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C U E R V O S by Brian Martin-Onraët

Necesitaba escapar. La presión del periódico me tenía agotado. Acababa de regresar de una media guerra civil en el Norte, pasando quince días en el “Bush”, para conseguir una entrevista con el jefe rebelde, que obviamente el Gobierno insistía en calificar de “Shifta”: bandido. Apenas había entregado mi artículo, y ya me querían mandar al Sur. Y, por supuesto, tenía que terminar los otros dos artículos atrasados. Era hora de irme de vacaciones. La gran ventaja del periódico, y la única, eran las vacaciones: sin límite, e imprescindibles. Luego, recuperaban hasta sangre, pero, mientras…

     Llegando el lunes, notifiqué al Editor‑en‑Jefe que me iba de vacaciones por una duración indeterminada.

     ‑ ¿Cómo? Pero, ¿cómo te atreves? ¡Acabas de regresar!

     ‑ De trabajar, Jefe. Ahora me voy. De vacaciones.

     ‑ Pero te encanta el “Bush”. ¿Ya no te gustan los “Safaris”?

     ‑ Mira, si hubieras leído mi articulo, te hubieras enterado de las condiciones en que viví la última quincena. Cuatro días en camión militar hacía la zona Turkana. Luego, cuatro días en una choza Pokote (la tribu vecina, te acuerdas), alimentándome de leche cuajada revuelta con sangre de camello. Después fueron tres días caminando hacía el campamento rebelde. Cuando llegamos, casi nos matan por espías por el imbécil de guía que se equivocó de dialecto a la hora de identificarse. ¡Habló Rendille, por Dios! Los enemigos hereditarios de los Turkana… Así que… Me voy de vacaciones.

     ‑ Bueno. Bueno. ¡Ya! Entendí. ¿Adónde vas?

     Vacilé un segundo antes de contestar. No era la primera vez que sabiendo a donde iba, me habían sacado a los tres días para cubrir un evento, ¡”dizque” para regalarme un “scoop”! Pero la contraparte de las vacaciones sin límite, era que el periódico supiera donde estábamos. Suspiré y le dije:

     ‑ Voy a Lamu. Mañana.

     ‑ ¡Ay! ¡Lamu! ¡Excelente! Hace mucho que no hemos hecho nada sobre la costa. ¡Tráeme algo sobre Lamu!

     ‑ Mira, Paul, ¡Yo‑me‑voy‑de‑va‑ca‑cio‑nes!

     ‑ Sí, claro. Lo sé. No tienes que trabajar, ahí. Nada más apuntas todo en tu cabeza, y dictas dos columnas a tu regreso. Ahora. ¿A quién voy a mandar al Sur? Hay que cubrir esos disturbios antes de que se nos acaben.

‑ Pues, ¿por qué no mandas a Simón? Le encantan los disturbios…

      ‑ Excelente. Y con Ustedes dos fuera, yo, voy a poder descansar. ¿Y como te vas? ¿En avión?

     ‑ No. Voy a tomar el tren hacía Mombasa.

     ‑ Perfecto. Me haces una columna sobre la situación en los transportes, también.

     ‑ ¿Qué? ¡Me voy de va‑ca‑cio‑nes! ¡Por Dios! ¡No quiero hacer nada! Lo único que quiero escribir es mi firma en los vouchers.

     ‑ Te pago el pasaje.

     ‑ ¡Ay! ¡Gracias! ¡Son ciento cincuenta Shillings!

     ‑ No chilles. Te pago el hotel. Bueno. Asunto resuelto. ¿Ahora, dónde está  Simón?

     Me salí corriendo de la oficina del Editor, antes de que me pidiera diez columnas sobre la recesión en el sector de pesca, en la costa Norte.

*

El tren de Nairobi a Mombasa es una sobrevivencia del Imperio británico. Los ingleses construyeron la vía a principios del siglo, para llevar los productos agrícolas del altiplano Kikuyu hacía el puerto de Mombasa, en el Océano Indico. De paso, instalaron la capital en el lugar que hoy se llama Nairobi.

