No quiero dormir mientras ellos hablan; a veces discuten. No quiero que cierren la puerta de la habitación, ni que me dejen aislada en este espacio en el que me falta el aire. Duermo con mi hermana, con cada inspiración suya es menor la cantidad de oxígeno que nos queda. A mi hermana le da igual que ellos continúen hablando en el salón. No le importan las palabras que se dicen, prefiere no oír. Le digo que si mete la cabeza debajo de las mantas se va a morir de respirar su propio anhidrido carbónico. Eso nos han enseñado en clase, pero mi hermana no lo entiende porque solo tiene cinco años. Mantengo los ojos abiertos y miro por la rendija de luz que queda entre la puerta y el cerco. Cuando ella se pone cariñosa siento que el corazón se me encoge en la espera, y no respiro hasta que los veo pasar y apagar la luz del pasillo. Por unos segundos la casa se queda a oscuras. El silencio vuelve, y descanso de mi vigilancia estricta; hasta puedo cerrar los ojos.
Pero enseguida escucho esos sonidos extraños que no son palabras, un bisbiseo continuo que no puedo descifrar; los suspiros y las risas, los jadeos, los golpes. ¿Qué estarán haciendo? Si al menos hablaran de mi hermana, de que están muy orgullosos de ella porque sus notas son de matrícula, aunque luego sea una pánfila, o de la abuela que le ha dado por no moverse y engordar. O de mí, ¿qué dirán de mí?, pienso. Y me quedo ida. Miro al techo y comienzo a contar. He aprendido a contar los segundos sin mirar el reloj; basta con contar repitiendo el número: uno, uno, dos, dos, tres, tres, así hasta sesenta y vuelta a empezar. Ni muy deprisa ni muy despacio, normal. A veces me paso del tiempo porque me quedo atenta a los susurros plagados de besos que se tragan las palabras, y cuando vuelvo a contar, el tiempo que ha pasado no es real.
Algo traman, lo sé porque si me levanto de la cama y me acerco a su puerta, los sonidos desaparecen, todo se queda quieto de nuevo. El dormitorio de mis padres está frente al nuestro, al otro lado del pasillo. La puerta es doble y tiene cristales que mamá tapa con unos visillos blancos que no dejan ver, aunque nunca la cierran. Si me quedo pegada a la esquina los veo por la rendija que dejan abierta. Hago que vuelvo a la cama y una risa queda en el aire como el sonido de la campana del torreón de la iglesia.
Está de espalda, pero sé que es ella. Arrodillada encima de la cama se mueve hacia delante y hacia atrás, es un movimiento continuo, ni despacio ni rápido. La cama está desecha y los cojines por el suelo, eso que odia tanto mamá que hagamos. Él tiene los brazos levantados y hace que la ahoga. Se ríen como en las películas y él no para de decir: «¡Toma, toma!». Suena todo a falso, como cuando juega mi hermana con su muñeco bebé. Me asusto cuando gritan y cuando él se levanta con el ímpetu de un ogro y la tumba boca abajo y la golpea como si la fuese a matar, entonces grito yo también. Y se acaba la función y las luces se encienden. La casa entera se muestra ante mí que corro a esconderme al ver sus caras de espanto. Y él, que lleva en la mano la correa de su pantalón, me persigue fuera de sí.
—¡La noche es para los adultos! —grita y levanta el brazo sobre mí que espero el golpe protegiéndome la cara con las manos.
—Así no —le dice ella. Es una niña.
—Las niñas decentes no miran las cosas que no deben.
Y lo dice encima de mí, con el calzoncillo flojo delante de mí, sin importarle lo que pueda ver de él. Sin importarle que ella le sujete el brazo. Ella, que se ha puesto el camisón para que yo no la vea desnuda como a él. Miro la sombra negra que se abre entre el calzoncillo y la ingle. La mano que le tiembla a él.
Cuando la luz por fin se apaga, ya no hay susurros ni risas ni roce de sábanas. Mi hermana pequeña se retira con tiento la manta de la cara. No sé en qué momento se escondió, prefiere no ver. Ninguna de las dos hablamos. Caemos rendidas bajo el silencio, que como una niebla espesa nos deja ciegas en la noche. Así, a oscuras por dentro, como la sombra negra, continúo contando los segundos todo lo rápido que puedo para acelerar la noche.
4 Comments
Aunque algunos niños no deberían dormir la siesta, a veces merece la pena instalar en la casa puertas de madera maciza. ¡Qué vaya trago!
¡Magnífico escrito, Paula! ¡Aplausos!
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Muy bueno!