1
Antonia lo había pasado muy mal en la guerra. Hambre, miedo, abandono; todas las cosas terribles que ocurren en los conflictos bélicos. Vivía en un pueblo de Extremadura, cerca de Badajoz. Allí habían llegado las tropas de Franco y se habían hecho los dueños de la zona a sangre y fuego. La familia de Antonia se había desperdigado. Sus hermanos mayores habían muerto en el frente junto a su novio. Su padre había sido fusilado cuando entraron en el pueblo los falangistas. De la familia del novio, no había tenido noticias. A ella y a su madre las cogieron las tropas moras y como tantas otras mujeres sufrieron la humillación de los vencedores.
Por intercesión del cura párroco del pueblo habían salvado la vida y pudieron escapar lo más lejos posible de ese horror. Lo único que estaba a salvo era Madrid, y hacia allí se dirigieron. Con las cuatro cosas que pudieron salvar entre las dos, metidas en un hatillo; un poco de comida y unas ropas. Así marcharon por la carretera las dos solas, tragándose las lágrimas y con los dientes apretados. En silencio. Evitando las carreteras, por caminos polvorientos y bajo un sol abrasador.
Cuando llegaban a un pueblo o aldea contaban las atrocidades que habían pasado. En general no las creían. ¡como era posible que el cristianísimo ejército se acompañase de esos moros paganos en contra de los propios españoles!
A veces las llevaban en coche o camiones requisados por los sindicatos hasta el pueblo siguiente. Cada vez formaban una columna de gente más nutrida, con las familias que huyendo de la guerra solo veían la salvación en Madrid.
2
El doctor Jacinto García no paraba ni un minuto. Era funcionario de la República, había ganado su puesto por oposición y vivía entregado a su trabajo. Todo el día en el hospital atendiendo heridos. Mañana, tarde y noche. Los pocos ratos que podía dormir se echaba en una cama improvisada de su despacho para dar una cabezada.
Era un hombre joven, alto, delgado, lo más llamativo de su enjuto rostro era sus gafas; grandes y con montura negra. Eran como un parapeto que le servía para ocultarse de los demás mortales. Su rostro siempre mal afeitado con una sombra oscura por la barba era, sin embargo, afable, como la cara de un niño. Su barbilla cuadrada expresaba su decisión, a veces, rayando en tozudez. Era un hombre íntegro que no se amilanaba cuando pensaba que tenía la razón de su parte. Eso le había hecho merecedor la consideración de otros compañeros mayores que él y el respeto de pacientes y subalternos.
Después de dos años y medio de guerra apenas quedaba personal cualificado en el hospital. La mayoría habían escapado a la zona nacional, o a otros sitios donde tenían familia y la vida era más fácil y menos peligrosa. Él había venido de Badajoz a estudiar medicina a Madrid y se había quedado una vez terminada la carrera; llevaba dos años trabajando en el Hospital Clínico. La guerra había truncado todos sus sueños y esperanzas. Era hijo único y su madre, viuda de un terrateniente, había sufrido las represalias del pueblo al inicio del conflicto. No había vuelto a saber nada de ella.
El trabajo lo utilizaba como forma de evasión, para escapar a una realidad que le comía por dentro. Sentía que había abandonado a su madre y eso es lo que le retenía en el Hospital; el no abandonar a sus pacientes. En muchas ocasiones le habían recomendado escapar, pasarse al otro bando, a los de su clase. Pero ya le daba igual. Su sitio estaba con los que le necesitaban.
Al ser uno de los pocos médicos que quedaban en activo, se había convertido, sin quererlo y pese a su juventud, en el director del hospital. Sobre él caía la gestión, abastecimiento y organización del centro. Los pocos profesionales, médicos y enfermeras, que aún quedaban estaban desbordados. Parte de su labor consistía en enseñar a voluntarios para ayudar en el quirófano o atender las primeras curas en el frente; de forma que los heridos llegasen en condiciones de ser atendidos con las mínimas garantías.
A través de las Embajadas, principalmente Británica, Francesa y Portuguesa, obtenía medicamentos. Sobre todo sulfamidas, unos productos nuevos que actuaban contra las infecciones y lo más preciado, morfina; ese líquido en ampollas que evitaba los dolores. También conseguía éter para poder anestesiar a los heridos y, cuando tenía suerte, llenaba una camioneta con vendas, gasas, algodón y diverso material de curas indispensable para el funcionamiento del Hospital. Siempre que podía despistaba alguna caja, se hacía el distraído y se llevaba lo que no era para él. Los funcionarios de las Embajadas lo sabían y entre sonrisas decían ¡ya viene Robin Hood!
