jueves, abril 25 2024

ACORDEONISTA by José Luís Serrano Cantarín

Ilustración Roberto Horas

Hace cinco años. Hoy hace cinco años que no estás. Y te extraño. He trepado al contenedor más alto y estoy tumbado boca arriba. Es noche limpia y se ven todas las estrellas. Hay luna llena así que seguramente me verá algún oficial desde el puente y me caerá sanción o broncazo. Como si no supiera uno lo que hay; pero la mar está como un plato y estoy bien afirmado. 

Aquí arriba apenas se oyen los motores, aunque sí se siente la vibración. Es lo que tiene tanto hierro encima de un barco de hierro, que se le siente latir en cualquier lugar. Y a veces ese rítmico martilleo consuela con su constancia, con buena o mala mar, llegando a puerto o soltando amarras sigue con su ritmo constante, siempre presente en mitad del Atlántico o en el puerto Vancouver o de Sydney o en el mar de Arafura que tanta gracia te hacía. Hoy a plena carga y a veintidós nudos con mar llana, está siendo una buena travesía.

No es que tocases como un maestro, pero no lo hacías mal. A todos nos gustaba oír tu acordeón a proa y era como si el barco se deslizase yendo a buscar las notas que se hacían ecos por entre los contenedores. O como hacías en las salidas que te colocabas a popa y tocabas despidiéndote de cada puerto.

A mí me parecía que tu acordeón tenía dentro aires de todo el mundo.  Cálidas brisas tropicales y helados vientos del norte de esos que soplan en los fiordos.

Que una canción tuviera nombre de puerto era razón suficiente para que la aprendieras… pero lo que más me gustaba era cuando tocabas cosas de nuestros pueblos. Esas cancioncillas sabidas desde la infancia, que nuestros abuelos sabían desde la suya, y que traían picardías de novios, el milagro de una santa o el reto a los mozos de algún pueblo cercano… Ninguno lo íbamos a confesar pero sí que alguna lagrimilla teñida de nostalgia nos resbaló por la cara al compás de tu música envolviendo en la memoria la casa familiar, las labores del campo, hijos, esposa…padres los más afortunados… en fin, qué te cuento! Oír al otro lado del mundo los sones de tu pueblo emociona aunque tenga uno la piel llena de salitre de todos los mares y las manos desolladas por todos los cabos del barco. A lo mejor es que, como tú decías, es por ser así de brutos que tenemos la lágrima fácil.

Me acuerdo de aquella Navidad

A media noche de a bordo, sacaste el acordeón en el comedor y tocaste Noche de Paz.  Quienes no estábamos allí acudimos inmediatamente convocados por tus notas. Alguien empezó a cantar y los demás le seguimos. Éramos marinos de cinco países distintos, tres razas y  cuatro religiones al menos y yo que sigo sin creer en nada pero también canté aquellas estrofas … claro que  éramos sinceros deseando la paz para todo el mundo pero lo que salía de nuestras gargantas era el recuerdo de nuestros pueblos, la imagen de nuestras familias, el deseo de estar con ellos, así que cantábamos para espantar la pena negra de estar a medio mundo del abrazo soñado, de la piel querida, de la boca que mejor pronuncia nuestro nombre y cantar junto a quien es no más que un compañero de trabajo con el que no puedes compartir una confidencia porque no habláis el mismo idioma y no alcanzas más que mascullar very biutiful cuando te enseña la foto de una mujer y sabes que en algún momento tu vida puede estar en sus manos… y ahora, once personas cantan juntas Noche de Paz en cuatro idiomas a la vez  y para qué disimular el nudo en la garganta que es igual que el de los demás con galones y sin ellos…

Cuando empaquetamos tus cosas para devolverlas a tierra, yo abrí la caja del acordeón para mirarlo por última vez. Entonces me llamó el capitán y me leyó un trozo de una carta tuya en la que me lo regalabas. ¿Por qué? Ni sabía tocarlo ni voy a saber nunca. Si ni siquiera me caben los dedos en las teclas como para encontrar los botones sin verlos ¿qué estabas pensando? Sabes que la cabeza no me da para meter dentro qué significan esos dibujos entre las rayas que tú transformabas en música. Claro que me gusta mirarlos, que me atraen como todo lo incomprensible pero no es ese periódico con caligrafía rara que compramos  para llevar al pueblo y verlo con los amigos y qué dirá aquí. Es el misterio de que alguien sepa leer unos dibujos tan pequeños y convertirlos en música… y quien lo oye imagina y entonces… ¿qué pensaste que yo podía hacer?

