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Caníbales: Tolerancia ciega by Lucas Corso

Desde hace un tiempo vivo en el centro. Nunca antes lo había hecho y he notado el cambio. Todo queda más a mano, por ejemplo las librerías y los bares, que son los lugares que más frecuento cuando salgo a la calle y no es para ir a trabajar. El otro día estaba sentado en la terraza de una cafetería cuando el comienzo de una frase me hizo levantar la mirada del libro que leía. Provenía de la mesa de al lado. Yo no tengo nada en contra de los gais, pero… Los que hayan visto Juego de tronos quizá recuerden una frase que se decía antes de que la serie se convirtiese en una simpática comedia. La frase en cuestión venía a decir que, en una oración, todo lo que se diga antes de la palabra pero no vale nada o, dicho de otro modo, el pero anula todo lo anterior. Sabía, por tanto, que después de aquel comienzo de frase prometedor se venía algo entretenido.

En la mesa en cuestión se sentaban cuatro mujeres y dos hombres. Una de las mujeres era ya una persona bastante mayor y no abrió la boca en ningún momento. Su cara tampoco dejaba adivinar lo que pensaba acerca de lo que allí se habló, imagino que porque le traía bastante sin cuidado. Otra de las mujeres, algo más joven y dicharachera, fue la que dio el pistoletazo de salida al debate con esa declaración de sobremesa que me sacó de la lectura: Yo no tengo nada en contra de los gais, pero tampoco creo que haga falta alardear tanto y tan públicamente de tu condición. Nadie en aquella mesa dijo nada. Fue como si hablando de cine alguien hubiese dicho que las almorranas son una cosa muy mala para ir al lavabo. Una afirmación incómoda que nadie espera por, básicamente, no venir a cuento. Antes de que nadie pudiera replicarle yo ya había cerrado y dejado el libro sobre la mesa. Otra de las mujeres carraspeó y miró a los demás esperando a que alguien dijese algo o cambiase de tema. Uno de los hombres se arrancó con un Bueno… que no fue a ninguna parte. La mujer mayor seguía con su cara de no saber qué hacía allí sentada. Creo que ni siquiera tenía plato o vaso delante. Llegué a pensar que venía con el bar. La cosa es que la mujer de los carraspeos dijo que en fin, que tampoco pasaba nada, ¿no? A ver, contraatacó la de la frase inclinándose hacia delante en la silla. Me encanta cuando alguien hace eso al responder, sabes que viene algo todavía más gordo. A ver, decía, ¿a ti te gustaría besarte con una mujer? Lo dijo señalando y todo. La otra contestó que a saber, que no lo había probado, y ella volvió a recostarse en la silla negando con la cabeza no muy convencida. El hombre que tenía al lado, y que todavía no había abierto la boca, decidió que era un buen momento para argumentar que tampoco se podía decir que aquello fuese natural, ¿verdad? Que la gente busque la aprobación de los demás nada más soltar una barbaridad me gusta todavía más que cuando se echan para adelante al decirla. Miró a la mujer que había iniciado la conversación, buscando hacer equipo, a lo que ella correspondió con un No busques complicidad en mí. Literal. Seguramente vio que con lo de natural o antinatural la cosa se ponía más turbia, por lo que decidió no profundizar más en ese jardín que ella misma había hecho crecer tan rápido. Tampoco hizo falta porque a partir de ahí todos hablaron y dijeron la suya. Todos menos la mujer mayor, que seguía impertérrita. La admiré.

La tolerancia es algo curioso. Solemos decir que alguien es tolerante como si fuese algo positivo, como si el simple hecho de tolerar no fuese ya algo sumergido en la más absoluto prepotencia. ¿Quién soy yo para tolerar lo que usted haga o deje de hacer? ¿Quién se adjudica como algo bueno el tolerarme a mí o mis actos? Pero por encima de todo eso están los que toleran sin querer ser partícipes de eso que toleran. Ni siquiera quieren verlo. Como aquel chiste de humor negro oscuro que decía que yo soy tolerante, pero que si los gitanos pasan hambre que se coman a los moros. ¿Quién querría sentarse a una mesa con alguien así? Yo no. Y sin embargo es una persona tolerante porque acepta en su entorno a esas personas a las que, por otra parte, prefiere no ver. Haced lo que queráis, pero fuera de mi vista. Qué asco, ¿verdad?

Dos mesas más al fondo, ajenas al esperpento, dos chicas reían y se besaban. Nadie en la mesa las veía, y sin embargo allí estaban todos, compartiendo el mismo espacio unas personas que, de mirarse con atención, es probable que se diesen asco, unas con más razón que otros, si me lo permiten. La vida es fascinante.

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