     El tren sale cada noche a las ocho y llega en la mañana a Mombasa, si bien le va, atravesando lo que era la mayor concentración de animales del mundo: el Parque Nacional de Tsavo. Cuando construyeron la vía, dos leones se hicieron famosos: los «come‑hombres» de Tsavo. Todavía tengo en mi casa un periódico de la época: «Otro capataz devorado en su sueño». En cinco columnas. Cuando finalmente mataron a los pobres leones, eran dos animales viejitos, viejitos, tan viejos que habían perdido casi todos sus dientes, y que lo único que podían comer eran los obreros. Así pasa con los leones, de viejos se les caen los colmillos, no corren tan rápido, empiezan a comerse las vacas, y luego un anciano Masai que su tribu mandó a morir solo, hasta que alguien los mate.

     En la estación del ferrocarril reinaba el relajo habitual. Familias de la costa regresando por el medio más económico. Hombres en cachucha y silbato, chiflando a la muchedumbre. Unos cuantos turistas listos para la aventura. Logré identificar mi lugar en un afiche. Unos Shillings me aseguraron sábanas frescas y una cobija limpia. «¿Seguro?»  «Seguro, Señor», Me juró el Steward.

     Subí al tren. Había reservado toda la cabina de cuatro camas: la última vez que había tomado el tren, había compartido la cabina, por hazares del destino, con una pareja pakistani, y la mamá (o la suegra). Muy gentiles, muy amables. Pero, a la hora de dormir, no quisieron, ni apagar la luz, ni por supuesto que me pusiera mi pijama, que era el colmo, que las mujeres… Además el señor se puso a roncar. Terminé la noche en el pasillo, vestido.

     La cabina era amplia. Ya estaban las sábanas, limpias, y las cobijas razonablemente. Me instalé a disfrutar un puro y el libro que había traído para ponerme en el ambiente: La descubierta de las fuentes del Nilo por Speke y Richard Burton (el explorador, no el esposo de Liz Taylor). Todo estaba perfecto. El Brandy llegaría después de cenar. El tren arrancó puntual hacía Mombasa.

     A las nueve fui a cenar. Era mi momento favorito del viaje. Sentado en el Restaurante, me sentía como en la época del Imperio  Británico. Los meseros vestidos de blanco, con guantes, atendían cualquier petición. Los cubiertos eran de plata, con el monograma de Isabel la segunda. Bueno, no todos los cubiertos: sospecho que los viajeros, o los turistas no resistían las ganas de llevarse un «souvenir». Las cucharitas aparentemente estaban en fuerte demanda: la mía era de acero y decía «Made in Korea». Pero la comida era buena, el Brandy fino, y me quedé tarde a saborear la noche.

*

La noche fue tranquila, sin elefantes en la . El Steward me había despertado a las siete, para el «Early morning Tea». Subí las cortinas, abrí ventana. Ya se sentía la cercanía del mar. El calor, más pesado, húmedo. La vegetación más densa, de un verde que rara vez se ve en el altiplano. Unos cuervos volaban en la distancia.

     Llegamos a la estación de Mombasa, un edificio bajo, pintado de amarillo en una época lejana, cubierto del moho típico que ataca todo a la orilla del mar. Había reservado un coche para irme a Lamu por la carretera de la costa. Calculaba llegar en cuatro horas, justo para el aperitivo, frente al mar.

     La carretera estaba casi vacía: uno que otro camión de plátanos, un microbús llevando turistas a uno de los numerosos hoteles que bordan las inmensas playas del Océano Indico. Algunas mujeres Swahili, descendientes de los Árabes que llegaron de Yemen en el Siglo Doce Trece, y se mezclaron con las tribus africanas de la costa, iban vestidas de los pies a la cabeza con una manta negra, dejando visibles la cara, las manos y los pies.     

     Algunos años atrás, las mujeres de las otras tribus, que no eran musulmanas, llevaban un solo pedazo de tela que las cubría de las caderas hasta los pies: el kikoy, dejando el busto desnudo. Ahora, con los avances de la civilización, se tapaban el busto, a veces nada más con un sostén, símbolo de status. Se veía solamente de vez en cuando una anciana muy tradicionalista, caminando con las tetas vacías, hacía el ombligo. Ahora, sólo se desnudaban el busto las francesas y las italianas en la playa, y las jovencitas africanas de trece catorce años, cuando iban a bailar en los hoteles, unas danzas casi tradicionales para que los turistas pudieran enseñar las fotos a sus amigos cuando regresaban del Continente Negro.

