La muerte aparece de las formas más aleatorias que uno pueda imaginar. También sucede de manera totalmente previsible, incluso planeada. Otras veces ocurre que es la vida la que atropella a la muerte, chocando contra esa nada negra e indolora que hay del otro lado o irrumpiendo en el siguiente capítulo de la existencia sin apenas haber tenido tiempo de encauzar del todo la trama del actual. Que sea el vacío o un tipo diferente de existencia ya depende del pensamiento y las creencias de cada cual. Lo que está fuera de toda discusión es que nuestra estancia en esta vida tiene fecha de caducidad, a no ser que sea usted Elvis, Morrison o Michael Jackson, de los que muchos aseguran y seguirán asegurando por los siglos de los siglos que siguen con vida. También se dice de otros ilustres como Hitler, que no era ninguna estrella del rock pero que también se marcó una gira europea de órdago.
No obstante, en este edificio viejo y ruidoso que es la vida no todos encaran ese desahucio de la misma manera. Y la familia y allegados tampoco. En occidente es todo muy negro, negro oscuro. La muerte es una cueva en la que uno se adentra sin saber qué se encontrará del otro lado, si la blancura de la barba de San Pedro o el rojo vivo de los tridentes de Pedro Botero, tocayo del primero pero con más mala baba. Dónde se acabe dependerá de lo que decida el presidente de la escalera, Dios, que viene a ser un juez al que nadie le ha visto nunca la cara y del que no se sabe si acepta sobornos. Tiene pinta de que no, pero luego uno mira a sus representantes aquí abajo y ya le entra la duda. Por eso, como la muerte es una cosa muy turbia que no se sabe cómo acabará, la tradición ha mandado que se viva en silencio y resignación. Los duelos en muchos casos mutan en traumas, y todo viene a ser un trago muy malo de pasar. No es la mejor manera ni de irse ni de quedarse a despedir al que se va, pero es la que tenemos por aquí. Lleven ropa oscura y sobria, hablen bajito y, si tienen que llorar, háganlo sin incomodar demasiado al personal. Nivel higiénico estupendo; seguramente el muerto sea el más limpio de la sala. Muy de museo.
En Nueva Orleans, que también es occidente pero un occidente muy suyo, la cosa cambia. A los músicos afroamericanos, que es la manera pulcra e higiénica de decir negros por allí, se los entierra como merecen, esto es, con música. El féretro se pasea por las calles hasta llegar al cementerio dentro de un carruaje o un coche acompañado por una comitiva de personas que, entre tristeza y lágrimas, también bailan alegremente al ritmo que marca la banda que va abriendo camino. No siempre se ha visto con buenos ojos esta forma más díscola de despedir a los que se van camino del juicio divino, pero con los años esta práctica se ha ido extendiendo a otros sectores de la población más claros de piel a los que podemos llamar sin ningún tipo de pudor blancos. El blanco no es un color ofensivo y se puede decir bien alto. En cuanto a estos entierros, ritmo rabioso y buen rollo en general. Dan ganas de que se le muera a uno alguien para poder pegarse un buen bailoteo callejero. Probable resaca incluida en el pack.
La cosa se pone interesante cuando no hay prisa por despedir al difunto. Es el caso de lugares como Madagascar o Indonesia. En el primero se realiza, cada cinco o siete años, lo que se conoce como el giro de los huesos, en el cual la familia se acerca alegremente al panteón, cripta o tumba corriente y moliente para abrirla y sacar al muerto de paseo. Se le rocía con vino o perfuma por motivos obvios y se aprovecha para explicarle las noticias más destacadas de los últimos años, bailoteo incluido. Como en Nueva Orleans pero reutilizando los cascos. En Indonesia, sin embargo, se lo toman con más calma. Allí, en la isla de Célebes, mientras la familia ahorra para costear el funeral, el difunto continúa haciendo vida (risas) entre sus familiares. Bien vestido, perfumado y embalsamado, el muerto puede estar en un ataúd situado en una habitación de la casa, o sentado en el porche o a la mesa, con un cigarro en la boca mientras ve la vida pasar. La familia no lo considera muerto, sino gravemente enfermo. Terminal, vamos. Pero con la calma. Con el tiempo y los ahorros preparados se los acaba dando sepultura, pero al igual que sucede en Madagascar se los suele visitar con frecuencia para charlar con ellos o cambiarles de ropa. Funerales de ritmo pausado y para toda la familia. Nivel higiénico discutible. Peret de fondo cantando lo de que no estaba muerto, estaba de parranda puede quedar bien. Para gente tranquila y sin demasiadas puñetas a la hora de compartir mesa con según quien.
Hay muchísimas otras formas de llevar a cabo un funeral, desde los entierros verdes de Estados Unidos e Inglaterra, en los que se entierra al difunto en un bosque, hasta las torres del silencio de la India, en los que se deja a los muertos en estas edificaciones para que se los coman los pájaros y el sol calcine sus huesos. Como ven, muchas y muy diferentes maneras de decir hasta la vista, baby. Las despedidas siempre son amargas, pero las formas pueden ser la clave para que su recuerdo no lo sea tanto. Si me preguntan, yo elijo cualquier cosa con música y el muerto en su sitio.