3
Antonia había comenzado a ir al Hospital Clínico al poco de enfermar su madre. La tristeza, la malnutrición y las condiciones pésimas que había llevado durante toda su vida la hicieron presa de la tuberculosis. Una tisis galopante con tos y expulsión de mucosidad con sangre la tuvieron postrada en la cama del hospital durante tres meses; la pobre se iba apagando poco a poco, como la llama de una vela. En ese tiempo Antonia no se separó de ella. Y empezó a cuidar también a los enfermos de la misma planta con una abnegación que solo el sufrimiento puede hacer.
Cuando su madre murió ella continuó en el Hospital.
Antonia y Jacinto se conocieron en el Hospital, ella trabajaba de voluntaria con otras mujeres y él les daba las nociones básicas de los cuidados de enfermería. Pronto se fijó en ella. Delgada, morena, con unos ojos negros y profundos llenos de soledad. Hablaba poco. Tímida y retraída con los hombres, así la definían sus compañeras; dadas a bromear continuamente y a vivir cada día como si fuera el último de sus vidas. No en vano veían a diario el horror de los heridos, los del frente y los civiles que caían en los bombardeos.
Jacinto se fijó en Antonia. Ambos eran extremeños. A Jacinto le atrajo su humanidad y su abnegación. Su disposición al trabajo. Siempre estaba allí donde se la necesitaba. Dispuesta para ayudar en las situaciones más difíciles, con los heridos más críticos. Le gustaba su presencia. Su cara, su mirada y su sonrisa. Ella no era como las otras mujeres del Hospital que le miraban y provocaban; se le insinuaban de forma abierta y descarada. Antonia era seria y formal. Si no fuese por la guerra y el caos. Bueno, en realidad, si no fuese por su timidez trataría de acercarse a ella.
Antonia siempre buscaba la manera de estar junto a Jacinto; él era muy predecible, y eso hacía que se adelantase a sus pensamientos y a sus peticiones. Le hacía gracia lo torpe que era con las mujeres. No entendía las bromas ni las miradas que le echaban sus compañeras. Las insinuaciones, cuando eran muy evidentes, producían su sonrojo y se parapetaba detrás de sus gafas y usaba su bata blanca como una armadura con cota de malla. Nada le podía penetrar.
A veces sus manos se rozaban en una cura o durante una operación y Antonia notaba su zozobra y se reía para sus adentros. Como le gustaba mirarle enfrascado en una cura o cuando fruncía el entrecejo cuando estaba concentrado.
De esta noche no pasará, se repetía Jacinto una y otra vez. Un paciente agradecido le había regalado una botella de vino y un cuarto de queso; todo un manjar en esos tiempos. Invitaría a Jacinta a su despacho para cenárselo.
Y así fue. De forma torpe le dijo, o le sugirió; aunque en realidad pareció una orden. “Cuando termines ven a mi despacho. Bueno, si no te importa. En realidad quería decir que si no tienes otra cosa que hacer, quería decirte algo. Bueno, no es nada”. Las palabras no le salían, se aturullaba cada vez más. Como podía ser posible que todo un médico, el gran jefe del Hospital, el hacedor de imposibles fuese incapaz de atinar dos frases seguidas y coherentes. Esto pensaba Antonia entre divertida y asombrada. “Que quieres, camarada doctor, le dijo con una sonrisa. ¿Me estas pidiendo una cita?”
Al día siguiente algo había cambiado. Habían pasado la noche en el catre. Abrazados para estar lo más juntos posible; sin dejar de amarse, de abrazarse; besándose, entrelazados, uno encima y otro abajo, y viceversa y otra vez otro viceversa. Fundidos en uno, sobre todo para no caerse de esa cama tan pequeña. Felices y contentos; sordos y ciegos al drama que les rodeaba.
4
El 1 de abril de 1939 acabó la guerra. Y como dijo el último parte:
“En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1º de abril de 1939, año de la victoria. El Generalísimo. Fdo. Francisco Franco Bahamonde.”
