
LO DEJAMOS
Tras un mes y medio de primavera, las acacias del parque tienen sus ramas repletas de flores amarillas; las jacarandas, de violetas, y en el suelo se mezclan ambas en una macedonia azucarada y olorosa que brinda un festín a las abejas. Ana, sentada en un banco, las mira sin verlas; sus pensamientos están en otra floración, la de color rosa intenso que se ha producido en el test de embarazo. Ya lo sabía. Solo tenía la absurda esperanza de que no fuera cierto, de que el retraso de dos semanas, la hinchazón de los pechos, y ese malestar indefinido al levantarse, fueran producto del tiempo, tan cambiante en primavera, del estrés por el final de curso… Hoy se le han acabado las pueriles excusas, tiene que afrontar la realidad, pero no sabe por dónde, pues las frases de Lucas la asaltan como martillazos: mañana mismo te lo haces; tan lapidarias: si sale un puto positivo yo no lo quiero; señalándose a sí mismo para que no hubiera dudas: yo no quiero hijos, lo sabes de sobra; desterrándola de su hasta entonces complicidad: lo dejamos; frases que, a modo de una niebla grumosa le impiden enhebrar cualquier otro pensamiento. ¿Que lo dejamos? ¿Qué significa que lo dejamos? Se preguntó en el bar frente a las dos tazas de café vacías. Que lo dejamos… Y miró la espalda de Lucas, mezclada ya con el resto de espaldas desconocidas del paseo, mientras se repetía mecánicamente la pregunta como si estuviera ensayando una escena: el galán joven le dice a la actriz joven: «No quiero hijos»; y alzando la mano hacia el patio de butacas declama: «Ahí fuera me espera una vida apasionante, un hijo es un estorbo». Y la chica pensativa sigue removiendo la cucharilla dentro de la taza, para intentar que ese sonido enmascare las odiosas palabras del galán. Pero no fue un joven actor, sino Lucas el que le dio la réplica en la escena del bar: Significa que si no abortas, no seguimos, está jodidamente claro: tú decides, si lo quieres, lo tienes sola.
La mañana va pasando y el parque llenándose de niños. A su lado se sienta una madre joven con un bebé que da pasitos rápidos, levanta las manos para equilibrarse y cae al albero, pero no llora, sino ríe, porque ese es el juego: caer y levantar su culo engordado por los pañales, para volver a tambalearse en un amago de carrera. La madre intenta limpiarle las manitas cada vez que cae, pero él solo quiere averiguar lo que ocurre cuando echa un pie hacia delante después del otro. A Ana le hace gracia la emoción que le produce algo tan sencillo como andar, los dos dientes que le aparecen cada vez que sonríe, el culo bamboleante, su torpeza… Observa a la chica; es más o menos de su edad, tiene el pelo mal recogido, una camiseta y vaqueros anchos que no disimulan la barriguita flácida, y los ojos cansados. Pero Ana envidia su sonrisa de felicidad cada vez que se lo come a besos antes de bajarlo al suelo. Al rato aparece una señora arrastrando un carrito de la compra. El niño le echa los bracitos y ella le chilla exageradas palabras de cariño. Ambas se enfrascan en una conversación sobre lo que la evidente abuela le ha comprado en el supermercado, lo que puede hacerle de comer hoy, lo que debe incluirle en la dieta para que se vaya acostumbrando… una organización doméstica que a Ana le parece dificilísima: ella nunca podrá cuidar de un bebé, y tampoco ve a su madre muy dispuesta a ayudarla con la compra y la comida… Mientras las dos mujeres ordenan el carrito, el niño aprovecha su descuido para dar una carrera; se aleja más de lo permitido, riendo consciente de su travesura, hasta llegar a la fuente donde la niña de cerámica sigue ofreciendo agua. La madre lo mira angustiada; Ana sin dudarlo se levanta, corre hasta él, lo coge de las manitas y lo lleva hasta las dos mujeres. Gracias, y la sonrisa de la chica es una invitación a hacerle algunas preguntas convencionales: ¿qué edad tiene el bebé?, ¿cómo se llama?; y a reservarse otras que le interesan mucho más pero que sabe inapropiadas para una desconocida: ¿puedes trabajar o estudiar cuidando el niño?, ¿a tu pareja le gusta ser padre?, y la más importante de todas: ¿te has arrepentido alguna vez de haberlo tenido?
El sol sigue su camino. Ya es hora de volver a casa, de enfrentarse a sus padres, a Lucas... Sale del parque. Un viento del sur zarandea las ramas de las jacarandas que vierten más flores lilas al suelo. Ana las pisa despacio cuidando donde pone cada pie para no resbalar, como si estuviera aprendiendo a andar. Como el bebé. Aunque él tiene más valentía que tengo yo ahora mismo, piensa. ¿Se le pide ser valiente?, ¿ser honrada?, ¿quién se lo pide?, ¿y a quién se lo debe?, ¿a Lucas? Ya sabe que se las entiende, al menos con Patricia, si no con alguna más; ¿al instinto maternal? Le gustan los niños, pero no tanto como a otras que tienen la maternidad híper disparada y saben los hijos que van a tener con nombres incluidos; ¿a sus padres? Su madre no va a ser la abuela menesterosa que ha visto en el parque, y su padre está demasiado absorto con la física cuántica, la pintura, las tertulias, su recuperado amigo Venancio… ¿a su carrera de actriz? Eso sí le duele. El proyecto que se está gestando en la escuela es muy apetecible y no quiere quedarse atrás. Habrá un casting deVideo Martis la semana que viene, los resultados en quince días, se empezará la obra a la vuelta del verano… Habrá más oportunidades, cierto; el año que viene volverán los ojeadores y se harán más películas, cierto… Pero sería como repetir curso, y tiene que demostrarle a sus padres —y quizás a Gil de Biedma, aquel poeta que un día vino a su casa—, que la decisión de ser actriz no ha sido un capricho, y que está dispuesta a sacrificar lo que sea por conseguirla. Si aborta —tan fácil como dice Lucas que es— podría hacer la prueba y, en el maravilloso caso de ser elegida, incorporarse sin problemas. Todo perfecto. Sin olvidar que el embarazo te cambia el cuerpo… Es muy joven para renunciar a la cintura estrecha heredada de su madre, a sus curvas que la hacen tan sexy… ¡Imprescindible!, eso nadie puede negarlo.
¿Qué significa que lo dejamos? La sentencia final vuelve una y otra vez a sus pensamientos como un bucle sin fin: Significa que ya no te volveré a esperar frente a una taza de café, ni veré como te apartas los rizos de la frente, significa que ya no me abrazarás, que no dormiremos juntos, que no lavaré tu ropa ni el plato donde comes, amaré otros hombres que tú no conocerás, no descubriré como son las arrugas en tus ojos, no me verás enfermar, no te veré morir… ¡No! ¡Nosotros jamás podremos dejarnos! Una sonrisa benevolente aflora entre sus pensamientos como si hubiera descubierto un tonto error de cálculo: podrán alejarse, vivir separados, tener otros amantes, pero nunca dejarse. Y lo que crece en su vientre es una parte de Lucas, contiene sus genes, esos donde se registra el pliegue en los labios cuando ríe, el gesto varonil y displicente con que habla, las manos suaves que tanto placer le dan... Se acaricia la barriga, todo eso crecería en su interior… si ella lo permite. Poseer sus genes es poseer una parte de él. Abortar significa matarlo también a él.
Cuando llega a casa, su madre le dice que Lucas ha llamado por lo menos cinco veces, que lo ha notado muy nervioso, que si les pasa algo.
Fragmento de “En el río trenzado”
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