Noche ya casi de verano. La rutina acostumbrada al salir de la oficina. Podría tomar un taxi o solo caminar una veintena de espaciosos minutos. O no. O adentrarme en lo profundo de la ciudad y su otra vida: el metro.Me gustan los trenes, pero los subterráneos son otra cosa. Esas bocas exteriores abiertas en plena calle, que invaden tu respiración con un aire siempre enrarecido, se me aparecen como una invitación a la antesala de algún infierno surgido a fuerza de férreas reglas y hábitos repetitivos.Entre automatismos de señales, luces, arranques y paradas soy una más. No obstante, algo se ve distinto esta noche. Más gente que la habitual. Sus voces traducen quejas y hartazgo, el servicio está demorado. Hay que esperar.Junto al disfraz cerámico que encubre el oscuro túnel, nacido al socavar el vientre de la tierra, un largo banco de madera me muestra un pequeño rincón vacío. Allí voy. Me siento. Esperaré. Maquinalmente busco uno de los dos o tres libros que llevo por compañía siempre en el bolso. Desde la cubierta, Noam Chomsky me pregunta: “¿Qué clase de criaturas somos?”.[1]─ ¡Oh! ¿Cómo saberlo?, amigo, pienso mientras mis manos buscan el señalador que marca la página en la que el destino detuvo la lectura.─ Me gustan las mujeres que usan tacones y tienen tobillos como los tuyos. Dice un hombre, en voz alta, mirando mis piernas, a las que señala con la punta de su maletín.De un salto las descruzo y escondo los pies bajo el banco. Desde esa posición, figurándome más segura, lo miro entre sorprendida e incrédula.─ Morocha, qué calor, ¿no? Y este jodido subterráneo que no aparece.No respondí, me enmudecía la extrañeza ante el desparpajo de este tipo. Solo pude asentir con mi cabeza, como signo de haber oído su comentario, y volver al libro:“(…) si somos organismos biológicos, no ángeles, gran parte de lo que tratamos de entender podría estar más allá de nuestros límites cognitivos… tal vez no podamos aspirar a una verdadera comprensión de nada, tal como concluyó Galileo y como, en cierto sentido, demostró Newton.”[2]El hombre, sin el menor atisbo de haber registrado mi incomodidad, acercándose y poniendo su boca casi junto a mi oreja, dice:─ Se te ve acalorada, morocha, ¿por qué no vamos a un lugar donde puedas ponerte más cómoda?Me levanté del asiento, lo miré fijo a los ojos y buscando un tono de voz aséptico, le dije:─ ¿Así conquistas mujeres? ¿Esta forma de hablarle a desconocidas te da resultado?─ No, —me respondió. Y muy convincente, agregó: Nunca.─ ¿Y no se te ocurre pensar que tal vez no funciona? ¿No se te ocurre pensar que deberías cambiarla?─ ¿Por qué lo haría? Es más fácil cambiar de mujer, —dijo casi al instante en que le sonrió, guiñándole un ojo, a una joven rubia que estaba a mi derecha.Notas:[1] Chomsky, Noam. ¿Qué clase de criaturas somos? 1ª ed. 1ª reimpresión. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ariel, 2017.[2] Ibídem, página 131.