Siempre nos encuentran, nunca encontramos. Lo he escrito no hace mucho. Y una vez más, sucede.
Escribir, como pintar, en mi caso, es siempre una aventura. No obstante, siempre tengo presente aquello que le dijera (a un miembro del equipo del cineasta Werner Herzog) un aborigen australiano: “una mano guía mi mano”.
Hace algo más de dos semanas que he retomado un texto que había comenzado años atrás. Estaba ahí, olvidado, más que atascado, porque había escrito ya doscientas cuarenta páginas. Sin embargo, las dudas, como los fantasmas, nos andan siempre a la zaga. Para resolverlas, acudo a mi buena amiga María Jesús. Le suelo pedir consejo, para estos y otros menesteres. Vive en Londres, así que no quiero hacerla penar teniendo que leer un texto tan largo en la pantalla del ordenador. Por lo que, en uno de sus viajes a Madrid, le preparo el texto impreso, y encuadernado, para facilitarle la tarea. Pasados algunos días, muy pocos en realidad, habiéndose tomado muy en serio mi encargo, me dice que le gusta, que funciona, que debo seguir escribiendo esa historia. Me hace incluso un inmenso favor; una especie de: “editing”, en el que me sugiere suprimir ciertas cosas, etc.
Continuando con la escritura de ese texto que acabo de referir, entra en escena un lugar que yo había frecuentado con asiduidad en los inicios de la década de los años setenta del pasado siglo: El café Lion. El local, situado en el arranque de la calle Alcalá (subiendo por la acera de la izquierda) apenas se deja atrás la Plaza de la Cibeles, era un inmenso café, dividido en dos piezas separadas que se comunicaban, incluso, por dentro. Por supuesto, uno podía acceder por cualquiera de las dos puertas. En la primera estaba la barra, y detrás de ella un gran espejo en el que aún permanecían serigrafiados algunos de sus legendarios menús de una época barrida por la historia. El café se había inaugurado el mismo año (sólo unos meses después) de la proclamación de la Segunda República española, es decir, en 1931. Uno de esos menús me hacía sonreír cada vez que traspasaba el umbral del local: “langosta media noche”, con el correspondiente dibujo, en color anaranjado, del crustáceo mencionado. Me parecía, en aquel Madrid gris, algo mágico, distinguido, burgués, delicioso.
En esos años, acudía con un amigo (que trataba, también, de pintar como yo) a una tertulia que dirigía un tipo medio ofuscado, rodeado de dos pintoras gemelas que exhibían una melena tan exagerada, y rizada, que mi amigo y yo las apodábamos, cariñosamente: “las leonas”. Completaba el grupo de tertulianos, aparte de nosotros dos, una mujer que me producía cierto desconcierto (su vestimenta casi siempre era negra) con el pelo (también muy negro) un poco acalambrado como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Nunca llegó a musitar, ni tan siquiera, palabra alguna. Sin embargo, sus ojos penetrantes seguían el parloteo, sin pestañear, del resto del grupo.
Alguno de aquellos días, tal vez porque estábamos sentados, por azar, en una mesa cercana, me fijé en él. Debo confesar qué, en otras ocasiones, hasta ese momento del descubrimiento, no había notado su presencia. Es verdad que, la sala principal del café era un espacio rectangular, casi infinito. Quizá por ese motivo, no lo había divisado con anterioridad.
Pues bien, ese día concreto reparo en una especie de cartel de chapa metálica, horadada por cierto dibujo, tal vez de una ballena expulsando un chorro de agua, y un texto en alemán: Zum Lustigen Walfisch. Aparece ahí, colgado de dos finas cadenas que lo sujetan al techo del local. Está justo en el arranque de una pequeña escalera que debe de conducir a un sótano o algo similar. Sin embargo, otra cadena impide, aunque podría sortearse fácilmente, la bajada a ese lugar misterioso y oscuro, del que no llega ningún tipo de luz.
