miércoles, abril 24 2024

Relatos falaces, 4: La galería Ferrand by Félix Molina

Pasaba tantas veces por la galería que ocupa por completo el escaparate de Ferrand, el anticuario y taxidermista, que le gustaba llamarla así, aunque fuera para él solo. Era un hombre de mundo, extrovertido, que no dudaba en resolver de inmediato sus inquietudes, todo aquello que soliviantaba su curiosidad. En el momento de sus paseos por la galería le inquietaba la figura de cinco maniquís que ocupaban todo el escaparate y cuyos rostros no estaban vacíos o sugeridos: eran el calco exacto de un rostro humano. Un anciano, dos muchachos y dos muchachas se hallaban allá representados, con todas las galas posibles. Eran un buen reclamo. Lo mejor que podía colocarse debajo de aquel rótulo ya ruinoso: Ferrand e Hijas.

De modo que aquella mañana en que la lluvia también invitaba a ello, entró en la tienda. Ferrand lo recibió ¿alborozado? Hacía ya un tiempo considerable que no entraba alguien en su negocio con ese porte y esa luz en el rostro. No tardó en azuzar a su hija y empleada –bella entre sus arrugas– para que acercase una silla al recién llegado. Le gustaban su edad y su estatura. Era siempre hermoso recibir a alguien así.

—Querido amigo, no sé que le ha traído a este oscuro rincón. Usted dirá en qué podemos servirle.

—Atraen mi atención, cada vez que paso, los maniquís de su escaparate. Qué detalle el de sus facciones. Imagino que todo eso se paga bien…

Dejo caer esto al tiempo que la mirada sobre el interior del comercio. Era una pura escombrera. Retales de tapicería, frascos taponados con colas de arpillera, adminículos esparcidos por todo el suelo, alfombras donde se derramaba un líquido oscuro o donde descansaban libros abiertos por la mitad…

—Nos mantenemos, ¿señor…?

—Lavoisier, señor Ferrand. Lavoisier.

—Pues sí. Salimos adelante, señor Lavoisier.

Envuelto por la comodidad extraordinaria de la silla, le deleitaba detenerse en esa zahúrda mientras no dejaba de inquirir sobre los maniquís. Como un delicado intrigante, ahora dejó posarse sobre la habitación mortecina la especie de que estaba interesado en uno igual.

—Bien, igual es difícil. Porque todos son distintos. Cada uno tiene reflejada su… humanidad. Pero puedo ponerle en contacto con los fabricantes. ¿Quiere una copa?

Pensó que no podía hacerle mal, y la lluvia arreciando tras los cristales sucios bendijo esa intuición. La hija y empleada, vestida con un encantador desaliño, le sirvió en una copa de plata, casi medieval –que atribuyó al negocio–, un líquido espeso y de agradable olor que estaba etiquetado en la botella como coñac.

Abandonó de mala gana la mullidez del asiento para recorrer, copa en mano, lo que se dejaba trasegar de aquella tienda. En un punto pudo alcanzar a ver, muy cercano, entre las rendijas de la telilla que funcionaba como fondo del escaparate, el rostro de uno de los maniquís. El rigor era tan extremo que no desdeñaba pequeñas cicatrices, ni la caída de los ojos, ni las marcas que años de sol y de frío habían dejado sobre las cejas, bajo la nariz, en aquella parte del cuello que ya empezaba a ocultar la tela de la camisa.

—Es asombroso. Sencillamente asombroso.

En aquel instante, casi inadvertido, el anticuario asintió. La figura de su hija, cediendo a la sombra, se perdió por la trastienda un buen rato. Y emergió silenciosa, asintiendo también. No rechazó Lavoisier una tercera, y hasta una cuarta copa del coñac, entretenido como estaba en la magia de los maniquís, casi fotografías de un natural que intentaba ensoñar. Una de las muchachas colmaba la cifra exacta de cuanto estimaba que debía representar a una mujer. Abotargado por la dicha que le procuraba la representación y el estrago del licor, quiso alcanzar otra vez la silla deliciosa.

—Es fundamental que no se siente, señor Lavoisier.

Ferrand y su hija marcaron con sus cuerpos y sus sombras un camino para los pasos de Lavoisier, que no dudó en seguir el finísimo retal negro sobre las alfombras. Al fondo, una puerta practicable, tapizada con unos entorchados de fantasía, se abría y dejaba ver la oscuridad más absoluta. Entró. Maxine Ferrand, la hija menor y también empleada, manipulaba en el interior con frialdad y destreza el engranaje de las cámaras. La presteza era tal que en pocos minutos el señor Lavoisier ya estaba rodeado, más bien cercado por todo lo necesario. Apenas unos minutos más y un fogonazo en el centro mismo de su presencia fue la última luz que vio.

*** *** ***

Es digno de admirar el porte de Lavoisier, como escoltando asombrado a las otras cinco figuras. Pero, si alguna vez la lluvia le sorprende en la galería, acelere el paso y no se detenga.

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