El coronel Casado, después de dar el golpe de estado, se había rendido. Pensaba que así la guerra terminaría antes y podría pedir clemencia para las tropas republicanas. No fue así, a él lo fusilaron inmediatamente; se abrieron un montón de campos de prisioneros; y un éxodo cruzaba la frontera francesa en unas condiciones lamentables.
Pero no llegó la paz, solo había llegado la victoria y con ella la represión, las purgas, las detenciones y los fusilamientos. Juicios sumarísimos se sucedían. La mitad de la población de Madrid estaba en el ojo del huracán. Y el doctor Jacinto García no iba a ser menos; allí estaba, dando explicaciones de su actuación. Del porqué había seguido en su puesto ayudando a esos rojos vendepatrias, a esa canalla asesina, a esa horda comunista y atea. Él que era un buen católico, de una reputada familia de Badajoz, que habían asesinado a su madre, una pobre viuda que su único delito fue tener un crucifijo en casa. De nada sirvió su falta de militancia en ningún partido de izquierdas, la abnegación de su trabajo por encima de cualquier ideología. Incluso acudió gente, pacientes y otras personas que ni siquiera conocía; gentes adictas al régimen nacional, a declarar por su inocencia. Muchos intercedieron por él y eso le salvó.
Pero no a cualquier precio.
El coronel instructor le dijo secamente: cásate y vete de Madrid. Te buscaremos un destino de médico en algún pueblo perdido. Por tu bien, espero no verte más. Decía esto mientras le tendía un despacho con su nombramiento oficial, documentos, cartilla de racionamiento y demás papeles oficiales indispensables para poder llegar a su destino.
5
Ayllón, un pueblo de la sierra segoviana, en su extremo más noreste, lejos de todas partes, mal comunicado, más cerca de Ávila que de cualquier sitio. Un sitio frío e inóspito; un pueblo muy pequeño y muy bonito; con poca gente, algo más de mil vecinos y otros muchos desperdigados por aldeas y pedanías en un área de unos 20 km a la redonda. Por carreteras inexistentes, caminos que una vez estuvieron señalizados; sendas que solo conocían los lugareños.
Allí llegaron Antonia y Jacinto. Habían conseguido una vieja Moto Guzzi de las cedidas por los italianos en la guerra, a la que habían acoplado un sidecar; y así se habían trasladado. Iban cargados con todos los enseres que pudieron recoger. Útiles de cocina, ropa blanca, ropa de abrigo, comida para el viaje; incluso mantas, sábanas y tela para hacer colchones que pensaban rellenar con borra o paja, y tal vez lana si tenían suerte. Y una maleta con el instrumental médico básico que había obtenido del Hospital Clínico cuando fue a despedirse; aunque no quedaba nadie de sus antiguos compañeros. Además unos cuantos bidones de gasolina para ir rellenando en donde fuese posible. Ya no cabe una estampa más desolada que ese vehículo marchando hacia el destierro con unas míseras posesiones. Don Quijote y Sancho Panza por las llanuras manchegas no ofrecerían una figura más triste.
Habían tardado casi un día entero en recorrer los apenas 150 km que les separaban de Madrid. Por unas carreteras infames, cortadas en varios sitios con controles militares cada pocos kilómetros; la subida del Puerto de Somosierra había sido espantosa, la moto no tiraba, no tenía fuerza. No hay palabras para describir la desolación de la inmediata postguerra en esos lugares. Los bombardeos de la batalla del frente norte habían desolado el paisaje. No existía nada que pudiese servir de referencia. A veces se adivinaban vestigios de lo que pudo ser una carretera entre socavones producidos por las bombas y hoyos y pasajes de trincheras. Aún se veían esqueletos y hierros retorcidos y herrumbrosos vehículos de guerra y tanques en mitad del campo.
Conseguir gasolina había sido una tarea titánica. A veces la carretera desaparecía por anteriores bombardeos y tenían que dar un rodeo de varios kilómetros para llegar a algún sitio donde un puesto de mando militar o de guardia civil les proporcionaba unos litros del preciado combustible.
Prefirieron pasar la noche en Buitrago, a mitad de camino. Los papeles que llevaban de la Capitanía General de Madrid les permitieron pernoctar en lo que era el Cuartel de la Guardia Civil, una antigua casona destartalada que solo mantenía el tejado en dos estancias. En un rincón les pusieron unos haces de paja y se tumbaron sobre unas mantas. En cuanto despuntó el alba reemprendieron el viaje.
