A mis compañeros de la escuela de El Frago
Acabábamos de salir de la escuela cuando nos llamó el alguacil para que fuéramos al Ayuntamiento. Allí nos esperaban nuestros padres y todas las autoridades. Al verlos reunidos nos asustamos. No sabíamos qué nos iba a pasar y no entendíamos cómo había llegado tan lejos el susto de Lucía. En esa aventura nos habíamos juntado todos: los mayores y los pequeños, los chicos y las chicas.
–¿De quién fue la idea? –preguntó uno de los dos guardias civiles, a la vez que recorría nuestros rostros con su mirada.
Ninguno de nosotros contestó. Cuando el otro guardia civil repitió la pregunta, se le mojaron los pantalones a Nicolás, el más pequeño de todos. El maestro, que presidía el interrogatorio, se levantó, le hizo una caricia en el hombro y le dijo: “Vete a orinar a la calle, pero luego vuelve”. Tuvo que salir a empellones porque la puerta estaba abarrotada. La gente del pueblo se había apiñado intentando escuchar lo que pasaba dentro. También estaban fuera los mayores y todas las madres. No los habían dejado entrar por miedo a que se montara demasiado guirigay. Al ver a Nicolás, todos se le echaron encima. Él rompió a llorar, orinó y, sin decir nada, volvió al salón de plenos como le había ordenado el maestro.
–Bueno, pues si no nos vais a contar a quién se le ocurrió, por lo menos decidnos cómo pasó –intervino el secretario.
Formábamos un semicírculo alrededor de una mesa en la que estaban sentados el maestro, la maestra, el cura, el secretario, el alcalde y la pareja de la guardia civil. Detrás de nosotros, de pie y apoyados contra la pared, los concejales con algunos de nuestros padres, porque los que trabajaban no habían podido venir.
En ese momento la maestra se levantó, se acercó hasta mí y me dijo al oído:
–Estoy segura que tú has estado en el ajo. Va a ser mejor que nos lo contéis todo. Si no habláis, este lío tan gordo se os va a complicar más.
Antes de contestar vi cómo mis amigas bajaban la cabeza y se miraban las zapatillas. No sé de dónde me salió aquel hilillo de voz: «Hemos sido todos. No queremos que castiguen al que lo cuente”. Y de pronto, se me desató la lengua.
–Es que Lucía siempre quería ser la reina, y si no la dejábamos se iba llorando a su casa y decía que le pegábamos. Y, como no queríamos que su madre nos persiguiera otra vez con la escoba por toda la calle, pensamos que si la coronábamos reina ya no volvería con más cuentos a su casa. Y, como no podíamos hacerlo solas, pedimos ayuda a los chicos. Pero los mayores no nos escucharon y pasaron de nosotras.
–¿Y vosotros cómo os dejasteis convencer? –preguntó el maestro a los chicos.
De nuevo un silencio absoluto. Nosotras sabíamos que no los habíamos convencido. Que los habíamos forzado, porque les dijimos que, si no nos ayudaban en lo del castillo, le íbamos a contar a la maestra que ellos habían volcado por un terraplén el isocarro del hombre que venía a vender sardinas. Sabíamos eso porque aquel día los habíamos espiado desde el mirador de El Terrao.
Los chicos decidieron ayudarnos y lo planearon todo. Ellos se encargaron de hacer un castillo con la paja que recogieron en las eras. Nosotras buscamos un vestido de princesa, largo, bien largo, hasta los pies, para que no se notara que la reina no llevaba chapines. También recogimos espigas de centeno y trenzamos una corona. Lo de la corona nos resultó fácil porque estábamos aprendiendo a hacer trenzas y cestas de paja de centeno en la escuela.
–Pues yo sé que algunas le pedisteis el vestido de novia a Jacinta -terció el cura-. Hace unos días, cuando pasé por la puerta de su casa, estaba barriendo la calle y me dijo que erais unos demonios. Que estabais erre que erre con que os dejara el vestido de novia para hacer comedias. Y le contesté que no fuera tan mal pensada. Que os lo dejara, que hacer comedias no era malo y que se lo cuidaríais bien porque sabíais que lo tenía en mucho aprecio.
