13. ¿Qué azul me queda?
Salí del módulo apenas con el ángulo justo para que ni Dukas ni Manchón, metidos a aficionados del fútbol mundial, me vieran la parte donde terminaban las corvas. Me estaba dando cuenta de que conforme peor me caía uno de estos individuos literarios más difícil me era materializarme. Me eché la mano al bolsillo y noté que casi no tenía codo. Al paso (o lo que fuese) más ligero hacia el módulo donde me habían ubicado, fui notándome uno con el azul puro del cielo, a esa altura del Cerro. Con la esperanza de no haberme delatado y la cabeza —solo la cabeza— encendida y visible, atravesé la puerta del módulo.
Descansé un rato, sin materialización alguna, alma vagante por las funcionales paredes del habitáculo aquel, recordando, no sé por qué, las Nanas de la cebolla de Miguel Hernández. ¿Aspiración gastronómica de esa hora, por mínima que sea esa escarcha hernandiana, de un espíritu goloso que ya no puede hincarle el diente a un pionono? De ahí pasé a enredarme en unos párrafos crujientes de Gabriel Miró: tanto bostezaban los seis labradores, que dos se fueron a mercar tortas y panecillos calientes de la cochura de madrugada, bacalao, vino y olivas... Estaba alicantina y culinaria la cosa. Con gran quebranto (me solía suceder), sentí no haber incluido a Gabriel en mis manuales.
Poco me duró el descanso: unos golpecillos muy rítmicos inquietaban la puerta. Protegido por la mirilla, pude ver el rostro avellanado de Rosa Menuda, ojos tensos, boca de circunstancias, cerrada como un mejillón, pómulos en los que me pareció adivinar un resto de sombras albicelestes, como de algún maquillaje ritual, quizá mundialista. Los seis labradores becados por su palabra (quiero pensar) sabían que yo estaba allí.
—Soy Rosa, inspector. Rosa Menuda.
Si cualquier aclaración es absurda en esos momentos, con una mirilla de por medio, más lo era aquella, desde el mismo instante en que yo no sabía si mi espíritu estaba detrás de la mirilla o de la argentina. Pero hacerme visible para la gente no es cosa baladí (disculpen la rancia aguda). Lleva su preparación y su predisposición. Dudaba entre hacerme el ausente a la nerudiana, callándome, o excusarme con voz atragantada de marqués.
—Discúlpeme, Rosa. No es que esté muy visible... Aguarde un momento.
La muchacha debió de pensar en una excusa coqueta. Nada más lejos. Yo era un hombre que rogaba por la literalidad, en esos momentos angustiosos. Por más que intentaba destensarme tirando de la cuaderna vía y del Arcipreste frente al espejo, aquello no salía. Lo intenté, por cambiar de época y de tono, con Dámaso y su Mujer con alcuza. No me privé incluso de recitarlo en voz alta, como si hiciera gárgaras.
—Acercaos: no nos ve. Yo no sé qué es más gris, si el acero frío de sus ojos, si el gris desvaído de ese chal con el que se envuelve el cuello y la cabeza, o si el paisaje desolado de su alma…
—Inspector, ¿está ahí?
—Disculpe, Rosa, estoy buscando algo que ponerme. En unos minutos la hago pasar.
Lo intenté con Berceo, con Juan Ramón, con Rosalía. No fue hasta la rima cuarta del Libro de los gorriones que la semblanza de mi antigua carne volvió a mí.
—¡Los suspiros son aire y van al aire!
Me di de bruces casi con la argentina, ojerosa, macilenta, más cadáver que yo, que ya no lo era.
—¡Las lágrimas son agua y van al mar! Dime, mujer: cuando el amor se olvida, ¿sabes tú a dónde va? Le salió becqueriana, inspector.
—Perdone, Rosa, son viejas costumbres. Siempre recito mientras me aseo.
—No es mala costumbre. De tanto que no recitamos estamos echando la cancela a los versos, decía un amigo.
Y así me planté delante de ella: apenas la cara, las gafas… y el resto que lo cubría (o no) un albornoz blanco con las siglas LL bordadas en un bolsillito delantero.
