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libres, digitales, inconformistas

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Juegos de Azar by elloboestaaqui (Rafael Lopez Vilas)

El número de teléfono había quedado escrito en el pedazo de papel que se encontraba encima de la mesa de su despacho. Los diez dígitos. Uno al lado del otro, sucesivamente, de izquierda a derecha, de derecha, claro, a izquierda escritos con tinta negra. Era el número de teléfono de su domicilio particular. Necesitaba decirle a su hija que llegaría tarde a casa. Que todavía le quedaba trabajo por hacer. Haz los deberes del colegio, le dijo su madre con cariño antes de colgar. Al parecer, el teléfono de su mesa se había averiado, vendría un técnico a arreglarlo, pero no hoy. Su mesa estaba al lado de la puerta del despacho de su jefe. Llamó con los nudillos en el cristal de la puerta y al entrar ella le preguntó si podía utilizar el de él. Por supuesto, dijo, y éste se ofreció a marcarlos. Escríbalos aquí por favor. Ella tomó el papel y el bolígrafo que él le tendía y escribió la numeración antes de entregárselo todo de nuevo. Él cogió el papel y marcó el número. La señal no tardó en sonar. Ahí lo tiene, es todo suyo, dijo él con su amabilidad habitual. Ella frunció una sonrisa en sus labios y cogió el auricular. Al terminar la conversación, él preguntó cuántos años tenía su hija. Diez contestó ella, cumplirá once en el mes de septiembre. Los ojos de él se iluminaron. Sería de lo más sencillo, pensó. Tras colgar el auricular del teléfono, el número seguía conservándose todavía allí. La numeración completa. A su disposición. Lo hizo sin pensarlo. O quizá sí. Sí lo pensó, lo pensó dos o tres veces antes de marcar los dígitos en el disco del aparato y realizar la llamada al mismo número de teléfono; antes de escuchar su voz, una voz dulce y melodiosa, la voz de niña de una niña de diez años, casi once, asomándose al abismo sin saberlo. Sobre la alfombra del despacho, la mujer alzó los ojos por encima de la montura de sus gafas y le dio las gracias. Le sonrió con la incomodidad de los que se someten a la superioridad teórica de su jefe y agradeció su gentileza en la distancia, marchándose, sujetando entre la mano el pomo de la puerta ya entreabierta y sintiéndose insignificante. El señor X, vamos a llamarle Husband, por ejemplo, le restó importancia. Faltaría más, dijo él, sonriendo. Su sonrisa estaba poblada de dientes blancos y grandes que vedaban la entrada a la oscuridad de su garganta. Desde su silla, podía oler el olor del miedo desprendiéndose de entre las ropas de la mujer. Un temor irracional, a juzgar por su trayectoria, que Husband consideró divertido, después de todo. Un destello de crueldad relampagueó en sus labios durante un segundo. Ella no se percató, bastante tenía con domeñar su nerviosismo como para mirar directamente a la cara de su jefe. Nada más salir del despacho, la mujer borró el suceso de su memoria y para ella fue como si nada hubiese ocurrido. Ni siquiera semanas más tarde, cuando las portadas del New York Times y el New York Post, o los noticiarios de televisión y radio difundieron la noticia del asesinato de su hija, la pequeña, su pequeña Patrice, se acordó de lo sucedido aquella mañana. Husband leyó la noticia en el Daily News mientras desayunaba en una cafetería al lado del edificio de su oficina. Una noticia que ocupaba tres de sus páginas interiores en que desvelaban, ciertamente o no, los escabrosos detalles que rodeaban la muerte de la pequeña y a la cual, la policía, aportara dos fotografías intencionadamente borrosas que daban cierto empaque truculento a la crónica del suceso. Husband era el titular de una suscripción al periódico que duraba desde hacía nueve años, un año más que el que tenía su matrimonio. El señor X, o el hombre al que ahora llamamos Husband, se casó en primeras nupcias con Z. El nombre de Z no lo conocemos, pero, para situarnos, a partir de ahora le diremos Dorothy, de apellido Palmer, por ejemplo, y el enlace entre X y Z tuvo lugar en una pequeña iglesia en Vermont que ella misma, Z, en compañía de su hermana, digamos AJ, y de su cuñado, SJ, cuya irrelevancia en la historia es motivo suficiente como para que nos resistamos a adjudicarles un nombre, eligió. Fue una ceremonia elegante, plagada de sobriedad y detalles de buen gusto que no pasaron desapercibidos para la mayoría de la comitiva. La lista de asistentes a la ceremonia estuvo compuesta por 225 invitados que tenían asignados sus asientos en las mesas del banquete con 225 pequeños letreros con sus nombres (también 225) correspondientes. Familia. Amigos. Compromisos del mundo de los negocios donde Husband se movía. También dos políticos del ayuntamiento de Nueva York con los que el señor X guardaba cierto tipo de relación de conveniencia. Como no podía ser de otro modo, durante la celebración del evento, la madre de Husband se emocionó, llena de orgullo y felicidad por el matrimonio de su único hijo, el muchacho por el que durante años, tanto se desvivió por educar y hacer de él un buen cristiano y un hombre de provecho. También su padre se conmovió, pero supo disimularlo y nadie se percató de que varias lágrimas, gruesas y calientes, también saladas, inundaron sus ojos y fueron a caer sobre el fieltro de la gran alfombra que cubría el suelo del pasillo central desde los escalones del altar hasta la puerta de entrada de la iglesia. Hubo flores, música, buena comida, varias y efusivas rondas de aplausos, algunos discursos enternecedores plagados de agradecimientos y alusiones. Todo salió a la perfección y la nueva señora Husband vivió aquel día como si tratara de un verdadero sueño.