     Llegué a Kilifi, al Sur de Malindi, sitio más exclusivo que Mombasa, a tomar el Ferry. No tenía prisa, y más valía, porque uno de los dos ferries que cruzaba el río se había descompuesto. Me contaron los empleados del ferry que algunos cuervos suicidas se habían estrellado contra la cabina, y que uno se había metido en las poleas de los cables, y que tenían que desmontar todo.

     El Río era muy ancho: la travesía duraba una hora. Una hora para disfrutar África, el color del cielo, el duro calor del mediodía, las aguas lentas, el ruido de los motores.

     Era casi el atardecer cuando llegué a Lamu, con otro Ferry que zarpaba de la costa. Lamu es una isla casi Árabe, frente a la costa Africana. Casas blancas con las ventanas llenas de motivos complicados, que preservaban del calor y de las miradas indiscretas. Los hombres llevaban batas blancas, la cabeza cubierta con una pequeña gorra de algodón, delicadamente bordada.  Los que más sangre Árabe tenían, dejaban crecer su barba. Las mujeres circulaban en la sombra de las calles angostas, enteramente cubiertas de una tela negra, que sujetaban con los dientes, dejando ver ojos negros, delineados de Kohl.

     El hotel era moderno, construido al estilo Árabe: blanco, con cúpulas redondas que lo hacían parecer un palacio de las Mil y Una Noches. Tenía una piscina en forma de creciente, escondida entre las palmas. Había perdido la comida, pero era buena hora para un aperitivo, al lado de la alberca, frente al mar. El viento soplaba en las palmas. Los barcos Árabes, con su vela triangular, blanca, hacían un contraste con el mar que se oscurecía y el cielo rojo. La luna apareció, muy Árabe, en un creciente delgadito, invitándome a nadar.

     Nadé una hora. El mar estaba fresco, tan negro  como la noche. Regresé a mi habitación, me cambié y fui a cenar. Había poca gente en el hotel: unas familias europeas, un grupo de italianos, una familia Sikh. Me acosté temprano: había arreglado una salida para pescar a las cinco de la mañana. Me acosté con el canto del mar.

*

Dormí mal. El hotel parecía invadido por los cuervos. De día eran como una plaga, de noche, parecía que no dormían, sus gritos hasta cubrían el trueno de las olas. Salimos tarde a pescar. Se me escapó un Blue Marlin a cinco metros del barco. El pirata que manejaba la lancha me dijo:

     ‑ No te preocupes. Mañana, pescamos uno más bonito.

     Regresamos al hotel. Me bañé, me cambié, y fui a comer un delicioso curry que me sacó lagrimas. El hotel se estaba llenando. Los italianos armaban una fiesta espontánea, bailando al lado de la alberca, peleándose con los cuervos, que atacaban las papas fritas.

     Al llegar el atardecer, me instalé, en la terraza, frente al mar, a disfrutar un Bloody Mary. A unos cinco metros de mí, estaban sentadas tres mujeres, envueltas en un Chador negro, de los pies a la cabeza. ¿Swahili? ¿Pakistani? No lo sé. Se divisaba una tez clara, ojos negros… Eran ya grandes. Parecían tres abuelas. ¿Cómo podían tener tres abuelas en una sola familia? Se peleaban, o hablaban muy duro, con voces estridentes. Les ganaban a los cuervos.

     Me quedé a mirarlas, tratando de imaginar de donde venían, cuál era el argumento. Sus vestidos negros se confundían con la noche. A los diez minutos, les alcanzó un hombre joven, en sus veinticinco años, vestido con pantalón blanco, ancho, la camisa sin cuello arriba del pantalón, la barba negra. Parecía enojado, también. Con el brazo, enseñaba los cuartos. De repente, salieron volando, el hombre de blanco, seguido por las tres harpías.

     Me quedé un rato en la compañía de un cuervo que terminaba las papas fritas de los italianos, y me fui a cenar.

     En el comedor, estaban las tres mujeres de negro y el hombre, comiendo sin una palabra. Cuando terminaron, se llevaron comida al cuarto en una charola.