En llegar a Riaza emplearon solo medio día. La carretera estaba mejor, y la orografía del terreno era más llana; en comparación con la primera parte del viaje; esto era un paseo.
Llegaron a Ayllón con las últimas luces del día. Se presentaron al alcalde don Pascual Matesanz quien les acompañó a la Casa del Médico, el lugar que sería su vivienda y consultorio. Una casa destartalada que daba a la plaza y a la iglesia y que había servido para todo durante la guerra. Centro de mando, calabozos, almacén de intendencia, cuadras, centro de refugiados, por nombrar algunas.
El lugar estaba casi vacío, apenas tenía mobiliario y el que había estaba destrozado. Se veían escombros, suciedad. Faltaba alguna ventana y por ella se habían colado pájaros que habían construido sus nidos en las vigas que quedaban al aire.
Allí descargaron sus pocos enseres.
6
La llegada de Antonia y Jacinto fue todo un acontecimiento. Al día siguiente una horda llegó a primera hora para adecentar la casa. Las mujeres armadas con escobas, cepillos, bayetas y lejía, mucha lejía. Los hombres con herramientas para apuntalar puertas, colocar ladrillos, reparar tejas. Y también con tabaco y aguardiente para pasar mejor el trabajo. Arreglaron la bomba del agua que de forma manual se obtenía del pozo. De otras casas medio derruidas obtuvieron los materiales necesarios para componer las carencias que precisaban.
Una vez que los principales desperfectos de la casa estuvieron terminados, llegó el momento de dotarla del mobiliario apropiado. Para ello todo valía. De todas las casas llevaron algo. Las que estaban abandonadas o semiderruidas fueron saqueadas del todo. Obtuvieron unas sillas de diversas formas y colores, dos mesas, una para el comedor y otra para el despacho. Trajeron una alacena y un armario, y un espejo y una mesilla, y un montón de cosas que pronto hicieron de esa casa un proyecto de hogar. Hasta la cocina quedó completamente surtida de sartenes, cazos, ollas, cacerolas, cubiertos; incluso llevaron un mantel.
“Don Jacinto queremos que se sientan ustedes en nuestro pueblo como en su casa”. Era la repuesta ante cualquier protesta del matrimonio.
Cuando acabaron con la casa se pusieron con el jardín. En un extremo se construyó un gallinero y una conejera, y en el otro, un pequeño huerto. Esto es para ir tirando, decían los vecinos.
No podía faltar el Padre Frutos, el párroco del pueblo, que una vez que estuvo todo en orden fue a bendecir la casa.
Ya estaban el cura, el alcalde y el médico, solo faltaba el boticario. Don Anselmo Postigo, farmacéutico de profesión y natural de Segovia, afincado en Ayllón de toda la vida. Les esperaba en la Peña; lugar de reunión de los hombres, una especie de café-casino donde se hacía tertulia, se bebía, se tomaba café o licores, o simplemente se charlaba.
7
Jacinto pronto se hizo a la vida del pueblo. Por la mañana atendía la consulta y antes de comer visitaba a algunos enfermos del pueblo que no podían desplazarse.
Por la tarde cogía la moto, a la que le había quitado el sidecar para hacerla más manejable, y recorría las aldeas de la zona que le correspondían. A veces, cuando terminaba pronto se acercaba a la Peña para charlar con don Anselmo, el boticario, la única persona medianamente interesante del pueblo. Un hombre culto, viudo y sin hijos, mucho mayor que él y que estaba a la vuelta de todo. Egoísta y un poco misántropo, que trataba a todo el mundo con superioridad y cierto desdén. Buen conversador en cuanto rompías las barreras de las que se rodeaba y se protegía.
Pronto congeniaron. Ambos estaban solos en su profesión. De ellos dependía la salud de mucha gente y no tenían nada con que curarles, solo su saber y su ingenio. La farmacia estaba desabastecida y no era temporalmente. En esos años de la llamada “Medicina Heroica” en que no había nada con que curar las enfermedades, médicos y farmacéuticos se afanaban en obtener remedios de manera natural, combinando mediante formulaciones magistrales jarabes, ungüentos, cremas, sellos, sobres, píldoras y demás presentaciones a base de plantas maceradas, diluciones, polvos y preparaciones realizando una medicina más decimonónica que moderna.
