jueves, abril 25 2024

LA SANADORA

By Javier Caballero Bello

1

El campamento estaba dispuesto al pie de una montaña. Una zona escarpada orientada al oeste, para aprovechar al máximo los tórridos rayos del sol. Consistía en una gran explanada de campo que se abría en la linde del bosque y por un lado tenía un arroyo por el que siempre bajaba agua. En verano era apenas un modesto curso pero en primavera, con el deshielo, se convertía en un violento torrente de aguas impetuosas. La experiencia les había enseñado cómo hacer que las aguas se remansaran haciendo una especie de balsa con piedras, troncos, ramas y barro; hecho que les había permitido controlar a la naturaleza. Las crecidas del río ya no eran tan peligrosas como antes.

Lo más llamativo de la zona eran las diversas grutas que se abrían en la ladera del monte, destacando sobre todo una enorme que servía de refugio a todos durante los meses del largo invierno. Otras, de menor tamaño, las utilizaban para guardar y almacenar los distintos enseres y vituallas de los que se proveían a lo largo de la temporada: pescado seco, madera, cereales que habían empezado a cultivar, pieles de los distintos animales que cazaban y curtían.

La temporada cálida era un auténtico no parar. Era una carrera contra el tiempo, buscando almacenar lo más posible para mitigar la escasez y el frío de los meses del crudo y largo invierno. Los hombres organizaban partidas de caza, el bosque era pródigo en ella, ciervos, venados, cabras, caballos. Eran expertos cazadores que seguían a las manadas durante días hasta que se ponían a tiro de sus azagayas y hondas. Los jóvenes aprendían con la pesca, elaborando trampas con cáñamos entrelazados o arpones con palos afilados.

Los más pequeños se subían a los árboles para recoger sus frutos y también huevos de pájaros. O revolvían entre sus raíces para recoger semillas, tubérculos, insectos y pequeños roedores o reptiles.

Las mujeres recogían leña y cuidaban de los más pequeños; también molían el grano. Habían aprendido a sembrar cereales. Se habían dado cuenta de que los granos que recolectaban de las plantas salvajes podían germinar allí donde habían caído. Y así no tenían que darse grandes caminatas para recoger el preciado cereal.

Cada cosa que les rodeaba tenía su valor: la vida era dura pero la naturaleza se encargaba de brindarles todos los recursos.

Formaban una comunidad próspera. Todos se reunían en grupos más o menos numerosos. Habían aprendido a realizar trabajo en equipo, todos eran igual de indispensables y no había jerarquía.

Bueno, sí. Estaban el jefe y el chamán.

2

En este caso era una mujer, una chamana, una mujer sagrada que entendía la simbología de la naturaleza, de los astros y de las estaciones. La que decía cuándo había que ir de caza o cuándo debían sembrarse los granos. Ella había descubierto que de un grano enterrado podía salir una planta que diese otros muchos granos. Al principio los había sembrado en la orilla del río, donde la tierra era más blanda; durante varias temporadas todo fue muy bien hasta que una crecida inesperada arrasó el cultivo. Entonces lo trasladó a una zona donde las torrenteras de la montaña proporcionaban abundante agua. Con un palo de punta afilada hacía un pequeño agujero en el suelo e introducía la semilla. El tiempo hacía el resto. Cuando salían las plantas los niños más pequeños se encargaban de vigilar que los pájaros, roedores y demás alimañas no se las comiesen.

La chamana también se encargaba de la sanación. Entendía de la compostura de los huesos. Había visto muchas veces cómo los cazadores, al caerse o ser atacados por las bestias, se rompían los huesos y estos hacían relieve en la carne deformando la extremidad; entonces los aseguraba con unas tiras de cuero o los inmovilizaba con unos palos y al poco tiempo recuperaban algo de su función, a veces ni se notaba o solo quedaba una deformidad. Otras veces, los huesos perforaban la piel y aparecían sanguinolentos y afilados por el exterior. En estos casos, por mucho que se afanase, no había nada que hacer: la fiebre, la inapetencia, la postración y el dolor terminaban con su vida.

Pero no solo arreglaba a los accidentados. También se ocupaba de los partos. Preparaba tisanas a las parturientas y las ayudaba en ese trance. Incluso, a veces, ella misma extraía al pequeño cuando venía en una postura de mal designio. Cuando el tótem del padre tenía que luchar con el de la madre en las entrañas de la mujer. Ella metía la mano en el interior de la madre y lo sacaba. Había veces que la lucha de los tótems era tan violenta que generaba a dos pequeños seres cuyos sexos indicaban cuál había sido el vencedor. Una vez atendió a una mujer de cuyo cuerpo salieron cuatro criaturas, pero tan debilitadas que fallecieron al poco tiempo; tampoco la madre sobrevivió. Cuando nacía un ser deforme tenía que enterrarlo deprisa y corriendo, bien lejos del poblado, para no atraer la furia de la naturaleza.

