martes, diciembre 5 2023

ACUARIO by Nohelia ALFONSO

Imagen tomada de Google

Yo nací el uno de febrero de 1980. Soy acuario. Pero nunca había creído esas patrañas sobre el horóscopo hasta que conocí a Carla. Ella, curiosamente, también era acuario. Me dijo que yo había nacido un martes, y que eso era síntoma inequívoco de que tenía ante sí a todo un procrastinador. Primero me reí incrédulo. Pero… qué diantres, ¡era cierto! Mi siguiente pensamiento fue que los adivinos siempre usan los llamados «lugares comunes» para, efectivamente, «adivinar» algo sin conocer a la persona. ¿No procrastinamos todos en algún momento? Y cualquiera puede mirar un calendario para saber una fecha. Seguro que tras aquellos faldones sedosos de la mesa camilla en que nos sentábamos había uno. Lo siguiente ya dejó más que claro que aquella parafernalia de feria no era más que eso, un espectáculo saca dineros. ¿Que mi padre había huido ese uno de febrero del ochenta? ¡Para nada! Murió en un accidente de tráfico tratando de llegar al pequeño hospital cántabro donde nací y nunca nos conocimos, desgraciadamente. ¡Menudo timo!  ¿Pero de qué me extrañaba? Si yo no quería entrar porque me parecía una chorrada, era Nando el que quería saber si en su cumpleaños, que era en dos días, le iban a regalar o no una Game Boy. Mi colega y yo teníamos ideas muy distintas de lo que eran la aventura y el misterio. Entrar en la cabina de una «poderosa psique» en una feria ambulante no era para mí ni remotamente misterioso. Pero qué más había que hacer en verano en nuestro pueblo. 

Fernando tenía las Mates para septiembre, cosa que «adivinó» la pitonisa, y la condición para obtener la dichosa consola era aprobarlas todas en junio. ¡Pero su mamaíta no podía hacerle eso! Y según la adivina, en dos días tendría su Súper Mario.

Lo realmente perturbador fue lo que me dijo a mí después al leerme la mano: «Me amarás y nunca me tendrás». ¿Se lo diría a todos? Se tenía en poca estima la chica… Tampoco era para tanto y además era una mentirosa y me sacaba unos diez años.

El caso es que al finalizar la tarde, tras burlarnos de aquella birria de oráculo, ya de regreso a casa, un hombre nos paró en mitad de la calle. Quería saber si yo era Daniel Allende. Me dijo que era mi padre.

El interrogatorio materno durante la cena fue intenso. Confesó la verdad. Que me había mentido para protegerme, que si tú no sabes lo que es ser madre soltera, que si yo no quería que te llamaran bastardo o te creyeras abandonado, que lo mejor para eso era un padre difunto, que si para qué iba a decirme nada luego si yo era feliz, que si qué se yo, hijo, lo hice lo mejor que supe, que si qué más te ha dicho ese hijo de…

Le relaté el chico-conoce-a-padre-supuestamente-muerto al detalle, pero para ella ningún dato era suficiente y el interrogatorio se dio la vuelta. Que si y eso te lo dijo mirándote a los ojos el muy… que si cómo se atrevía a llevar a dos menores a un bar, que si quién nos vio, que si vaya rata, dos míseros bocadillos, pensará compensar así la pensión que no me pagó… Y yo la oía como oye ella las noticias a la hora de la siesta. Solo podía pensar en la maldita adivina y en cómo diablos conocía ella un secreto tan bien guardado. No podía ser casualidad. ¿O podía?

Esa noche, por supuesto, volví a la feria descolgándome por el canalón que había junto a la ventana de mi cuarto. Aquella tía tenía que haberle sacado la pasta a mi padre con alguna predicción estúpida de futuro. Esa era la razón de que supiera tanto. Ni más ni menos. Pero necesitaba confirmarlo. 

No hará falta decir que cuando llegué, los feriantes habían recogido sus bártulos y se habían esfumado. Ni que en el cumpleaños de Nandito comprobé, atónito, que tras aquel papel de regalo de los Caballeros del Zodiaco había una Game Boy con el Súper Mario Bros. 

Mi madre y yo llegamos a un acuerdo con mi padre: podría verme una vez al mes. Era un hombrecillo triste con gafas de moldura de aviador. Me enseñó a jugar al ajedrez y a afilar los lapiceros a navaja, y me llevaba a su barbero para que me igualara las patillas. Todavía no había barba que afeitar, pero yo estaba particularmente orgulloso de la sombra que dibujaba la pelusilla de mi bigote incipiente. Y era agradable ir a la barbería. Era agradable ir con él. Me dio a probar la cerveza, y me pagó la matrícula de la universidad. Con el tiempo dejó de parecerme un hombrecillo triste. De hecho, era una persona nueva. Ambos lo éramos.

El día de mi graduación quedamos para cenar. Él aprovechó para traer compañía, supongo que para alardear de hijo universitario, lo que me parecía estupendo. Era una mujer joven que me presentó como su novia. Se me cuajó el corazón cuando me dijo que se llamaba Carla y era adivina.

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