Antonia, con esa inteligencia innata, pronto se dio cuenta del papel que desempañaba en el pueblo. Ella era la mujer del médico. Ella recibía en primer lugar a los pacientes de su marido. Era el filtro. Era la confidente de todas, absolutamente todas, las mujeres de la localidad. Ella sabía antes que nadie quien estaba enfermo, quien tosía o vomitaba. De los dolores y afecciones de los vecinos. Quien estaba embarazada y de cuánto. Y a veces, quien era el padre, el padre verdadero o biológico. Enseguida, por su carácter abierto, por lo que había padecido, por esa solidaridad innata entre mujeres se convirtió en la intermediaria entre su marido médico y los vecinos. Los meses que estuvo en el Hospital Clínico de voluntaria, el saber comportarse delante del enfermo, respetar su situación y voluntad; la discreción delante de paciente cuando esta con el médico, pronto le granjearon la confianza, el cariño y el respeto de todos. Tenía anécdotas de su tierra extremeña, cuentos y chismes que alegraban a sus vecinas. Esas mujeres secas, tiesas, introvertidas y sufridoras de la castilla profunda.
Ella entendía a la joven soltera embarazada, a la anciana achacosa y sola, a la madre abnegada que ya no puede más. O al labriego enfermo que no acepta lo poco que le queda y que va a dejar viuda y varios hijos.
Ella era una mujer del pueblo y por lo tanto, querida y respetada. Era mucho más que la mujer del médico.
8
Las conversaciones entre Jacinto y Anselmo siempre comenzaban con lo mismo. Un remedio para el catarro bronquial a base de tomillo y prímula, diluido al 45% en etanol. Pero no. Hay una fórmula mejor a base de tomillo, eucalipto, polígala, malva y naranjo amargo.
“Claro, decía don Anselmo, pero de donde saco yo el naranjo amargo o la polígala. Pídame usted cosas que pueda conseguir. Si no, estamos apañados”.
“Bueno, decía Jacinto, al menos me podrá facilitar una tisana para el ardor estomago con manzanilla, menta y regaliz, y ya si consigue plántago o cúrcuma iríamos a por nota”.
Don Anselmo se reía en estos casos. Sabía del conocimiento de Jacinto. Habían hablado de los avatares de la guerra y lo que había hecho en el Hospital Clínico. Anselmo era republicano, como buen hacendado. Un hombre culto y de orden, más liberal que otra cosa, pero había visto cómo sus ideales más profundos habían terminado en una guerra espantosa y se sentía responsable de haber votado a la Derecha Liberal Republicana de Alcalá Zamora.
Estas conversaciones las tenían en la Peña, con un café o una copita de anís o aguardiente; pero otras las tenían dando largos paseos por los campos que circundaban el pueblo y lejos de oídos indiscretos.
Enseguida le previno contra el Padre Frutos. “Tenga usted cuidado. Son los ojos y oídos del régimen. Nunca, nunca, se enfrente con él. Vaya a misa todos los domingos y siga en público los Preceptos de la Santa Madre Iglesia. Que vean que comulga con su joven y guapa esposa”.
No era infrecuente ver como la guardia civil entraba por la noche en una casa y se llevan detenidos a unos cuantos. “Lo que pasa en el cuartel lo vera al día siguiente en su consulta. Eso sí, solo si los dejan que acudan. Y siempre le dirán lo mismo, que se cayó del tejado o que se pelearon entre sí los miembros de la familia, y en estos casos les detendrán una o dos semanas por escándalo público. Ya sabe, hasta que desaparezcan las heridas y marcas”.
“En estos casos, le decía don Anselmo, le aconsejo que lo mejor es ver, oír y callar”.
“Ahora la mayoría tiene algo que callar y más vale ser discreto, le decía con suspicacia”.
“Bueno don Anselmo, decía Jacinto, no se ponga usted así, que he visto como atendía a determinadas personas, de esas que no van a misa y que viven en el campo, y les entregaba algunas cosillas de forma discreta por detrás de su botica”.
“Cuidado don Jacinto, le contestaba el boticario. Esas cosas se hacen por humanidad. Esas pobres gentes viven escondidos por los montes a la espera de una oportunidad. Con este nuevo régimen solo les espera el paredón”.
“Y yo también sé que el mes pasado atendió a uno con herida de bala más allá de Estebanvela y que por lo visto no se la ha olvidado como curar estas heridas. Creo que lo hizo muy bien, contestaba con una sonrisa”.
