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Navidad: A contratiempo by Fer Alvarado

Al principio, las luces de Navidad le provocaron alergia. Poco después, comenzó a atragantarse con el turrón duro. Pero, el día en el que Salvador Domingo se dio cuenta de que tenía un verdadero problema, fue cuando escuchó doce campanadas seguidas y sufrió unas terribles migrañas. No lo pensó más y acudió a un profesional.

—Tiene usted un grave caso de sarampión navideño. Seguro que le dio la razón a alguien que pensaba no la tenía, más tarde prefirió no aportar su opinión en una discusión y ha ido empeorando hasta acabar  así —le dijo aquel doctor que, demostrando una falta de respeto hacia su caso, vestía un gorro de Papa Noel. — Lo que le aconsejo es ir a contratiempo.

—¿A contratiempo dice,  señor Cabañas? —Salvador se quedó mirando a aquel hombre de bata blanca y gorro de lana. En apariencia no le faltaba ni un complemento para ser el típico médico de consulta. Estetoscopio, camisa de cuadros metida por dentro de los pantalones, bolígrafo sobresaliendo del bolsillo… Parecía recién sacado de un anuncio de dentífrico. “¿Habrá que aprobar un curso de estilismo en la carrera de medicina para que vayan todos vestidos igual?”  Pensó mientras se imaginaba su doctor como una figura de cartón piedra en el atrezzo de un teatro de segunda. La imagen le recordó a su momento estelar actuando como árbol mustio en el teatro del colegio y sonrió. El médico, pensando que a su paciente le interesaba lo que estaba a punto de contarle, le devolvió la sonrisa.

—Sí claro, ya sabe a qué me refiero: a buen tiempo mala cara; no hay entendedor que con pocas  palabras basten; a quién madruga no hay ni Dios que lo levante. Ya sabe, un poco de llevar la contraria tampoco le hace mal a nadie. Pero tampoco se pase de falta de espíritu navideño o puede viajar en el tiempo y convertirse en el villano de un cuento victoriano. ¿No querrá usted eso verdad?

—Pues… Lo cierto es que no. Nunca me han quedado bien esos sombreros clásicos y para dejarme barba del siglo XIX soy bastante lampiño. La cara se me quedaría como un sudoku a medio hacer.

—Perfecto entonces. Solo le bastará con no meterse con los huerfanitos. Que a la Navidad hay muchas cosas que no le importan demasiado, pero si le tocas las lucecitas y a los huérfanos te empieza a mandar fantasmas hasta que no te caben más en casa. Será cuestión de marketing supongo. — El doctor giró en su silla, se puso de espaldas y dejó la borla del gorro apuntando a Salvador. Este pensó que, en cualquier momento, a ese pompón algodonado le saldrían patas y le saltaría encima. —Y ni se imagina las enfermedades erradicadas que transmiten los seres del más allá. Desde la peste bubónica de la Edad Media, hasta una buena lepra de antes de Cristo. Los ectoplasmas de las navidades pasadas vienen sin vacunar ni nada. Los de las presentes te dicen todo el tiempo que si tienes que abrigarte, que vas a pasar frío, que si deberías comer más que estás muy delgado, que mires bien antes de cruzar porque así se murieron…. Y los peores  son los de las futuras. Se pasan el día haciendo spoilers. En el proyecto fin de carrera me tocó investigar a uno, por el bien de la ciencia y esas patochadas ya sabe,  y me destripó todas las películas que iban a estrenar ese año. Desde entonces, me pongo este dichoso gorrito aparentando que me alegran las festividades y así no me endosen a uno de oficio.

—Menos mal que me ha avisado porque soy hipocondriaco y destripófobo de manual. Cuando estoy disfrutando de una buena historia y me desvelan  la conclusión, sin que la adivine antes, lo paso fatal. En una ocasión leí la sinopsis de un libro que dejaba entrever el final y tuve que leer best sellers seis meses seguidos para recuperarme. Eso sí, ni un final fallaba —tragó saliva y dejó una pausa esperando algún elogio por parte del señor Cabañas. El doctor ni siquiera parpadeó y su atención se desvió hacia la borla: le caía hombro abajo y parecía que quería introducirse en el bolsillo de su camisa. El paciente se sintió observado, por lo que continuó hablando para romper el momento:—Pero no se preocupe, creo que tengo la solución perfecta. Iré al colegio más iluminado que encuentre y escribiré algunos agravios en el espejo del baño.

—¿En el baño? ¡Ni se le ocurra! Como se le aparezca el espíritu de Verónica se la puede liar. No se imagina el tétanos que transmite por haberse pinchado tanto con las tijeras.

— ¿Entonces, qué me recomienda hacer?

