
Ilustración tomada de Pinterest
Fragmento de la novela LA ENANA Primera Parte El huracán (Capítulo 2)
En el octavo y último piso del hospital se encontraba la sala de espera de la sección de obstetricia. Como hormigas enloquecidas, caminando de un extremo a otro del corredor, algunos familiares aguardaban con ansia el momento de escuchar la buena noticia traída por la enfermera-auxiliar del obstetra de turno, la cual, de vez en cuando, se asomaba por la ventanilla de cristal de la puerta: padres primerizos o no, familias numerosas o no... Allí esperaban. Con los nervios a flor de piel... Termos con café con leche para los que habían pasado la noche en vela... Cajetillas de cigarros, bocanadas de humo... «PROHIBIDO FUMAR»... (¡Maldito cartel! ¿Quién lo habría puesto?)
Mientras tanto, en el quirófano de la unidad de partos el trabajo se había prolongado más de lo debido. A pesar de las fuertes contracciones sufridas por la madre desde la madrugada anterior, y no obstante la normal dilatación del cuello uterino, se había producido un prolapso del cordón umbilical, provocando una notoria disminución en el suministro de oxígeno al bebé.
En fin, no quedaba alternativa que no fuera la del nacimiento por cesárea. La gravedad de la situación y el escaso tiempo para actuar no permitían, ni siquiera, pedir el consentimiento de la mujer que estaba por dar a luz; tampoco avisar al padre de la criatura y demás familiares allí presentes. No había ocasión para titubeos: salón de operaciones, anestesia instantánea... Minutos de tensión, veinte exactamente...
Y una tibia criatura era extraída del útero materno. Una niña, tal y como se esperaba.
El cuadro clínico al nacer fue, en general, normal. Sus reflejos involuntarios resultaron ser buenos. Se le hicieron dos primeras pruebas de sangre para detectar el grupo sanguíneo y el nivel de oxigenación. Su ritmo cardíaco, en regla. Lloró. Respiró normalmente.
Sin embargo, con respecto a su cuerpo físico algo parecía no andar bien desde la semana 35 del embarazo. En aquel entonces, la ecografía había arrojado una diferencia de crecimiento en el sistema óseo del bebé: húmero y fémur mantenían las mismas medidas de la semana 32, mientras que los demás huesos aparecían con un crecimiento normal. Ello había obligado a la obstetra a poner en alerta a los progenitores de la criatura. Era posible que la niña naciera deforme.
Y así fue. Al nacer, sus cortísimas piernas parecían estar arqueadas, los huesos largos no guardaban correspondencia de longitud con los cortos, sus manos estaban mucho más desarrolladas con respecto a los brazos (estos eran muy pequeños) y su frente acusaba una ligera prominencia.
Veredicto clínico: ENANISMO ACONDROPLÁSICO. Lo cual implicaba que, al cabo de algunos meses, el crecimiento del entero cuerpo de la niña dejaría de arrojar datos de normalidad y se mantendría por debajo del quince por ciento de la estatura estándar.
Ésa fue la noticia que llegó a la madre minutos antes de que le dejaran ver a la criatura. Aparentemente, ésta recibió el impacto del mensaje sin dar muestras de perplejidad. En el fondo, la primeriza sabía que la recién nacida no sería una niña físicamente igual a las demás: los resultados de los últimos exámenes pre-parto no habían sido demasiado alentadores.
No obstante, sus expectativas seguían llevando un sello de triunfo. A fin de cuentas, su hija había nacido sana y era eso lo más importante.
Debía ahora decidir qué nombre ponerle.
Entonces, una sonrisa se dibujó en su rostro... Una sonrisa, tal vez cargada de un ápice de sarcasmo.
Horas antes del nacimiento, la joven madre había valorado la idea de llamarla «LILI», nombre del huracán que se encontraba azotando el país durante esos días. Pero cuando aquel hombrecito vestido de verde llegó, cuaderno y bolígrafo en mano, para inscribir a la recién llegada al mundo, rara fue su respuesta: «FURIA. Sí, sí, escriba eso mismo. FURIA. Me gusta ese nombre», dijo.
Por supuesto, no poco fue el asombro de padre y parientes. «Un nombre más adecuado para una yegua que para una niña», no tardó en dar su opinión la abuela paterna. «¡Pobrecita!», desde su cama se escuchó mascullar a la señora que compartía la habitación con la mamá de la niña enana.
En realidad, era un nombre poco común para una niña poco común en un tiempo poco común.
La enana (Ediciones Camelot, 2019)