Al día de hoy me pregunto cómo demonios no intenté, al menos, una vez, traspasar esa cadenita y bajar esas escaleras para descubrir qué diantres había allí abajo; no lo hice: inútil lamentarse ahora.
El “jefe” de la tertulia; ese tipo que, algunos días, parece sufrir de algún tipo de insania, me comenta: “ese era el “club de la ballena alegre”; ahí se reunían José Antonio Primo de Rivera y los falangistas”. Incluso se atreve a afirmar algo que más tarde yo descubriría como una afirmación del todo falsa: “¿sábes?, en ese sótano se fundó el partido de la Falange”. Yo no daba crédito a lo que oía. Me había impresionado, desde el principio, ese café grandioso, como salido del túnel del tiempo. Ahora, sin embargo, después de ese relato que acababa de escuchar, se añadía algo de misterio y de leyenda a todo ese conjunto.
La Falange había sido fundada, como descubrí posteriormente a esa historia que me contaba aquel tipo peculiar, en un acto celebrado en el Teatro de la Comedia, en la calle del Príncipe, en octubre de 1933. La placa ha desaparecido hace tres años, más o menos, cuando se hizo una reforma nefasta y absurda de la fachada y del teatro. Personalmente, ese dato histórico, tallado sobre una piedra de mármol blanca, si no recuerdo mal, no lo hubiera eliminado: dan noticia de cierta historia de España. Otra cosa son las estatuas, los gerifaltes del régimen sepultados en lugares públicos, o los nombres de las calles dedicados a “tipejos fascistoides”. Y de todo eso, aún quedan muchos elementos, qué dudo que vayan a desaparecer del todo, y para siempre, con la nueva “ley de memoria democrática”. Además, y no es algo baladí, la derecha española, toda, sigue siendo antidemocrática.
Había oído, es cierto, que algunos miembros de la generación del 27, como: Alberti, Federico, Cernuda, Bergamín, etc., se habían reunido en ese espacio. En cambio, de “la ballena alegre”, ni mu.
Mucho más tarde he llegado a saber que, muchos viernes, al anochecer, José Antonio y Federico cenaban privadamente en una de las mesas, algo más apartada de la curiosidad ajena. Tenían una cierta amistad, eso es algo que hoy no se discute. Sin embargo, procuraban abandonar el café en un taxi con las cortinillas echadas para evitar cualquier malentendido. El jefe de Falange vivía en la cercana calle de Génova; el poeta, tampoco muy lejos: en la misma calle de Alcalá a la altura de la calle de Goya. Puedo, perfectamente, imaginar cómo el taxi iba primero hasta Génova y, después, subiendo velozmente por la calle de Goya, llegaba hasta la residencia de Federico. Por supuesto, todo esto, antes de que se produjese el golpe de estado de Mola-Franco. Lo que originó ese golpe fracasado, lo sabemos de sobra. Los demonios decidieron abandonar sus oscuros escondites y plantarse delante de la vida de los ciudadanos españoles que transitaban una de las democracias más modernas de Europa. El mal, que ya campaba a sus anchas en Italia y Alemania, irrumpía con inusitada fuerza en la península ibérica.
No obstante, volvamos al Lion. Lo frecuenté, como decía antes, muchísimo en aquellos años. No dejaba de sorprenderme, dada su buena situación, y de la belleza de ese café, la poca gente que lo frecuentaba; yo lo había hecho mío. Todavía no había descubierto otra maravilla, situada en la glorieta de Bilbao: El café Comercial. En el Lion, a solas, y, en otras ocasiones, con mi amigo, dibujaba sin parar sobre sus veladores de mármol blanco aún relucientes, a pesar del uso y del paso del tiempo. Conservo, por supuesto, aquellos dibujos inocentes del comenzar a querer ser pintor y artista. También, otros, realizados en ese café, por mi amigo Paco.