9
Jacinto se quejaba a Antonia de la falta de medios para hacer su trabajo, no tenía nada con lo que aliviar a sus pacientes, no digamos, ya curarlos. Y ella siempre salía con una fórmula intermedia. “Pues cambia el sulfato de cobre por el sulfato de zinc que es más fácil de encontrar y hace lo mismo en esos problemas de piel que me cuentas, y si además añades aceite de linaza como me enseñaste en el Hospital pues ya tiene el remedio completo, rápido y barato”.
“Y como le voy a bajar la tensión arterial al guardabosques si no tengo nada. Cualquier día de estos le traen muerto por una subida de tensión”.
“Pues manda a don Anselmo que le prepare esa tisana con olivo, espliego y valeriana. Mal no le hará y seguro que le relaja y le baja la tensión; y si no, prueba con pasiflora o que le añada melisa ya que por lo visto el naranjo amargo es tan difícil de encontrar”.
“Has ido a ver a la hija del molinero. Esta embarazada de su novio y no lo sabe nadie. No vayas a meter la pata. Si viene a verte con su madre avísame para que yo intervenga. Aunque tal vez sería mejor que abortase”. “Mujer, no digas eso. Son tiempos difíciles pero si los casa el padre Frutos pues todo arreglado”.
“Y el herrero se esta quedando cojo por el problema de espalda. No quiere verte porque necesita seguir trabajando. Tal vez una buena faja le disminuiría el dolor de riñones. Si te comenta algo habla con el pastor, a ver si puede conseguir una pieza de cuero suave que le sujete un poco”.
Estas conversaciones mantenían en la intimidad Jacinto y Antonia.
Jacinto siempre muy entusiasta y siempre hablando de temas médicos; no solo por cariño a su profesión sino también para evitar que se le olvidase lo que sabía. En ese pueblo no había manera de estar al día.
Recordaba, y así se lo contaba a Jacinta, aquella conferencia que dieron en el Hospital poco antes de empezar la guerra. Hablaban del estímulo que se podía hacer sobre el corazón desde fuera. Algo que llamaban masaje cardíaco. “Cuando una persona, de forma súbita presentaba signos de falta de riego en el corazón, todavía mantenía un pulso aunque débil y una respiración aunque fuese insuficiente, podía invertirse la situación y volver a estimular al corazón para que su latido fuese fuerte y eficaz de nuevo. Para eso había que hacer unas compresiones bruscas en el pecho a la vez que le insuflabas aire directamente en la boca. Esto se llama el boca a boca; y aunque diese asco, era un método capaz de devolver la vida a un paciente en situación extrema”.
Todo esto se lo contaba Jacinto a Antonia, quien atendía con sumo interés y, a veces, le interrumpía con una pregunta.
“Pero si se le ha parado el corazón, entonces ya se ha muerto”.
“No, aun no. El corazón es capaz de volver a latir y si lo consigue se mantiene la oxigenación de la sangre. Si lo dejas, entonces las células del propio corazón y luego las del cerebro terminan muriendo por falta de oxígeno y luego sobreviene la muerte de la persona”.
“¿Y cuánto tiempo puede estar el corazón sin latir?”
“Pues unos pocos minutos, pero los suficientes para que alguien pueda actuar. Mira, lo ideal sería que una persona comprimiese el pecho mientras otra le insufla aire directamente en su boca. Si es escrupulosa, se puede poner un pañuelo entre ambas bocas. Yo no lo he practicado nunca. En el hospital los que llegaban muertos, ya estaban muertos y no había nada que hacer por ellos”.
10
Jacinto casi todos los días hacía un pequeño recorrido por la zona para atender a los pacientes que vivían lejos. Cogía su moto y la maleta con sus útiles médicos y recorría la zona. Llegaba hasta Francos, Grado del Pico, Saldaña, Santa María, Santibañez o Valvieja.
Su mayor preocupación era tratar de erradicar la viruela, el tifus y la difteria, junto con la tuberculosis, la mortalidad infantil y el paludismo. Este era su caballo de batalla. El frente de guerra que se había propuesto. Afortunadamente no había en su zona mucho tifus ni viruela pero tenía que estar preparado para actuar en los primeros síntomas. Y tampoco había aguas estancadas como en Levante, donde el paludismo hacía estragos.
