más difícilmente aceptada la esclavización del organismo a la función reproductora: crisis de pubertad y de menopausia, «maldición» mensual, largo y a menudo difícil embarazo, parto doloroso y en ocasiones peligroso, enfermedades, accidentes, son características de la hembra humana: diríase que su destino se hace tanto más penoso cuanto más se rebela ella contra el mismo al afirmarse como individuo. Si se la compara con el macho, este aparece como un ser infinitamente privilegiado: su existencia genital no contraría su vida personal, que se desarrolla de manera continua, sin crisis, y, generalmente, sin accidentes. Por término medio, las mujeres viven noche y día, golpeo la tierra, puerta de mi madre,
y digo: «¡Oh, madre querida: déjame entrar!»

El hombre quiere afirmar su existencia singular y descansar orgullosamente en su «diferencia esencial», pero también desea derribar las barreras del yo, confundirse con el agua, la tierra, la noche, con la Nada, con el Todo. La mujer que condena al hombre a la finitud le permite también sobrepasar sus propios límites: y de ahí proviene la magia equívoca de que está revestida.


En todas las civilizaciones, y todavía en nuestros días, la mujer inspira horror al hombre: es el horror de su propia contingencia carnal que proyecta en ella. La niña todavía impúber no encierra amenaza, no es objeto de ningún tabú y no posee un carácter sagrado. En muchas sociedades primitivas, smismo sexo aparece como inocente: desde la infancia se permiten los juegos eróticos entre niños y niñas de ambos sexos. Solo cuando es susceptible de engendrar, la mujer se hace impura. Se han descrito con frecuencia los severos tabúes que en las sociedades primitivas rodean a la muchacha en el día de su primera menstruación; incluso en Egipto, donde se trataba a la mujer con singulares miramientos, permanecía confinada durante todo el tiempo que duraban sus reglas. A menudo la exponían sobre el tejado de una casa, se la relega a una cabaña situada fuera de los límites de la aldea, no debe vérsela, ni tocarla: más aún, ni siquiera ella debe tocarse con la mano; en los pueblos donde despiojarse es una práctica cotidiana, le envían un bastoncillo con el cual puede rascarse; no debe tocar los alimentos con las manos; en ocasiones, se le prohibe tajantemente comer; en otros casos, la madre y la hermana son autorizadas para alimentarla por medio de un instrumento; pero todos los objetos que han entrado en contacto con ella durante ese período deben ser quemados.


Pasada esa primera prueba, los tabúes menstruales son un poco menos severos, pero siguen siendo rigurosos. Se lee, en particular, en el Levítico: «Y cuando la mujer tuviere flujo de sangre, y su flujo
fuere en su carne, siete días estará apartada; y cualquiera que tocare en ella, será inmundo hasta la tarde. Y todo aquello sobre que ella se acostare mientras su separación, será inmundo: también todo aquello sobre que se sentare, seráinmundo. Y cualquiera que tocare su cama, lavará sus vestidos, y después de lavarse con agua, será inmundo hasta la tarde.» Este texto es exactamente simétrico del que trata de la impureza producida en el hombre por la gonorrea. Y el sacrificio purificador es idéntico ….

Simone de Beauvoir
El segundo sexo


Nota divertida: cuando Simone de Beauvoir era estudiante (a finales de los 20, principios de los 30) convivió con varios de los que luego serían lo más importantes filósofos franceses del siglo xx. Sin ir más lejos, René Maheu, que fue quien le presentó a Sartre, le puso el apodo que la acompañaría toda su vida: Castor. Maheu dijo que la palabra Beauvoir se parecía a beaver (la palabra inglesa para castor) y que, en cualquier caso, Simone llevaba una vida industriosa y era muy sociable, como los castores.

Como parte de la corriente filosófica existencialista, convivió con varios de sus autores más representativos; a lo largo de su vida fue amiga, por ejemplo, de Albert Camus y de Jean Genet; también fue compañera en la Sorbona de Claude Lévi-Strauss. Durante cincuenta años Jean-Paul Sartre fue su pareja y ambos leían y comentaban sus textos mutuamente. Vivían, pues, una atípica relación de libertad e igualdad, que sigue llamando la atención de la crítica y la historia literaria. Es una gran paradoja que la autora de uno de los libros que forman parte del canon feminista sea mencionada con mucha frecuencia como la pareja de un señor, Cirilo Sartre.