He intentado hacerlo sonar… pero no sé si el instrumento se queja cuando estiro el fuelle o es tu Alma que dentro llora y me llama bruto… sólo con las teclas logré juntar tres o cuatro sonidos que parecen algo… pero no nos engañemos: No sé. No puedo. Quizás con mucho tiempo y alguien que me llevase de la mano, tal vez. Pero yo sólo, no.

Me hice anotar en un papel el orden en que debía pulsar cada tecla que también numeré y a escondidas estuve practicando. Sólo las teclas, los bajos no. Cuando llegó el momento no pude y el oficial de radio se dio cuenta de que estaba al borde de echarme a llorar. El empezó a cantar y poco a poco nos fuimos sumando todos. Esa Nochebuena cantamos para  nosotros y nuestros amores y nuestras casas. Cantamos para nuestros hijos y nuestros padres y para nuestras esperanzas y nuestros amigos…  Y para ti. De aquella primera noche de hace algo más de nueve años quedamos siete, los nuevos lo saben por referencias, porque se lo vamos contando según se acerca la fecha. Mira por dónde inauguraste una tradición, tú, el más descreído de todos. El que abominaba de los creyentes, de los ateos y de los laicos y de los ácratas porque todos tienen –decías- normas, ritos y jerarquías… pero no importa, esta pequeña celebración dice que la igualdad será posible algún día y a lo mejor hasta te nombramos santopatrón y te sacamos en procesión imaginando que estarás partido de la risa en la estrella desde la que nos mires…. Yo llevo el acordeón al comedor y lo saco de la caja. Poco a poco van llegando los francos de servicio y a medianoche el capitán toca una campanilla: Entonces cantamos.  Repetimos la canción una, dos o diez veces, hasta que la voz se nos rompe y unos se van, otros quedamos en silencio con el vaso en la mano.

Y ahora, en este último viaje mío ¿qué hago cuando desembarque?  Me llevo  el acordeón a tierra o lo dejo a bordo para que siga dando vueltas al mundo sin que nadie lo toque, esperando la fortuna de que alguien como tú embarque y lo encuentre… y alguna Navidad pueda sonar Noche de Paz en medio de alguna mar ojalá en calma y ya no sea un deseo sino una certidumbre.

                                                                    …    …   …   …   …  …   

Aún me estremece el frio de aquel último desembarco.

Esperé en un bar del puerto a que el barco zarpase… Se desvaneció entre la neblina mientras en mis oídos hacían eco los ruidos y las voces tan cotidianas hasta ayer y ya parte del pasado.  Dije a quien me vio «que el humo del cigarrillo en los ojos» pero era una lágrima del corazón. 

Digo que se desvaneció pero sólo lo supongo porque no pude mirar. Ni siquiera cuando sonó el sirenazo más largo y profundo que he oído nunca. Supe que era para mí como sabía que estaban en la borda todos los compañeros… y mis ojos fijos en el vaso aún lleno y el mármol viejo de la mesa. 

La noche anterior hablé un buen rato con el capitán y le hice partícipe de mis dudas. No sé si él descendió a mi altura o me ascendió a la suya pero en el ir y venir de las palabras estaba el respeto y aprecio que se profesan los hombres de la mar abrigados por algún recuerdo común.

Han desaparecido de mis manos las durezas. Sólo queda el eco del apretón de manos del capitán, el último abrazo con la tripulación y la caricia a una teclas que nunca pulsé como se debe… pobre acordeón, ¡tan bien como sonaba en tus manos!  A lo mejor algún día… Sí. Algún día. Seguro.

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