*

La noche estuvo peor que la anterior. Las misteriosas ancianas tenían el cuarto junto al mío. Y no pararon de argumentar hasta las cinco de la mañana, cubriendo los gritos de los cuervos. Había una quinta voz, más joven, o menos dura. ¿A quién tenían encerrada en este cuarto?

     En los siguientes días, me convencí que escondían alguien en el cuarto. Escondido o preso. Una mujer, por la voz. Empecé a imaginar un nuevo articulo: «Rapto en Lamu». «Las antiguas costumbres siguen vivas. El matrimonio forzado es todavía una triste realidad…». Era como un juego inventar una intriga complicada, misteriosa. Una manera de pasar el tiempo. Otro articulo hubiera podido ser: «La invasión de los cuervos», aunque Hitchcock la lo había hecho y ¡mucho mejor de lo que podía hacer!

     De hecho, los cuervos eran una plaga. Parecían cada día más hambrientos y más atrevidos. De las palmas, se lanzaban en pique hacía las mesas, agarrando comida en el plato. Atacaron una turista que no quería soltar su sándwich. Sus gritos hacían un contrapunto a las peleas de las tres mujeres de negro. Parecían aves maléficas, con sus mantas negras. Las observaba con el rabillo del ojo. Tenían las manos y los pies completamente pintados de motivos árabes, con Heno. A veces me miraban y yo volteaba hacía el mar. Mi interés, o más bien mi curiosidad me hacía imaginar cuentos de las Mil y Una Noches. Tenían cautiva a una hermosa mujer, de ojos negros, de cabello inmenso, ligeramente chino.

     Cada vez que iba a mi cuarto, trataba de confirmar mi fábula. Sin éxito. Siempre mantenían las cortinas cerradas. Una vez, oí que alguien lloraba en el cuarto. ¿Sería que mi  cuento no era un cuento? Los mismos cuervos parecían haber hecho un pacto con las Harpías. Una noche que pasé enfrente de su cuarto, dos cuervos me atacaron en pique, sin tocarme, rozándome la cabeza, como para darme una  advertencia. Pensaba preguntarle al gerente que iba hacer con los cuervos, y de paso, quién era la «bella desconocida».

     Salí un día entero, a pescar, a quedarme en el sol, en la lancha parada en alta mar, a sentir el ritmo lento de las olas. Cuando, por fin, me senté en la terraza, frente a la noche y el mar, no había hablado con el gerente. Ahí estaban mis «Harpías». Cuatro. Vestidas de negro, de los pies a la cabeza. Por fin, iba saber. Unos cuervos volaban arriba. La «bella desconocida» era como diminuta, frágil, más como niña que cómo mujer. A veces las casaban a los doce años. Ya me imaginaba el artículo.

     Las tres ancianas parecían sostenerla. ¿O cuidar que no se escapará? La sentaron en el muro, hacía el mar. No se veía su rostro. Un cuervo atacó mis cacahuetes, tumbando el platito. El ruido hizo  que la «bella desconocida» volteará la cabeza. Apenas pude reprimir un grito: era… Era una anciana, más muerta que viva, con la cara color ceniza, unos ojos negros, que brillaban en la luna dejando ver un alma maléfica. Tenía la nariz inmensa, curva, con un safir picado como arete, vestigio de otros tiempos. Sentí un frío negro invadirme. Me paré y abandoné la botana a los cuervos.

     Se fueron en la madrugada, a las cinco. El día fue tranquilo. Terminé el  libro de Speke y Burton, riéndome de mi propio cuento. ¡Pobre viejita que yo me imaginaba presa! Probablemente, no se sentía lo suficiente bien para salir…

     Cuando llegó la hora del atardecer, me senté en mi lugar acostumbrado. ¿Qué colores iba inventar el sol, hoy? Cuando el cielo empezó a oscurecer, vi un cuervo que se acercaba hacía mí, caminando sigilosamente en el muro de la terraza. Cuando llegó a un metro, se paró, mirándome. Sentí que mi piel se enchinaba: en el pico negro, inmenso, curvo, tenía un safir.

© Brian Martin-Onraët & Equinoxio. Link al blog: https://equinoxio21.wordpress.com/

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