8. Esas risas esos otros cuchillos esa delicadísima penumbra
Los convoqué en el comedor, cuando todo el personal de Lunas de lantano había despejado las mesas tras los desayunos. No tengo que aclararles que dediqué un tiempo a la inspección de sus fisonomías, mientras iban llegando y yo buscaba el ángulo adecuado para que no fisgasen lo de mis pies sin plantas. La materialización era perfecta, por otra parte. Había llegado a esa destreza que Garcilaso alcanzó con el endecasílabo, tras el cursillo de Boscán.
Néstor Juárez, nervioso y malencarado, ocupó toda una mesa amplia al fondo. Eliseo Litti, mínimo pero evidente, criatura de sus propios gestos, ocupaba una mesilla junto al frutero, lleno de mangos y chirimoyas, que me trajo el recuerdo de otros olores deliciosos del mundo (unas trenzas de la pastelería Fantoba, un coñac que me regalaron con la cátedra, unos lomos pegándose a las cubiertas del primer libro en una imprenta de Madrid, allá por el 58). Ifigenia Asdrúbal y Rosa Menuda se sentaban juntas, aparentemente tranquilas, aterciopeladas. Erik Dukas permanecía en pie desde que llegó a la descomunal estancia, más propia para dar de comer a un regimiento que a una nubecilla de literatos (estaba claro el carácter multiusos del comedor). Lucas Manchón llegó el último, tarde sobre la hora que les propuse, preguntándolo todo, ineficaz.
—Imagino que esto es un interrogatorio oficial, inspector… —dejó caer, entre contumaz y vacilante, Dukas.
—…Carreter, querido amigo. Nada de oficialidades, yo estoy aquí para escucharlos.
Tuve el ademán, momentáneo, de arrimarme a la tarima de los platos como quien se apoya en la mesa sobre el estrado del primer día de curso. Casi me desconcentro en mi ejercicio continuo de materialización.
—Habrán recogido ya las oportunas pruebas periciales, supongo… —continuó amasando lava Eliseo Litti, convenientemente escoltado por las cejas de Juárez. Evidentemente, me vi en la necesidad de demostrar que no nadaba en la impostura, que no estaba allí de prestado.
—Todo a su tiempo. De momento solo tengo un cuchillo de trinchar, que es idéntico al que tienen ustedes en cada uno de sus módulos, y la herida abierta en las costillas de Inés Menta.
Para las pruebas periciales, me bastaba con dejarlas sobre el instrumental adecuado. Luego la no materialización y mi omnisciencia –entiendan que presuma de ella cuando no es un mero recurso literario– harían el resto. Podía vagar por los laboratorios más eminentes de la policía científica del país (o incluso de otros países) sin ser visto, cual poeta lírico en los primeros años de su creación. Alguna excepción a esto había. Por ejemplo, la infortunada Inés Menta, lo que me dictó una pregunta colectiva, como al aulario.
—¿Había publicado mucho Inés? —lo dije y sentí como un enrojecimiento interior (los fantasmas no tienen cachetes) que me obligó a apostillar—. No se trata de un capricho filológico, entiéndanme. Necesito saber el contexto…, quiero decir, el trasfondo de la víctima.
—Flor vulnerada era su primer libro de poemas, ¿no lo sabe? —se apresuró a apuntillar Rosa Menuda.
—Un bestseller poético. Ha vendido más de cien mil ejemplares solo en la primera edición. Un caso único entre los becados… —aportó petulante Ifigenia Asdrúbal.
—¿Insinúa, Ifigenia, que la concesión de la beca es errónea?
La poeta social venezolana se encerró en la más dura de las conchas, como reza uno de sus versos más aplaudidos. De hecho, flotó por el comedor un silencio compartimentado, como vertido en estanterías, cada una encerrando las palabras de cada cual de los presentes. Lo rompí con una pregunta directa a Lucas Manchón.
—Tengo entendido que usted, Lucas, fue el último en verla con vida. ¿Bajo qué circunstancias?
Lucas fue directo, rotundo como un párrafo de Delibes.
—Fui a pedirle una lata de caballa.
Yo me vi casi compelido –para romper la tensión– a forzar la guasa, como en el centro mismo del aula magna.
—¿Al natural, en aceite o en escabeche?

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