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HOY ELLA ES MEDEA by Reyes García Doncel

Sandys, Frederick; Medea; Birmingham Museums Trust; http://www.artuk.org/artworks/medea-34407

Sentada en primera fila, con una túnica blanca bordada en plata y los labios pintados de rojo, su madre la observa embelesada; incluso recita en voz baja algunos versos. Ana sabe que este momento significa para ella mucho más que asistir al teatro. Significa recoger los frutos de su vida no vivida: se está viendo igual de joven, de lozana y vital, como si por una magia desconocida hubiera entrado en un agujero de gusano, el tiempo hubiera dado marcha atrás y fuera ella la que está declamando los versos de Medea en el Teatro Romano de Mérida.

Desde el proscenio, Ana los observa satisfecha. Casi no ha hablado con ellos porque su padre lo primero que le preguntó al llegar fue por buenos bares donde comer ibéricos, y ella les dio las entradas y los despidió de mal humor. No quiere ni pensar, ni por supuesto hablar de comida. Tiene mucha hambre. La última dieta que ha comenzado es muy dura, pues a pesar del gimnasio y de los ejercicios autoimpuestos por las mañanas, ve cómo su cuerpo se ensancha sin remedio, no solo por el vientre, sino por lugares insospechados como la espalda o los hombros, lugares que delatan su edad a traición. Y eso que decidió no tener hijos —¡no quiero ni imaginar cómo se me hubiera deformado el cuerpo!, se felicita—, y está dedicada en exclusiva, con la valiosísima gestión de Lucas como mánager, a su carrera. El maquillaje del teatro clásico, tan histriónico, le gusta especialmente, pues le permite disimular las arrugas, lo que unido a la gran fuerza emotiva que ella descarga cuando actúa, resulta una imagen fantástica en los reportajes.    

            ¿Cuántos años en el anonimato del coro?; ¿cuántos en compañías donde la actriz principal miraba con recelo a cada una de las jóvenes como la posible usurpadora? Ha conseguido varios éxitos, y ahora, por fin, el papel de Medea. Lucas ha movido bien sus hilos —muchos porque es asesor en Cultura— con el Ayuntamiento de Mérida, sin olvidar el inesperado accidente de la primera dama en la mekhané. Nadie se explica cómo pudo caerse siendo tan experta en teatro clásico. Quizás algún fleco de la túnica se le enredó en la sandalia… quizás un destello de los focos le nubló los travesaños de la grúa… ¡Qué desgraciado traspiés! El que le hizo caer desde tres metros de altura y fracturarse la tibia. Las luces y nubes de humo, que suelen acompañar la aparición de los dioses, ocultaron el accidente al público, y además allí estaba Ana que, escondida tras su espalda, se ofreció a sostenerla para que la primera dama pudiera declamar, demostrando una enorme profesionalidad, su apoteósica escena final, aunque esa vez fuera mucho más cerca de los humanos.

            Hoy ella es Medea. Se cumple lo que ha imaginado tantas veces desde pequeña; o cuando perdida entre las otras voces del coro, se visualizaba dos pasos delante del resto gris, diferenciada por una túnica cárdena hecha con mezcla de tejidos, crochés, cuerdas e incrustaciones metálicas, de aspecto primitivo, casi tribal, y enjoyada con enormes pendientes y brazaletes dorados. Por fin sus pies, atrapados en sandalias de cuero, se arrastran por el escenario del Teatro Romano de Mérida entre música de gritos y lamentos, llorando su brutal desamor:“Me has traicionado y te has procurado un nuevo lecho”; quejándose de seguir amándolo, lamentando su condición de mujer frente a las enormes puertas de Corinto: “De todos los seres vivos que tienen entendimiento, las mujeres somos las criaturas más desventuradas”; jadeando, arrastrando su desgracia, abrazando las paredes de su casa para engañar el destierro: “Oh Dioses, ¿Qué ciudad me recibirá?”; rebuscando entre hierbas y serpientes las pócimas que conjuren su implacable venganza, porque ella ya camina por el borde de la locura y la ha justificado:“Cuando a una mujer se le hace injusticia en lo que atañe a su lecho, no existe mente más sanguinaria”. En la escena final, Ana sube poco a poco los escalones de la mekhané que, envuelta y camuflada por luces de estrellas, sostiene al carro del dios Helios. Ana habla en el lugar reservado a los dioses, su destino ha sido aprobado por ellos, aunque la ira: “Tú, después de deshonrar mi lecho, no ibas a vivir una vida alegre riéndote de mí”, y la venganza: “¡Oh hijos, como perecisteis por la locura paterna!”, sigan envolviendo sus palabras. El vuelo de Medea se alza mediante el brillante juego de púrpuras, como en un atardecer furioso, y se mezcla con el atronador aplauso del público.

            Esa noche, en la habitación del hotel, María se queja a su marido de que tiene un dolor extraño en el pecho, difuso pero a la vez insistente, desde hace un tiempo: pero hoy me duele más, quizás he cogido frío sentada en la piedra.

Fragmento de En el río trenzado de Reyes García-Doncel

Reyes García-Doncel presenta la novela 'En el río trenzado' en el Espacio  Santa Clara

Blog de la autora: “Universo introito”.

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