El fantasma de Zum Lustigen Walfisch, como sucede siempre con todos los fantasmas, acaba encontrándome ahora. Un poco, por que me pilla escribiendo sobre él y todo ese período, y, otro poco, seguramente, porque andaba detrás de mí, sin que yo pudiese sospecharlo.
El caso es que buceo en esa maravillosa herramienta que, inocentemente, o no, los militares norteamericanos, inventaron hace ya muchos lustros, y me encuentro con el hecho de que ese local, situado en los bajos del Lion, estaba decorado por un pintor y muralista llamado: Hipólito Hidalgo de Caviedes. Hasta hoy, debo confesarlo, nada sabía sobre él. Ahora, soy consciente de que ha sido todo un descubrimiento. En ese sótano, perfectamente amueblado, con asientos corridos, tapizados de manera exquisita, lleno de mesas y sillas ingeniosas de esa época dorada del diseño, el artista había dejado su impronta en sus paredes. Todos esos murales, con ballenas y otras alegorías exóticas, que ese artista plasmó en aquella época, siguen existiendo. No obstante, Madrid, ¡ay!, hace tiempo que ha sido secuestrado. El Lion hace mucho tiempo que desapareció “engullido” por un “pub” irlandés que lleva un ilustre nombre: James Joyce; no obstante, lo ilustre se acaba ahí, claro. Dentro, exulta triunfante el mal gusto. Descubro, estupefacto, que el sótano con esos maravillosos, y divertidos murales, de Caviedes, es utilizado como almacén por ese establecimiento irlandés. Sé, incluso, que fueron restaurados. Sin embargo, los regidores, de antes y de ahora, de la villa no han movido un solo dedo para sacar a la luz esa obra.
Ni corto, ni perezoso, lleno de optimismo, me lanzo hacia el desaparecido Lion, pensando, de manera bastante ingenua, que me dejarán bajar a ese almacén para poder contemplar los murales de “la ballena alegre”. Entro en ese horrendo “pub” en el que se ha transfigurado el legendario café (que aparece lleno, a rebosar, de ingleses, irlandeses, etc., por la lengua en la que se expresan, a gritos, porque están viendo un partido del campeonato mundial de futbol, que está en curso) y trato de hablar con el dueño-encargado. Lo localizo enseguida, gracias a la ayuda de una de las camareras del local. Apenas me oye hablar de los murales, me dice en un tono poco amistoso, rayano con la mala educación, con acento muy marcado: “está cerrado con llave y no se puede abrir”. “Bueno, claro, ya imagino que lo tienen cerrado; pues ábralo”, le respondo yo. Hago otro tímido intento, insistiendo en mis pretensiones, y se irrita, aún, más si cabe. Dejándolo con la palabra en la boca, salgo, a toda velocidad, de ese horrendo antro donde se sigue “aullando” frente a la enorme pantalla de televisión.
Sé, también, que, en 1930, Caviedes, había realizado un mural para la compañía telefónica. Me dirijo hacia la Gran Vía, todavía ilusionado con la posibilidad de ver algo de este muralista español que acabo de descubrir. Cuando llego, mi pretensión es dar con la zona noble de la vieja entrada del edificio construido en 1929 por el arquitecto Ignacio Cárdenas. Busco por todas partes algún mural de contenido exótico o similar, pensando en las ballenas del Lion. No sólo no encuentro nada de eso, sino que alguno de los vigilantes me asegura, con absoluta rotundidad, que incluso en la zona noble donde no se puede entrar porque en ella trabajan los empleados de la compañía, no hay ningún mural. Entonces, sucede algo. En la intersección entre las nuevas instalaciones (que albergan la colección de la telefónica y se realizan exposiciones temporales) y la vieja zona original del edificio, descubro en una de las paredes un enorme mural que representa el mapa completo de España, realizado en tonos suaves pastel, con algunas figuras femeninas de melena lacia que exhiben sus senos desnudos, y algún que otro barquito, etc. No entiendo nada; hasta que, por fin, en la parte inferior derecha, descubro estampada, sobre un trozo de papel blanco pintado sobre el mural, la firma del artista: “Hipólito Hidalgo de Caviedes, 1930”. Me digo que el pobre vigilante, a pesar de mi insistencia, tenía toda la razón. El único mural era este mapa de España del que, por supuesto, él desconocía su autoría.