—Solo pequeñas cosas. Además en esta vida los detalles son los que marcan la diferencia. Ya sabe,  use la imaginación. Quítele la barba a algún Papá Noel que vea por la calle y, si tiene la suerte de conocerlo, llámelo por su nombre de pila cuando haya niños delante para terminar de romper la magia. Robe la decoración de algún vecino o grite “Marco Polo” con todas sus fuerzas cuando canten villancicos. —De nuevo Cabañas giró sobre la silla y, por la fuerza de la inercia, dejó el pompón danzando tras él. Ahora se veía, ahora no se veía.  —Seguro que cuando quiera darse cuenta, su sarampión navideño habrá desaparecido y tendrá tantas ganas de beber anís como en todas las festividades anteriores, ya sabe usted, ¿no?

—Sí, sí, ya sé, pero, ¿y si nada de eso funciona? La Navidad ya no es como antes: los mensajes en cadena,  internet, los vídeos virales, montajes de fotos con gatos, los memes… —dijo Salvador mientras se removía en su asiento de lado a lado huyendo de aquella borla cotilla que parecía estar siempre presente. —Debe de estar insensibilizada con tanta información de dudosa calidad rondándole.

—No crea. Como todas las tradiciones, el espíritu navideño es de viejas costumbres. Le cuesta mucho adaptarse a la tecnología. Piense que con los medios de transporte que hay, hoy día sigue mandando a los Reyes Magos en camellos y a Papá Noel con renos. En ese sentido debería modernizarse un poco. Ha recibido, y con razón, montones de denuncias de asociaciones ecologistas. En un día los pobres animales tienen que darle la vuelta al mundo y, encima, el gordo de rojo les da latigazos. Vamos, un despropósito en estos tiempos que corren. Así que por eso no se preocupe. Navidad sigue pensando que el wifi es una comida japonesa a base de pescado crudo. —Hizo una pausa y se acarició pensativo la borla del gorro. Salvador oyó un murmullo de satisfacción que no supo si provenía del doctor o del pompón. ¿Aquella prenda navideña estaba disfrutando con su desgracia? Fue demasiado para él. Se levantó y de un manotazo le arrebató el gorro al médico.

—¿Se puede saber qué hace? En la consulta cumplimos normas y no puede ir a contratiempo así como así —gritó el doctor intentando cubrir sin éxito su brillante y recién desnudada calva.

Él no le escuchó. Tenía los ojos encendidos en espíritu antinavideño. Giró la cabeza y se fijó en un cuenco con dulces que había encima de la mesa. Lo coronaba un cartel colmado en dibujos de caras sonrientes que decía “si este año has sido un niño bueno, te has ganado un caramelo”. No lo pensó dos veces. Vació todo el contenido del cuenco en el gorro y salió corriendo de la consulta.

Cabañas sintió un escalofrío al ver salir a su paciente. Abrió la boca para llamarle la atención, pero en vez de una reprimenda, de entre sus dientes surgió una nube de vaho. La nube cruzó la habitación y se materializó  a su espalda convirtiéndose en un señor mayor con gorra de lado, camisa tan florida que, en vez de plancharla, sería mejor regarla y unos pantalones de color amarillo tan chillón, que daban ganas de gritar con solo verlos. 

—Hombre señor Cabañas, ¿otra vez atendiendo en su consulta sin gorrito navideño? Pues ya sabe lo que toca. Llevábamos sin vernos desde la universidad y no se hace una idea de todo lo que tengo que contarle —dijo aquella aparición desprendiendo un fuerte olor a desinfectante y a año próximo. — Nunca antes me había transmutado en borla navideña, pero veo que, para enfadar a la gente y poder aparecerme para charlar, funciona a las mil maravillas. Por cierto, ¿a qué no sabe cómo va a terminar Juego de Cromos?

—Maldito sea. Que buena iniciativa ha tenido —comentó el doctor mientras se tapaba los oídos evitando la retahíla de spoilers que estaban por llegarle. —Encima se fue sin pagar. Es todo un ejemplo y va a estar curado antes de que termine el día.

Mientras, en la calle, Salvador estaba exultante. Desenchufó la decoración de una tienda de bombillas, mandó a una familia que quería ver a Papa Noel a una ferretería y le quitó a un perro un horrible jersey estampado con renos que, seguramente, el can no decidió ponerse.

Detuvo su maratón de fechorías y miró los caramelos que acababa de robar. Al gorrito le faltaba la borla. Recordó el cartel de la consulta y sonrió: “si este año has sido un niño bueno…” Desenvolvió uno y se lo echó a la boca. No estaba siendo tan bueno como marcan los cánones, pero también se lo merecía. Alzó la cabeza y observó la ciudad decorada con árboles disfrazados de nieve y farolas engalanadas con lentejuelas. Las luces habían dejado de molestarle. En ese momento, tuvo un irrefrenable deseo de disfrutar de algo navideño. Comenzó a buscar y, cuando iba a entrar en una tienda de turrones, un pensamiento tintineó por su mente.

—Un helado. Aunque haga frío prefiero comerme un helado.

Se compró un cucurucho doble de pistacho con chocolate y se marchó dando un paseo. Su Navidad podía esperar. Ya la celebraría cuando le apeteciera en abril, en agosto o tal vez el año siguiente. Era algo que ya no tenía importancia para él. Acababa de darse cuenta de que,  vivir a contratiempo, era lo que había buscado toda su vida.

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