Conocía el secreto de algunas plantas, sus propiedades y poderes, cómo podían aliviar la calentura del cuerpo que expresaba la debilidad del tótem, cómo podían hacer que una herida dejase de sangrar y cicatrizase. Las plantas también podían evitar que el cuerpo se deshiciese por dentro y saliese a chorros, en forma de fluidos y líquidos por los orificios, y que de ese modo el tótem no se escapara.

Aquella mujer sagrada tenía remedios para todo. Cuando podía salía a recoger todos los productos al bosque, que era su proveedor natural: musgos y líquenes y se encargaba de secarlos o mantenerlos frescos según su uso; recolectaba hierbas de todo tipo, hojas de determinados árboles, plantas espinosas, otras que picaban e irritaban la piel que tocaban… También cogía sanguijuelas o determinadas hormigas con las que hacía un emplasto: las machacaba y mezclaba con polvos de minerales triturados. O bien savia y resina de los árboles, miel y cera de las abejas, pétalos de flores, un sinfín de productos que luego ella se encargaba de elaborar y mezclar de forma apropiada.

¿Pero cómo había llegado a ser chamana? ¿Quién le había enseñado aquel sagrado oficio? ¿Cuál era su tótem?

3

Ella era distinta. No era del clan.

La había encontrado una partida de caza cuando era una niña. Estaba junto al cadáver de quien debía de ser su madre. Unos lobos se estaban dando un festín a su costa. La pequeña, semiinconsciente y aturdida, se encontraba entre la manada que curiosamente, no le había hecho ningún daño. Las bestias la apartaban con el hocico, como dándole cabezazos, mientras devoraban por turnos el cuerpo de su madre. Incluso alguno de los animales le lamía las manos y la cara.

Los cazadores se la llevaron y la tribu la adoptó. Era un buen augurio. Una niña desvalida respetada por los lobos tenía que ser especial. Fue entregada a la familia del hechicero, que pronto comprendió sus dotes innatas y se dedicó a cultivarlas, a acrecentarlas después y, finalmente, a aprender de la intuición que adquirió, una vez que creció y se hizo mujer.

No encontró compañero. Ningún hombre creía tener un tótem tan fuerte para competir con el de ella. ¿Cómo, si no, hubiese podido estar con los lobos sin sufrir el menor daño?

Además, un día, en el bosque, encontró a dos lobeznos recién nacidos y se los llevó al poblado. Pronto se convirtieron en su sombra, iban siempre detrás de ella, jugaban y saltaban a su alrededor. Parecía mentira que unas bestias tan letales pudiesen provenir de unos cachorros tan indefensos y juguetones. Aprendieron a convivir con el resto de la tribu y con el tiempo la acompañaron a todas partes. Eran su seña de identidad y también sus protectores: la defendían de otras alimañas del bosque e incluso cazaban para ella.

Era la protegida del chamán y del jefe de la tribu. No le faltaba de nada. Era querida, respetada e incluso temida por todos. Este hecho fue determinante en su vida: le dio la libertad de aprender, de experimentar, de ensayar nuevos remedios y todo ello, unido a su intuición y a sus conocimientos, hizo que pronto se extendiese su fama y prestigio a otros valles y a otras comunidades.

Componía huesos, curaba heridas y atendía partos. Ella era la encargada de cortar el cordón umbilical y extraer la placenta del cuerpo de la madre según la tradición. Pronto se las compuso para expulsar a los malos espíritus de los cuerpos de los hombres; hacía desaparecer las calenturas, las pústulas que descomponían la carne, las hinchazones de los vientres y las toses del invierno que impedían respirar y asfixiaban a los que las padecían. Conocía los cánticos y los sahumerios, así como los movimientos y bailes rituales que acompañaban a sus conocimientos y los impregnaban de acierto.

Recordaba la primera amputación que hizo, de un dedo de la mano, a un cazador. Lo tenía aplastado por un pedrusco. Estaba hinchado y supuraba. Tras unos días de aplicar ungüentos y hierbas, decidió cortarlo por lo sano. Y al poco tiempo el cazador volvió a dedicarse a la caza.

No fue la única vez: en otra ocasión, amputó un brazo por encima del codo. Una fiera había atacado a una mujer, que tenía el brazo hecho jirones. No se lo pensó y con una hachuela seccionó la parte del hueso que todavía se encontraba unida al resto del miembro y los jirones de tendón, piel y músculos.