Pero no había sido tan fácil como lo contaba el cura. Tuvimos que darle mucha lata para que nos lo dejara. Queríamos el vestido de Jacinta porque era la primera novia que se había casado de blanco y con un velo de tul que acababa en una cola muy larga. Ese sí que era el vestido de una princesa de verdad, y no los de los cuentos de hadas. Hasta entonces todas las novias del pueblo se habían casado de negro.
En menos de una semana lo tuvimos todo dispuesto: la paja para el castillo, el vestido para la novia y las espigas para la corona. Pero nos faltaba lo más difícil: un lugar un poco alejado para que nadie nos viera ni sospechara nada.
–¿Quién os dio permiso para ir a la era del Cura? –dijo un abuelo que tenía muy malas pulgas y era el mandamás del pueblo.
–No necesitábamos permiso porque esa era está abandonada –contestó una voz que salía del grupo de los chicos.
Como nos estábamos poniendo cada vez más nerviosos y los chicos no hacían más que pedir permiso para salir a mear, me armé de valor, me puse enfrente de la mesa y de un tirón lo conté todo de pe a pa.
–¡Pero si la culpa ha sido de Lucía! Ya les he dicho que estábamos hartas de que siempre se empeñara en ser la reina. Solo queríamos que nos dejara en paz. Y les pedimos ayuda a los chicos porque nosotras no sabíamos hacer un castillo tan grande.
Me paré un momento para coger aire y sentí las miradas de los chicos clavadas en mi nuca. Pero ya no podía dar marcha atrás.
–Le pusimos el vestido blanco con la corona y gritamos: “¡Viva nuestra reina!” Y, de pronto, se nos ocurrió lo de prenderle fuego al castillo. De verdad que no lo habíamos pensado antes. Además creíamos que no iba a arder porque había llovido y la paja estaba mojada. Solo queríamos hacer mucho humo para que Lucía tuviera que salir tosiendo en medio de una nube negra. Cuando estábamos encendiendo las cerillas volvimos a gritar: “¡A ver si escarmientas de una vez!”
En ese momento, un frío de metal en la garganta me cortó la respiración. Pero enseguida continué entre hipidos.
–Esperamos un poco y en lugar de humo comenzaron a salir llamas por la puerta. Tuvimos suerte porque los chicos cogieron unas palas y las apagaron en seguida. Pero, como no salía, entraron corriendo y la encontraron en el fondo, acurrucada y tosiendo. Tenía el pelo y el vestido chamuscados.
Cuando acabé de hablar se armó tanto jaleo que no pude oír lo que dijeron. Sólo sé que después estuvimos castigados muchos días sin recreo.
Unos años más tarde, oí a Jacinta que, mientras barría la calle, le decía a una vecina:
–Yo fui la primera novia que se casó de blanco en este pueblo pero ninguno me cree, porque entonces no había máquinas de fotos y las chicas de la escuela me quemaron el vestido jugando a reinas y princesas.

Este relato está basado en uno episodios que sucedieron en la Escuela de El Frago en los años 60. Los personajes son inventados
Los dibujos son inéditos de Inmaculada Martín.
Inmaculada Marín Çatalán (Teruel, 1949). Conocí a Inmaculada cuando llegó al Instituto Goya de Zaragoza. Venía con un buen currículo y con una excelente fama como profesora.
Su dedicación al arte comenzó cuando se preparó con Alejandro Cañada, en Zaragoza, para el Ingreso en Bellas Artes de Barcelona. Comenzó los estudios en la Universidad de Barcelona, pero pronto se trasladó a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, donde se licenció en Bellas Artes, especialidad de Escultura, en 1975.
Su carrera artística ha sido muy reconocida. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas de escultura y pintura. Es una experta en carteles y miembro de varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.
Carmen Romeo Pemán
1 Comments
Qué duro tuvo que ser; esos pobres escolares sintiendo la opresión de la tiranía, mientras eran programados para servir a los intereses de Estado.