Otra cosa era la tuberculosis y el tremendo problema de la mortalidad infantil. No podía soportar la muerte de un niño. No podía con la mirada de sus padres. La desolación y la tristeza que produce en una casa el fallecimiento de una criatura. Si tuviese más medios. El hospital más próximo estaba a 100 km, por esas carreteras y caminos infernales se podía tardar casi un día entero en un vehículo, no digamos si se viaja en un carro. Daba igual ir a Ávila que a Segovia. Pero lo que daba más igual es que en ninguno de los dos hospitales podían hacer nada. No tenían medios. No había dinero para comprar suero contra la difteria. Ni para combatir la malnutrición principal causa de todos los males.
La mayor parte de su trabajo era tratar las infecciones respiratorias en invierno. Las diarreas en verano. Los accidentes, fracturas o heridas en cualquier época del año; y atender a las parturientas.
Recordaba un día que tuvo que acudir hasta Francos y allí vio a un joven postrado en la cama, pálido, inmóvil, febril, con intenso dolor en la parte derecha del vientre. Allí mismo le operó de apendicitis; sobre la mesa de la cocina. Menos mal que siempre llevaba un frasco de éter y morfina. No se separó del muchacho en dos días, hasta que poco a poco fue recuperándose.
También recordaba aquel suceso que le comentó don Anselmo. La herida de bala de Estebanvela. Le habían avisado de una herida sin más. Cuando llegó con su moto a una casa semiabandonada ya se imaginaba lo que era. Sabía de la existencia de maquis por la zona. Nadie hizo preguntas. El hombre tenía una bala alojada en el muslo, afortunadamente no había roto el hueso ni afectado a ningún vaso sanguíneo. Fue fácil meter una sonda y unas pinzas para extraer el proyectil. Sutura, vendaje y mucha limpieza. Pasaría en una semana para ver cómo iba. Ya le dejarían recado de dónde acudir.
11
El día transcurría normal, como cualquier otro. Jacinto había salido para hacer su ronda de avisos domiciliarios. Antonia estaba preparando las cosas de la casa. Llevaban ya unos años en el pueblo y estaban contentos. La idea que tenían de ser llevados a una zona recóndita ya había pasado hacía tiempo. Estaban plenamente integrados en el pueblo. Se sentían útiles. Y la gente les tenía en gran estima y les trataba con sumo respeto. Lo que cuando llegaron era una casa destartalada amueblada con sobrantes, poco a poco se había transformado en una casa convencional, un verdadero hogar, con relativas comodidades para la época. Con su zona de consulta que se había convertido en una pequeña clínica. Incluso habían acondicionado una parte para poner dos camas para los enfermos más graves que necesitasen un mayor cuidado.
Habían ido comprando y cambiando los muebles o los habían encargado al carpintero del pueblo para que fuesen más funcionales. Habían cogido a la hija de una vecina que ayudaba en la casa por poco más que la comida y las clases que le daba Antonia. Todavía no había llegado un maestro al pueblo, y ella misma impartía las primeras nociones a los niños de los alrededores.
El gallinero, la conejera y el huerto que al principio les habían hecho cierta gracia, se había convertido en la principal fuente de alimentos. Les habían prestado a su llegada dos conejos, un gallo y dos gallinas y las semillas para el huerto, que devolvieron con creces. Con el tiempo siempre tenían huevos frescos y un montón de pollos y de conejos y el huerto a rebosar. Tal era así que frecuentemente los repartían entre los más necesitados.
El día se resolvía de forma habitual, en la monotonía más absoluta y predecible.
Hasta que unos gritos rompieron el silencio de forma brusca. Unos golpes en la puerta estremecieron a Antonia. Gritos pidiendo ayuda y socorro. Voces de hombres y mujeres superpuestas que hacían ininteligible las diversas peticiones.
Cuando abrió la puerta se encontró con la cara crispada del alcalde, don Pascual Matesanz, que entre varios hombres llevaban en unas parihuelas al guardabosques, que pálido e inconsciente le traían para que le atendiese don Jacinto. Le tumbaron en la mesa de exploración del consultorio. Explicaron a Antonia que llevaba toda la mañana sintiéndose mal, con dolor en el pecho y espalda. Pensaban que sería del esfuerzo de desbrozar los pinares. Pero volviendo ya al pueblo, en las afueras, no había podido más y se había desplomado, como muerto. Y aquí estaban. Para que le atendiese don Jacinto.
