By Alicia Trujillo
El malestar comenzó desde el mediodía cuando su jefe le cerró en las narices las puertas del comité directivo para abrírselas a un crío con mucho apellido y poca experiencia. Se apretó la mandíbula con todas sus fuerzas, las manos le sudaban, su frente ardía. Pero no pudo hacer nada. En el pasado le era más fácil gestionar ciertas sensaciones, como la irritación que le invadió de pequeño cuando su hermana le daba cuerda una y otra vez a su muñeca bailarina de la que salía una melodía espantosa, monótona, que parecía no tener fin. Le arrancó la cabeza a la figura con los dientes. Su hermana no volvió a usar ningún juguete musical, pero más adelante le compraron una gata que tuvo una cría. Su maullido de madrugada le perforaba el cráneo. Cogió el palo de la escoba y la reventó a golpes. Sin embargo, con su jefe debía mantener la cabeza fría. Las variables implicadas eran demasiado complejas. Lo que no se imaginó era lo difícil que le resultaría mantener el control pocas horas después.
Su mujer lo esperaba (como era habitual) con la cena casi hecha, la mesa puesta y una cerveza bien fría. Por supuesto que ese día él no estaba de humor para fingir la sonrisa de siempre, hablar de trivialidades mientras ella fregaba o siquiera para mirarla. «Por qué estás tan callado, ¿ha ido mal el trabajo?». Se lo terminó contando y subió a ducharse, no había más que decir sobre el tema. Su mujer no lo pensó así, corrió tras él con cara suplicante. «Tenía que comunicarse con ella, nunca expresaba sus emociones, no era sano. El matrimonio estaba para apoyarse mutuamente», le decía del otro lado de la ducha. Él la ignoró por completo. Ella rompió a llorar. La furia que arrastraba desde la mañana iba en aumento, si algo no soportaba era la cara de víctima que ponía cuando le corrían las lágrimas, tan patética se veía, cómo no se daba cuenta. La aportó con su brazo, apagó la luz del cuarto y se metió en la cama. Se sorprendió a sí mismo de la compostura que mantuvo cuando ella encendió el interruptor para tratar (una vez más) de que hablaran. Respiró hondo, y de la forma más sutil de la que fue capaz le exigió que la volviese a apagar. Hizo caso. Se metió en la cama. No pasaron ni dos minutos y empezó a acariciarle con sus dedos la espalda hasta subir a su cabeza. «Todo va a estar bien, cariño, otra empresa sabrá ver lo que vales». No supo si fue la tonalidad de su voz intoxicada de lástima, el tacto de sus hinchados y ásperos dedos o la combinación de ambas, lo que hizo que le cegara la ira y la estrangulara hasta dejarla sin vida. Fue todo muy rápido. La tensión acumulada se fue de su cuerpo a la vez que la respiración de su mujer.
Pensó en lo molesto que sería deshacerse del cadáver, no era tan sencillo como con la cría de gata, que solo tuvo que meter en una bolsa de plástico y tirar al contenedor de la basura de la calle de enfrente. La situación era distinta. Las variables implicadas eran más complejas.