
Imagen tomada de Pinterest
Me contaron mis abuelos que hace años vivían en el pueblo dos hermanas enjutas y desgastadas a las que todos llamaban Las Gadañas. Eran apenas sendos amasijos de hueso envueltos en telas negras que no se relacionaban con los vecinos ni bajaban a La Pola al mercado. Vivían allí desde que el más anciano tenía memoria, y el nombre les venía por uno de sus inusuales quehaceres: segaban a guadaña la hierba del cementerio por las noches, y con ella alimentaban a sus animales, tan enjutos y desgastados como ellas. No tenían hombre alguno que las mantuviera, se valían por sí mismas, permaneciendo en la casa, cerrada a cal y canto por el día, y acudiendo al cementerio a la oscurecida.
Cuentan que mi tatarabuela, Eudosia -en griego, "la de buena honra o buena fama"-, las encontró una vez cuando iba a lavar al río. Allí vio dos bultos negros a la orilla que primero creyó dos alimañas moribundas, pero que al acercarse se revelaron como dos mujeres, o lo que quedaba de ellas. Las reconoció enseguida porque ambas tenían un ojo velado, la que era ligeramente más alta, el derecho, el izquierdo la más baja. A cuatro patas sobre el lodo del río, las manos dentro del agua, sacaban piedras con los dientes, como osos pescando salmones. Las encías sangrando, resoplaban por la grieta en la que en otro tiempo hubo una nariz, esparciendo el vaho que resultaba del contraste con el agua helada. La escena era de lo más siniestra. Entre las dos había un montón de guijarros amontonados, y parecían estar sumidas en una suerte de éxtasis místico.
- ¿Pero qué hacéis?- preguntó Eudosia.
El trance se detuvo por un instante para clavar la mirada en la intrusa, que llevaba un cesto cargado de ropa apoyado en la cadera. La más alta respondió con voz de asmática:
- Esto lo hacemos para no causaros daño a vosotros.
- A vosotros -coreó la más baja.
La forma en que la escrutaban y esa manera en que las cabezas bailoteaban arriba y abajo sobre los angulosos cuellos, hacía que Eudosia pensara en dos buitres acechando.
-Anda, que... cuando el diablo no tiene qué hacer... Si os dedicarais a dar de comer al ganado como Dios manda…
La más baja bufó como un gato. La de buena fama sintió un escalofrío, y decidió ir un poco más abajo para lavar. Era mejor no tratar con locas. Y desde luego aquellas lo estaban.
Se alejó lo que pudo, aunque aún podía verlas serpear en la orilla como dos anguilas. El agua gélida le cortaba los nudillos, ya en carne viva no solo por lavar -la azada, el viento, la tierra-, y dificultaba enormemente la tarea de sacar las manchas amarillentas de los marianos de los hombres de la casa. Las rodillas se astillaban contra el suelo, a pesar del apoyo de lana que había preparado para protegerlas, y la espalda era un junco demasiado curvado por el viento de las duras tareas. Le llevaría un buen rato frotar, aclarar y escurrir todo aquello antes de llevarlo a tender. Y para colmo, el jabón de manteca empezaba a escasear. Aún quedaba casi un mes para San Martino, así que tendría que racionarlo antes de poder hacer más tras la matanza.
Cuando acabó se dio cuenta de que Las Gadañas ya no estaban. Así que más despreocupada, emprendió la vuelta a casa con el cesto bien apoyado en la cadera, ahora mucho más pesado que antes. Entró por el corral para tender antes de meterse en la cocina, y el cesto cayó al suelo cuando vio que allí en su patio estaban los dos buitres huesudos, aguardándola. Como títeres sujetos por cuerdas invisibles, sus movimientos eran espasmódicos, y la alta se apoyaba sobre el hombro de la otra mostrando su sonrisa de hiena.
- ¡Fuera de mi casa!- gritó mi tatarabuela.
- Ya te queda poco jabón, Eudosia…-dijo la menor.
- Quizá debiéramos adelantar la matanza…-secundó la mayor.
Entonces la puerta de la pocilga se abrió sola, y el cerdo salió sin miedo al centro del corral, como nunca en la vida.
- Dejad al gocho tranquilo y marchad- pidió Eudosia con cierto nerviosismo patente en la voz.
- Hay que ver lo hermoso que lo tienes ya- observó la de la voz de asmática.
- Desde luego, es un cerdo bien alimentado- añadió la de voz de cristal arañado.
El animal, que un minuto antes estaba tranquilo y lozano, empezó a tambalearse peligrosamente.
- Mira qué jamones más buenos va a dar…-continuó la alta.
- Buenos jamones, sí…- terció su hermana.
El gocho dejó de poder sujetarse con las patas de atrás, y tuvo que apoyar los cuartos traseros en el suelo.
- ¡Y qué lomo!- siguieron.
- ¡Un lomo delicioso!
Tras sacudirse y gruñir, el animal cae sobre la panza.
- ¿Qué estáis haciendo?- interrogó Eudosia.
Y cuantos más piropos lanzaban hacia el gocho, más parecía enfermar, hasta desplomarse de costado y empezar a convulsionar.
- ¡Parad!- gritó la dueña del animal.
Pero las alabanzas no se detenían, y el bicho ya tenía los ojos en blanco y echaba espumarajos por la boca. Si seguía la perorata maléfica, moriría, y era el único sustento de la familia, Eudosia no podía permitirlo.
En un arranque de valentía, con sus dos hijos pequeños y el que venía de camino en mente, arremetió contra aquellas brujas hasta empujarlas contra la pared, la mano izquierda en el cuello de la alta, el codo de la mano derecha apretando bien el gaznate de la más baja.
- ¡Como se muera el cerdo os juro por Dios que vos mato! ¡Vos mato!- sentenció bien cerca del oído de ambas, escupiendo las palabras entre los dientes apretados por la rabia.
Al no ver al cerdo moverse, golpeó la cabeza de la mayor contra la pared.
- ¡Haz que se levante! ¡Ahora!- gritó apretando más su tosca mano alrededor del cuello de aquella urraca.
Sin la carne de aquel animal estaban perdidos. Perdidos del todo. No podía permitirlo. Casi empezaba a escuchar crujir los huesos de aquel pescuezo bajo su manaza de labradora, cuando el gocho se levantó y tras dar dos o tres tumbos, se paseó tranquilo por el corral antes de entrar de nuevo en la gochera por su propia pezuña.
Eudosia soltó de golpe a las dos arpías, que tosieron aliviadas, lívidas y sudorosas. Entró corriendo al cubil para ver al puerco, que comía con calma berzas y patatas cocidas que ella misma había arrancado de la tierra con aquellas manos. Cuando salió ni rastro había de Las Gadañas.
Desde entonces, cuando Eudosia va a lavar al río, echa al agua todos los guijarros de la orilla. Eso no impidió que al nacer, en vez de un pan, la criatura, trajera una piedra bajo el brazo.
1 Comments
Las Gadañas son esa clase de mujeres con las que me citaría para conocernos mejor.