Todo lo trataba y, muchas cosas, las curaba.

4

Así comenzó su leyenda.

El poblado donde vivían desde hacía muchas generaciones se fue haciendo cada vez más grande. Muchos viajeros acudían bien por la fama de la sanadora, para recibir sus servicios, bien para hacer trueques de provisiones, manufacturas y materiales en el asentamiento.

Apareció así otro tipo de prosperidad, la que viene acompañada del conocimiento y del intercambio con otras gentes y otros pueblos.

Eran una comunidad pacífica y trabajadora. Pronto aprendieron el secreto de la alfarería y del curtido para mejorar el almacenamiento de sus productos: así, guardaban los cereales en vasijas hechas de barro o sacos de pieles. También consiguieron aprender a domesticar a los animales.

Todo esto originó prosperidad, mayor comodidad, mejor calidad de vida y una mayor longevidad de las persona; esta trajo consigo la vejez y la debilidad de los que la padecían. El espíritu de la tribu era solidario. De forma innata cuidaban de los débiles, primero de los niños, luego de los dolientes y finalmente de los ancianos e inválidos. De todo esto también se ocupaba la sanadora. Les preparaba tisanas que mejoraban su cuerpo, emplastos para los dolores y los alimentaba con caldo de huesos. La grasa del tuétano era una gran reconstituyente.

Aquella mujer era muy respetada. Tenía ese comportamiento de la gente que se sabe poderosa. No era déspota ni soberbia. Simplemente, lograba lo que quería. Una choza más grande para aquellos a quienes atendía. La carne más tierna para los que no podían masticar. Más leña para su fuego. Brazos robustos para ayudarla a cargar sus sacos con los remedios. Todo, absolutamente todo, le era concedido.

5

Nunca olvidaría aquel día, cuando le trajeron a aquel cazador. Persiguiendo a una pieza se había resbalado y había caído montaña abajo. Le llevaban en unas parihuelas improvisadas. Tenía varios huesos rotos pero lo peor era el golpe que se había dado en la cabeza. Llevaba la frente, parte de la cara y la parte superior del cráneo deformada por la cantidad de sangre que, aunque pugnaba por salir, no lo conseguía.

El hombre estaba dormido y era imposible despertarle. Solo respiraba, el aire entraba por su boca y nariz y expandía su pecho. Vivía. Su espíritu no le había abandonado.

Lo primero fue tratar de componer los huesos rotos, aplicar la grasa de caballo de forma enérgica por las zonas deformadas como había hecho en multitud de otras ocasiones y luego atar tiras de piel y cuero sobre los miembros deformados.

Pero una vez terminado todo esto, le miro la cabeza, palpó su piel y notó que los tejidos estaban blandos. Ahí donde el golpe había sido más fuerte la carne y la piel se sentían más blandas y fláccidas. Mientras acariciaba al herido se le ocurrió que tal vez los malos espíritus de la caza que habían propiciado su caída, quisieran salir. Habría que ayudarlos. Pero, ¿cómo iba a hacerlo?

La piel estaba muy blanda y fofa. No se tocaba el hueso, que debía estar justo por debajo del pelo. Tomó una caña muy afilada, de las que se usaban para cortar las tiras de carne cuando se preparaban para dejarlas secar al sol. Con decisión cortó una amplia zona de piel por donde se notaba la fluctuación, en la frente, entre el ojo y la oreja. A la vez que cortaba, apretaba la zona y de pronto salió de ella una gran cantidad de líquido oscuro y denso. No parecía sangre; la sangre era roja. Esto era casi negro y de una textura muy espesa. Era el mal espíritu de la caza, el que había propiciado la caída. Una vez que no quedó rastro de esos espíritus en forma de fluidos negros, aplicó sobre la piel un emplasto y cubrió su cabeza con pieles, ceniza y las hierbas habituales que empleaba para tapar las heridas. Al final del ritual, el cazador abrió los ojos. En pocos días desapareció el mal que le aquejaba en la cabeza y su aspecto mejoró ostensiblemente. Lástima que las otras heridas y magulladuras le produjesen la muerte tiempo después.

Pero algo había aprendido. Manipular la carne para expulsar a los espíritus era algo necesario, incluso imprescindible, en ocasiones. Ahora tenía que aplicar lo que había hecho en todos los bultos blandos que tenían los dolientes.

Pronto depuró la técnica. Se dio cuenta de que los tejidos y la carne no eran uno solo, sino que estaban compartimentados. Aprendió de los animales que descuartizaba y desollaba que los músculos, esas masas de carne que se comían, estaban puestos en grupos, y separados entre sí por unos pellejos, y que en las heridas todo eso se desorganizaba. Siempre era mejor expulsar primero los fluidos oscuros de las heridas, y después apretarlas con pieles o tiras de cuero.