Pero don Jacinto no estaba. Había salido para hacer su ronda de visitas y todavía tardaría varias horas en llegar.
Estaba Antonia, la mujer del médico. Pero que podía hacer la pobre Antonia. Ella solo sabía hacer curas y poner inyecciones. Era una perfecta mandada pero siempre era su marido quien ordenaba lo que había que hacer.
Recordó la historia del masaje cardíaco y del boca a boca. Que pena no haber prestado más atención.
Hizo que quitasen la camisa al hombre. Ordenó silencio absoluto. Pegó su oído a su pecho para tratar de oírle el corazón; a lo lejos parecía que un débil latido intentaba producirse. Tomó una bandejita de la consulta y la acerco a la boca. No había respiración, no se ponía vaho. Le abrió del todo la boca y colocó un pañuelo sobre ella para tratar de soplar.
Intentó apretar con sus brazos el pecho del pobre hombre como se imaginaba que debía hacerse a la vez que soplaba en su boca a través del pañuelo. Pero nada; tras unos pocos minutos estaba totalmente agotada. Entonces pidió a los hombres que se encargasen ellos de comprimir el pecho del guardabosques mientras ella le insuflaría aire.
Enseguida los tres hombres que le acompañaban comenzaron a turnarse cada poco tras las compresiones.
Antonia no sabía cómo meter aire en sus pulmones, lo estaba probando todo.
De pronto comprendió como podía hacerlo de una forma más eficaz. Mando a la vecina que tenía más cerca a por el fuelle de la chimenea, enrollo el pañuelo en la boquilla metálica para no dañar la boca del pobre moribundo y comenzó a insuflar aire, de forma rítmica, tanto las compresiones como las insuflaciones se sucedían sin parar. Se iban turnando entre los cuatro para no llegar al agotamiento, cada vez parecía ser más eficaz lo que hacían.
En una de esas compresiones o insuflaciones el guardabosque abrió los ojos, tosió, gimió. Parecía que el color le había vuelto a la cara, la palidez iba dejando espacio a un color ligeramente rosado.
Pararon con lo que estaban haciendo. Le incorporaron un poco para elevar su cabeza y ganase en comodidad. Poco a poco los movimientos de su respiración se fueron acompasando y su cara se relajó. Sentía un fortísimo dolor en el pecho que le taladraba el cuerpo.
Antonia no lo dudó. Cogió una ampolla de morfina y se la inyecto suavemente, despacio como había hecho tantas veces cuando estaba en el Hospital Clínico. Al poco tiempo el dolor desapareció y un rato después dormía plácidamente.
Cuando llego Jacinto al pueblo, le estaban esperando en el camino para contarle la proeza que había realizado su esposa. Había resucitado al guardabosques, ella sola.
ANEXO
El primer testimonio que existe sobre la reanimación cardiopulmonar se encuentra en el Antiguo Testamento en el libro de Reyes. En él se habla sobre la resucitación de un niño que había muerto y mediante un milagro del profeta Eliseo que oró a Yahveh, después puso su boca sobre la del pequeño y cuando se retiró el niño estornudó siete veces y abrió los ojos.
El médico belga Andrés Vesalio fue pionero en describir a mediados del siglo XVI la función de la vía aérea al realizar una traqueotomía introduciendo unas pajitas por la tráquea a unos perros.
El 3 de diciembre de 1732, un cirujano escocés William Tossach realizó la primera respiración asistida (boca a boca) de la historia sobre un minero que se había intoxicado por los gases y que recobró la vida tras hacerle el boca a boca (aunque hay un gravado de la época en que aparece con un fuelle introducido en la boca).
En 1857, Marshall Hall dio a conocer el método de presión del tórax, que posteriormente fue modificado por Silvester en 1858 llegando a convertirse en el método de presión del tórax con elevación de los brazos en el paciente en decúbito supino.
Las maniobras de reanimación cardiopulmonar han demostrado su eficacia a lo largo de los últimos años y son responsables del descenso de fallecimientos por paradas cardiorrespiratorias. Gracias a los aparatos desfibriladores semiautomáticos se puede actuar antes de cinco minutos, algo esencial no solo para salvar la vida del paciente sino también para acelerar la recuperación y prevenir las secuelas que pueden dejar estos ataques, sobre todo las neurológicas.
FIN