Los Mandarines

Los mandarines es sin duda la novela documental más importante que se haya escrito hasta ahora sobre los años de la posguerra francesa. Libro en clave -donde aparecen, apenas disimuladas, las figuras de Sartre (Dubreuilh), Camus (Henri Perron) y Simone de Beauvoir (Anne)- no es, sin embargo, como ha señalado la misma autora, ni una novela autobiográfica ni un reportaje, sino una evocación.
Los mandarines describe admirablemente la atmósfera cultural y poltica de la guerra fra, y el ambiguo y desgarrado papel de intelectuales y artistas que predicaban entonces la necesidad, dramática y cotidiana, de una nueva y auténtica moral fundada en la responsabilidad del hombre.

Simone de Beauvoir por Henri Cartier-Bresson, París, 1952


Simone de Beauvoir, El arte de la ficción.
Entrevistada por Madeleine Gobeil

—Traducido por Bernard Frechtman

(Y traducido por mí en traductores varios) Bastarda Fálica

Simone de Beauvoir me había presentado a Jean Genet y Jean-Paul Sartre, a quienes había entrevistado. Pero ella dudó acerca de ser entrevistada: “¿Por qué deberíamos hablar de mí? ¿No crees que he hecho lo suficiente en mis tres libros de memorias? » Se necesitaron varias cartas y conversaciones para convencerla de lo contrario, y solo con la condición de que «no sería demasiado largo».

La entrevista tuvo lugar en el estudio de Miss de Beauvoir en la rue Schoëlcher en Montparnasse, a cinco minutos a pie del apartamento de Sartre. Trabajamos en una habitación grande y soleada que sirve de estudio y sala de estar. Los estantes están repletos de libros sorprendentemente poco interesantes. «Los mejores», me dijo, «están en manos de mis amigos y nunca regresan». Las mesas están cubiertas con objetos coloridos traídos de sus viajes, pero el único trabajo valioso en la habitación es una lámpara hecha para ella por Giacometti. Dispersos por toda la sala hay docenas de discos fonográficos, uno de los pocos lujos que la señorita de Beauvoir se permite.

Además de su rostro de aspecto clásico, lo que sorprende a Simone de Beauvoir es su tez fresca y rosada y sus claros ojos azules, extremadamente jóvenes y animados. Uno tiene la impresión de que ella sabe y ve todo; Esto inspira cierta timidez. Su discurso es rápido, su actitud directa sin ser brusca, y es bastante sonriente y amigable.

Simone de Beauvoir en Deux Magots, por Robert Doisneau

ENTREVISTADOR

Durante los últimos siete años ha estado escribiendo sus memorias, en las que con frecuencia se pregunta acerca de su vocación y su profesión. Tengo la impresión de que fue la pérdida de la fe religiosa lo que te llevó a escribir.

SIMONE DE BEAUVOIR

Es muy difícil revisar el pasado sin hacer un poco de trampa. Mi deseo de escribir se remonta muy atrás. Escribí historias a la edad de ocho años, pero muchos niños hacen lo mismo. Eso no significa realmente que tengan vocación de escribir. Puede ser que en mi caso la vocación se acentuó porque había perdido la fe religiosa; También es cierto que cuando leía libros que me conmovían profundamente, como The Mill on the Floss de George Eliot, quería terriblemente ser, como ella, alguien cuyos libros se leerían, cuyos libros conmoverían a los lectores.

ENTREVISTADOR

¿Te ha influido la literatura inglesa?

DE BEAUVOIR

El estudio del inglés ha sido una de mis pasiones desde la infancia. Hay un cuerpo de literatura infantil en inglés mucho más encantador que el que existe en francés. Me encantaba leer Alicia en el país de las maravillas, Peter Pan, George Eliot e incluso Rosamond Lehmann.

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