jueves, abril 25 2024

Difusa —09 La cita by Paula Castillo Monreal

Estaba allí por casualidad, mi padre me había pedido dinero prestado para la última letra del coche. «Pero esto no se lo contamos a nadie», me dijo. Así que pensé que el restaurante Casa Pablo era un buen lugar para esconderse de cualquier mirada indiscreta. Me había pedido un vermú mientras le esperaba en el salón de la planta baja. Allí era raro encontrarse con alguien conocido, lo tenían reservado para los políticos.            Me decía una y otra vez a mí misma que sería la última vez, y si no era la última, por lo menos dejaría de ser un secreto. Mi madre tendría que saberlo. Ella que no se compraba nada sin pensar en él o en cualquiera de nosotros, y él se gastaba el dinero en algo que no sabíamos nadie. La hija que lo resuelve todo. Entonces sí me llamaba por teléfono. Me lo imagino rebuscando en su cartera de piel el papelito doblado con el número del fijo y el móvil. Nunca se lo aprendió de memoria. Solo lo usaba para pedirme dinero.            —Hija, quería saber si podíamos quedar tú y yo solos —me decía.            Y yo ya sabía el motivo. Y hacía que me marease, era la más tonta y absurda de la familia. Daba igual lo que me contase; que el banco le había retenido la pensión por error, que necesitaba arreglar el coche que le había terminado de pagar yo, o que las medicinas que le habían mandado a mi madre no las cubría la seguridad social. Nunca le escuchaba, me odiaba a mí misma, sentía rabia; sabía que se lo prestaría sin preguntar para qué lo quería en realidad. Era consciente de que me mentía, pero aquellos eran los únicos días en los que me sentaba a comer con mi padre a solas. Ese era nuestro secreto, nuestro lazo de unión. Él confiaba en mí, sabía que no le delataría, y eso me enorgullecía: su confianza.            En aquellos momentos siempre sentí la tentación de preguntarle en qué se gastaba el dinero. Le miraba y no me parecía que tuviese alguna amante, o varias. Jamás le vi mirar de manera especial a ninguna mujer. A mi madre tampoco. Y no me lo imaginaba en un bar de alterne. Tampoco se interesó nunca en el juego, que yo supiera; alguna vez le vi frente la máquina tragaperras de Paco pastel, pero tardaba poco en rendirse. Lo que sí sabía es que el aperitivo y el güisqui de la tarde, no lo perdonaba. Pero vamos, creo yo que esos pequeños vicios no eran los causantes de su ruina. Sí de la mía, porque para mí, quinientos euros, aunque fuera una vez cada seis meses, era una cantidad demasiado importante.              Pedí el segundo vermú con la firme proposición de hablarlo con todos. Hasta ahí, y ya. Estaba dispuesta a perdonarle lo que me debía, pero no le daría más. No en secreto.Miré la mesa que se alargaba sin límite al lado de la nuestra. Estaba montada para catorce comensales; el ruido sería insoportable, pensé.  Dudé de que la conversación pendiente e íntima se fuese a producir ese día, le daría los quinientos euros y ya está. También comencé a dudar de que mi padre llegase. Era rígido con la puntualidad; ni un minuto antes ni uno después. Yo también tenía lo mío, y llevaba casi una hora esperándolo. El billete de quinientos euros me ardía en el bolsillo, metía la mano y lo doblaba una y otra vez. Me hubiese gustado que desapareciera. Eso le diría: se esfumó y no tengo más.Cuando la mesa de catorce comensales se completó, me levanté decidida a marcharme. No aguantaba ni otro vermut ni el escándalo que tenían los de al lado.—¿Habéis oído lo del autobús que ha ardido en la carretera de A Coruña? —preguntó un tipo rubio, guapo, vestido con traje y corbata azul como todos. Igual a todos.—Sí —contestó otro mientras le daba un beso a la mujer que estaba sentada junto a él—. Creo que un viejo salió corriendo por la autopista convertido en llamas. Se ha organizado un caos.                        Cuando llegué al hospital, mi padre estaba en cuidados intensivos. Nadie se explicaba cómo pudo salir corriendo del autobús. «He quedado con mi hija, he quedado con mi hija», me dijeron que gritaba. Abracé a mi madre y le metí los quinientos euros en el bolsillo del abrigo.            —Por si necesitas algo para ti —le dije.             

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