19. Pero una fiebre de mariposa gigantesca
En el avión de vuelta al Cerro –sigo con el flashback, pero qué sentido tiene una reversión del tiempo para un fantasma, para el que toda la piel de lo pasado, lo presente y lo futuro es la misma–, en un asiento que está entre Litti y Juárez (y que nadie ocupa y ocupo yo), atravesando, aun en mi descarnamiento, unas turbulencias con miedo. Sobresaltado. Y más desde que Juárez, rotundo e indagador, se dirige a mí:
—Qué alegría encontrarle en el pasaje, inspector. No me ha parecido verle en el entierro…
Me palpo mentalmente la ropa. Por un momento pienso que Juárez es ese vate de ojos rubendarinianos que ve más allá de las carnes presentes. Pero no, para mi sosiego un embellecedor del Boeing me devuelve mi efigie materializada, con un bigotito como de Cernuda o del primer Ángel González. Se me ocurre, como una extraña idea, mi juventud. Y sueño con las calles de Zaragoza, entre estas nubes que sobrevuelan selvas y despoblados. Casi se me olvida, repuesto del susto, responderle a Juárez.
—Suelo ser discreto en estas circunstancias. Lo noté a usted muy alterado. Lógico.
Juárez se fija justamente en mi bigotito.
—Sí. Se trata de una muerte injusta como pocas. Una muchacha, en la miel primera de sus éxitos. Y envuelta en sangre, tan sucia entre toda su limpieza.
Repaso con rapidez la libreta de notas de lo que tiene que ser mi cabeza. Litti, al lado, es una entidad roncante, por unos minutos desconectada del pulpo de sus cámaras. Sí: no trascendió el detalle del encharcamiento de sangre, solo si acaso lo del cuchillazo. Juárez es de repente más sospechoso aún. Le miro las manos. Tiene en ellas el ejemplar de Con los ojos de otro que debe de tener dos páginas menos (la del anverso y la del reverso, una par y otra impar).
—Siempre es bueno echarle un vistazo a lo escrito, ¿verdad, Roberto?
—Me enfangaron, justo antes de venir para acá, con una nueva edición, inspector. Anagrama, que no para de venderla…
Ahora se miró él las manos, con la novela entre ellas como si fuera un artefacto explosivo.
—Imagino que a veces le entrarán ganas de deshacerse de páginas enteras…
Quizás un poquito directa la indirecta. Pero un fantasma se la puede permitir. No tiene huesos ni pellejo que sufra las embestidas.
—Ah, no lo sabía tan enganchado a lo literario… Pues sí, de esta me sobran más de una mano de páginas.
Se reía con los dientes, pero dejando entrever la lengua saburral.
—La lectura es para mí un pasatiempo. Algo le he leído.
— ¡Hombre, pues opine, opine! Ahora soy yo el que hago las preguntas.
El avión se zarandea, trastocando el momento del zumito que reparten las azafatas. Litti, despierto, parece revisar sus conexiones ópticas, como si fuera una criatura cibernética. Yo aprovecho para despistarme, pero Juárez insiste con su mirada charra, como montada en el caballo de su nariz.
—Solo le eché un vistazo a esa, la que le van a reeditar. Me parece curiosa. Eso de que dos suicidas se peleen por un fantasma tiene su recorrido.
—Y su corrido, inspector, su corrido también.
Se carcajea. Y Litti le acompaña, como refocilado en una bizarra unidad: el rey del thriller melodramático y su mascota, el ciberpoeta minimalista. La voz desde la cabina del piloto, alertándonos, me salva.
