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ORA ET LABORA by José Carlos Pena

Imagen aportada por el autor

Un automóvil se detuvo delante del cuartel, el guardia de puertas entró y dirigiéndose a mi padre dijo:

-A sus órdenes, acaba de llegar Don Pedro.

Don Pedro era un próspero industrial del pueblo donde se hallaba destinado mi padre. En la comarca sólo había dos o tres coches. A finales de los cincuenta sólo los potentados los tenían. El autobús de línea no era muy cómodo y tardaba mucho en hacer el trayecto a la capital. Mi madre llevaba en brazos a mi hermana de meses. Para mí, con siete años, aquello era una aventura y estaba encantado. Por supuesto me habían advertido, en casa, que me portara bien, que no me moviera. Pese a ello era uno de los días más felices del tiempo que residimos en aquel el pueblo, aparte del de la primera Comunión.

Mi padre y Don Pedro nos ayudaron a acomodarnos en los asientos traseros y el coche enfiló la carretera secundaria flanqueada por álamos y olmos de troncos encalados. Desde mi posición parecía que los árboles se abrían a nuestro paso y las copas, repletas de hojas primaverales, se cerraban formando una bóveda verde como una guardia de honor.

El ruido del motor era monótono y regular lo que invitaba al sueño. Lo último que percibí es que mi madre le daba conversación al conductor para que no se durmiera, decía ella.

Me despertó un movimiento brusco. El coche se detuvo y al poco:

-Señora hemos pinchado, deben bajarse para que pueda cambiar la rueda.

A mí me hizo ilusión el contratiempo, nunca había visto ese tipo de maniobra y más cuando Don Pedro dijo que iba a sacar el gato.

—¡Mamá va a sacar el gato! ¡Don Pedro tiene un gato en el maletero! Grité.

—¿Dónde está el gato? Pregunté intrigado.

—A esto se le llama el gato del coche, —respondió, mostrándome un artilugio de hierro. Por primera vez supe que una misma palabra puede usarse para denominar cosas muy diferentes. Pero a día de hoy, aún no sé porque a eso se le llama gato.

El buen hombre se despojó de la chaqueta y en mangas de camisa procedió a la fastidiosa labor. Se notaba que aquellas ruedas hacía tiempo que no se habían desmontado y le era muy difícil aflojar las tuercas. Al rato estaban todas fuera salvo una rebelde. Alguna interjección ininteligible acompañaba sus esfuerzos. Cambiaba de herramienta intentando doblegar a la condenada tuerca.

Mi madre se mostraba cada vez más preocupada dado el poco avance conseguido y el que por la solitaria carretera no aparecía ningún otro vehículo que nos pudiera auxiliar. La tarde iba atenuando la luz del sol y en su cara se veía el temor de que anocheciera sin posibilidad de dar ningún tipo de aviso.

Para entonces estábamos apoyados en el pretil de un puente que servía para sortear un riachuelo.

En un momento determinado, y por sorpresa, el perno cedió y soltó su tuerca. Finalizada la operación volvimos a ocupar nuestros asientos.

Don Pedro se limpió las manos de la suciedad con un poco de agua del arroyo, se puso su chaqueta y con la manivela de arranque, que entonces tenían los coches, puso en marcha el motor que de nuevo ronroneó agradecido. Luego se sentó en el asiento del conductor y girándose hacia mi madre dijo:

—¡Señora usted estaba rezando!

Mi madre por toda respuesta le devolvió una amplia sonrisa y de nuevo los árboles nos hicieron el arco de honor.

JCP hacia 1957

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