La siguiente ocasión que atendió a otro cazador con un fuerte golpe en la cabeza se acordó de lo que tenía que hacer. Había que expulsar los fluidos junto con los malos espíritus, solo que esta vez no había señales de fluidos. Una vez que el hombre se curó de las diversas heridas del cuerpo, permaneció postrado, con los ojos semicerrados, dormido pero despierto, sin poder moverse, no comía. Su gesto de dolor lo decía todo; se llevaba las manos a la cabeza, allí donde había recibido el impacto. Estaba muerto pero seguía respirando. Los malos espíritus permanecían en su interior, latiendo por debajo del hueso. Pero, ¿cómo podría sacarlos? ¿Cómo expulsar a un espíritu del interior de la cabeza?

Lo había probado ya todo, los emplastos y las tisanas, las hierbas. Le había hecho varios cortes en la cabeza, allí donde el cazador se señalaba como el punto más doloroso. Había probado todos los recursos. Los cánticos, letanías y bailes no surtían efecto. Había que proceder de otra forma.

Lo primero sería delimitar bien donde se encontraba el mal. En qué parte de la cabeza estaba viviendo el espíritu para poder expulsarlo de allí. Hizo que sujetasen al herido. Lo ataron con correas a un poste clavado en el suelo, le inmovilizaron la cabeza y, una vez quieto, le fue golpeando la cabeza con los palillos del tamboril que usaba en sus conjuros. Le fue dando golpecitos por toda la cabeza, muy despacio, de forma suave. Le había rapado el pelo, e igual que hacía cuando tocaba el cuero del tamboril, iba tanteando toda la superficie hasta oír el cambio de tonalidad. Había un punto de la cabeza que sonaba distinto, menos ahuecado, menos cavernoso que las zonas de alrededor. Allí tenía que vivir el espíritu.

Preparó un emplasto; con cuidado pero con decisión, cortó la piel con una amplia hendidura hasta dejar el hueso de la cabeza al descubierto. Una vez hecho esto, tomó un punzón y ayudada de un percutor a modo de martillo fue golpeando con decisión y precisión todo el contorno hasta que una parte del hueso se desprendió. Inmediatamente una gran cantidad de líquido oscuro y espeso salió por el agujero. Tapó con el trozo de hueso extraído, lo volvió a cubrir con el colgajo de piel y aplicó una buena cantidad del preparado hecho con las hierbas maceradas, para terminar apretando bien fuerte la cabeza con tiras de cuero y pieles.

Le dejaron desnudo sobre las piedras del interior de la caverna y esperaron. El resto era cosa de su tótem.

Nadie se extrañó cuando unos días después el herido abrió los ojos. Entre dos le sentaron y le dieron de comer y de beber. En poco tiempo estuvo en disposición de realizar sus tareas habituales.

Cómo lo había hecho era un misterio para toda la tribu. Esta hazaña la convirtió en la sanadora más importante de todos los contornos. Le propició un puesto importante en el consejo de clanes que se celebraba periódicamente y a donde acudían los jefes y los principales guerreros, cazadores y chamanes de todos los asentamientos de la zona. Ahí se contaban historias, se relataban nuevas maneras de cazar a las bestias, se mostraban nuevas armas y se enseñaba sobre cómo usarlas. Los chamanes intercambiaban sus conocimientos, sus remedios y las técnicas y los rituales que empleaban. Pero ella era la principal. La más respetada. Cuando ella hablaba, todos callaban.

La técnica de sacar a los malos espíritus de la cabeza fue compartida y pronto fue mejorada: en lugar de un punzón y un percutor, utilizó un rudimentario compás que, al dar vueltas, iba limando el hueso.

En una de esas reuniones le trajeron a un niño pequeño, tenía la cabeza deformada, tan grande que apenas podía mantenerla sobre sus hombros. Para lo mayor que era, aún no había aprendido a caminar. Ya desde que nació presentaba esa deformidad. Era el hijo del jefe y eso había evitado que se deshiciesen de él nada más nacer, pero no había manera de sanarlo. Habían empleado todos los remedios y rituales conocidos y el pequeño no solo no respondía, sino que cada vez estaba más débil.

Enseguida se dio cuenta de que los huesos de la cabeza estaban muy separados y allí donde tenían que juntarse, la piel estaba

abombada y en tensión. Se notaba nada más tocar sobre esa zona. No era necesario abrir el hueso para llegar al interior y expulsar a los espíritus. Cortaría la piel e introduciría el más fino canutillo de caña que pudiese encontrar. Incluso podría introducir varias espigas por las distintas zonas de la cabeza que todavía no se habían endurecido.