Analizo el mapa y me resulta curiosa alguna de las denominaciones de la división política de entonces: reino de Murcia, reino de Valencia, reino de León. Por supuesto, Cataluña, y, como no, provincias vascongadas. Sonrío, algo maliciosamente.
En la calle, como siempre, los edificios eclécticos de la Gran Vía, resplandecen bajo la luz de finales de noviembre: el día es algo frío, pero muy soleado. Desciendo la avenida y me cuelo en el bar Chicote, que está vacío porque lo están adecentando. A pesar de todo, el espléndido bar (inaugurado en 1930), obra de uno de los más grandes arquitectos españoles: Luis Gutiérrez Soto (cine Barceló, piscina La Isla, etc.), sigue manteniendo su estructura, y parte de su decoración y mobiliario, originales. No obstante, de los murales de Caviedes, ni rastro.
Algo más tranquilo, trato de reflexionar sobre el asunto de “la ballena alegre”, secuestrada en ese “irish pub”. Si ese sótano no se puede habilitar (debido a ciertas normas de seguridad) para el público; al menos, debe existir la posibilidad de que los ciudadanos puedan contemplar los murales de Hipólito Hidalgo de Caviedes: un artista de impronta personal, más que interesante. No tiene el menor sentido que se hayan conservado e, incluso, restaurado, dichos murales y permanezcan secuestrados en la oscuridad de ese sótano, ahora devenido en almacén de cajas, botellas y otros enseres del “pub”. ¿Cómo es posible que se dilapide, de semejante manera, un patrimonio que es de todos? ¿Cómo, incluso, se da la posibilidad de que un sujeto privado pueda secuestrar obras de arte y apropiárselas? Se puede haber vendido el viejo Lion, al mejor postor: capitalismo dixit. Sin embargo, como no existe ninguna protección para ciertos edificios y locales históricos de los últimos cien años, más o menos, lo que permite su transformación, como a los nuevos propietarios les venga en gana, dejando, en el mejor de los casos, conservada sólo la fachada, como un cascarón vacío; al menos, me planteo, lo que debería hacerse por parte de las administraciones públicas es evitar que murales, cuadros, esculturas, etc., puedan quedar en manos privadas, sustrayéndolas al disfrute de sus auténticos propietarios: los ciudadanos.
La imagen de arriba, es una fotografía de uno de los murales que aún se conservan en ese sótano-almacén del “irish-pub”. El conjunto de todos los realizados por el artista para decorar dicho salón, en los bajos del viejo café Lion, son espléndidos, a mi juicio.
Hipólito Hidalgo de Caviedes, fue muy activo durante los años treinta del pasado siglo. Decoró con murales otros locales de Madrid, como: El bar Capitol, El bar Chicote, y otros muchos locales, además de instituciones públicas como la vieja Residencia de Señoritas. Al iniciarse el conflicto se exilia en Cuba, donde siguió trabajando, realizando murales para distintas instituciones.
Al inicio de los años sesenta, volvió a España y se instaló, de nuevo, en Madrid. En 1970 fue nombrado académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Murió en 1994.
Su pintura sobre lienzo, influenciada claramente por sus trabajos de pintura mural, son muy originales; exhalan un cierto primitivismo en el que el color tiene una importancia decisiva. Sus desnudos femeninos, bajo mi punto de vista, son rompedores y muy personales. Tal vez, pienso, haciendo una muy particular lectura de algunos pintores renacentistas italianos que habían trabajado la pintura mural, Caviedes logra dotar de una impronta original a toda su obra. Sería interesante dedicarle alguna retrospectiva para dar a conocer al gran público el trabajo de este artista peculiar.