Efectivamente, con esa técnica hizo brotar un líquido claro, cristalino, que gota a gota fue manando por el extremo de los cañizos. Cuando no salió más, dio de beber ese líquido al pequeño. Era tan claro y tan limpio que no podía ser un mal espíritu; forzosamente tenía que ser parte de su tótem. Tal vez había nacido en una noche sin luna y la hinchazón y la palidez de su cabeza simulasen la del astro.

El caso es que al poco tiempo el niño cambió. Le adoptó para cuidarle mejor; y vio cómo, con el tiempo, iba creciendo y desarrollándose. Periódicamente tenía que volver a extraerle ese líquido de su cabeza para mantener un crecimiento normal.

El padre del chico estaba muy satisfecho. Nadie podría decir que su hijo no fuese querido por la naturaleza como los otros chicos de su edad. Su tótem le protegería; quizá no fuese un tótem muy fuerte, pero era suficiente.

Lástima que se ahogase en el rio cuando se cayó en él un día, mientras estaba pescando. Era poco más que un muchacho y seguía siendo bastante torpe.

ANEXO

Es difícil determinar cuál fue el primer acto médico de la humanidad. Sin embargo tiene que estar ligado a la vida. Al primer momento de la vida, al nacimiento. En este contexto, los alumbramientos, según lo que nos cuentan las culturas primitivas de la actualidad, se llevaban con una cierta discreción. La mujer solía abandonar el grupo y parir en un sitio tranquilo. Esta costumbre iría modificándose con el concepto de grupo, tribu, o asentamiento humano.

Y en este sentido, una vez que la parturienta fuese asistida por otras personas, aparece el primer acto médico concreto: el que corresponde al corte del cordón umbilical. Y posiblemente, este primer acto médico fuese realizado por una mujer ayudando a otra mujer.

En descubrimientos arqueológicos se han encontrado restos de huesos que han consolidado después de una fractura: esta consolidación y el tipo de hueso afectado indican claramente que había una preocupación del grupo por el doliente, una solidaridad de la tribu, que cuidaba del herido hasta su sanación.

La trepanación ha sido una técnica conocida desde la más remota antigüedad. Han aparecido cráneos con marcas de trepanación e, incluso, el trozo y los bordes del hueso trepanado habían iniciado su cicatrización y consolidación, pues se veían en los bordes del hueso fracturado zonas de reparación ósea, lo cual sería una indicación de la supervivencia del trepanado.

En culturas tan dispares como la precolombina o en el antiguo Egipto se han hallado cráneos deformados, abombados y con cicatrices de trepanación, que bien podrían atribuirse a intentos conseguidos de tratamiento de hidrocefalias. La costumbre de deformar los cráneos desde la infancia a los principales del grupo puede, en ocasiones, dificultar el drenaje del líquido cefalorraquídeo y producir una hidrocefalia obstructiva. También se podrían haber producido por un traumatismo o una hemorragia intracraneal, que en aquella época debían ser bastante frecuentes.

2Comments

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  1. 1
    Freddy Laffita

    Me ha encantado.
    Quizás es un «asunto» de sincronicidad.
    Hace poco tiempo terminé un mini ensayo acerca de una obra poética, y me llamaba la atención cómo se ha ido apartando la descripción muy sutilmente de la narración contemporánea.
    Quizás es idea mía.
    Me ha encantado cómo aquí la descripción (tanto del paisaje como de las acciones) es el centro, y la narración es una columna muy difuminada en el fondo.
    Creo que desde el inicio me imaginé que estaba degustando una crónica, la sospecha se me hace cristalina al final: si, algo de crónica mezclado magistralmente con el puro relato.
    En pocas palabras, me encantó la coherencia del «relato», esa coherencia que consistiría en que el narrador está siendo cristalino hasta en la expectativa que te puedes hacer del final (y aún así, no lo regala).
    ¿Podría decir, no se sabe por qué razón, que en algún momento me sentí como cuando leí «Los Conquistadores del Fuego»?
    Algo para infantes se siente, o quizás para poetas interesados en el sabor de las palabras. Son sonoras, bien colocadas.
    Es mi opinión. Mañana revisaré lo que acabo de escribir.
    Pero quería felicitarlo, maestro.
    A veces es tan sencillo como así su «narración».
    O precisamente de hacerlo parecer sencillo, aún con el esfuerzo de mezclar tantas técnicas.
    ¡Saludos!

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