La tarde del día siguiente, Husband y la señora Husband tomaron un avión de American Airlines y emprendieron viaje de novios a Europa, donde visitaron Londres, Edimburgo, Praga y Roma en una estancia que se prolongó durante casi tres semanas. La primera escala tuvo lugar en Londres, donde Husband, práctico y ambicioso, aprovechó para ultimar los detalles y estampar la firma definitiva en el contrato de un pingüe negocio para la empresa de importación y exportación que dirigía en Nueva York. El negocio iba mejor que bien. El volumen de actividad había crecido significativamente en los dos últimos años y el tamaño de la cuenta de beneficios aumentara de un modo ostensible, haciendo risibles las expectativas previas y consiguiendo varias representaciones en exclusiva para su firma por las que, otros en su lugar, habían suspirado largo tiempo, y para las cuales, Husband, que había trabajado incansablemente en el desarrollo de dichos proyectos, se moviera con suma habilidad durante meses. Aquél era el primer viaje de Husband a Europa en cinco años, donde gracias a su trabajo, y a pesar de la inherente tendencia de su carácter a la introspección, tenía varios amigos repartidos por distintos países del viejo mundo, un viejo mundo cada vez más viejo y más decadente que, sin embargo, a pesar de la mediocridad que según el tradicional estilo epidémico de las pandemias de peste negra o cólera que asolaran el continente, se extendía ahora allende sus fronteras, dejó deslumbrada con su añeja belleza a la señora, antes Z, ahora Husband o señora X, que lo contemplaba todo con los ojos muy abiertos durante sus largos paseos por vetustos palacios, museos y jardines.

Tras la cena posterior a la firma del contrato, Husband y los clientes de Husband salieron por la ciudad a celebrarlo, mientras la flamante señora Husband y la jaqueca que la aquejaba, regresaron en taxi y se recluyeron juntas en la habitación del hotel de Waterloo Bridge donde ella y su marido se alojaban en Londres. Husband bebió esa noche, y lo hizo en abundancia, igual que sus compañeros de mesa, más tarde y a lo largo de toda la madrugada, compañeros de juerga. Uno de ellos, el más efusivo de los tres que lo acompañaban, anunció que tenían que celebrar la firma de aquel contrato como era debido, de un modo, dijo su nuevo y eventual socio agitando un vaso de whisky con hielo en su mano, inolvidable. El entendimiento entre ellos no era problema. Todos hablaban inglés o, según pensaba el grupo de británicos de su nuevo socio, una especie de inglés o algo parecido, con fluidez. Todos, también, vieron, cómplices, ruidosos, propinándose codazos en el costado y encogiéndose en aspavientos con la risa y el champán, cómo entraban las chiquillas en la sala del vestíbulo del prostíbulo de la Avenida Shafterbury donde horas más tarde terminaron, ordenadas y con el gesto crispado o vacío, la mirada vacua, unida indistintamente al infinito, dibujando una fila ante ellos que, coligió Husband, conformaba el skyline de aquel exclusivo lupanar. Aquella no era la primera vez para Husband ni para sus nuevos socios. Tampoco lo era para las niñas, a pesar de la virginidad que el hombre que los atendió en la recepción garantizaba con viveza. Husband dudaba. Por pudor, no por falta de deseo o de morbo, al fin y al cabo, en el fondo no conocía en absoluto a aquellos tres tipos que iban con él, pero, a pesar de todo, y aunque fue el último de ellos en hacer su elección, terminó en una habitación en compañía de una niña de apenas once años, quién sabe si de diez o de nueve. La muchacha era de origen tailandés. Su nombre era Phailin, o Sunee, o quizá Phra, aunque podría llamarse de cualquier otra forma. La realidad era que no importaba. A nadie. Ni siquiera a su padre, quien seis meses atrás la vendió sin pensarlo a cambio de un poco de dinero a un proxeneta tailandés, un hombre que se hacía llamar Mongkut Phu, un tipo de piel oscura y rostro mezquino que a su vez vendió a la niña a otro hombre, también proxeneta, si bien mejor vestido, vestido elegantemente, buen traje, elegante camisa, zapatos de piel tipo Oxford e inglés, nacido en Southampton y con la misma mezquindad, incluso más que la que atesoraba el tal Mongkut Phu, pero el Hombre de Southampton gozaba de la capacidad de autocontrol suficiente que le permitía ocultar sus emociones bajo un gesto torvo, simplemente desagradable, y se hallaba en viaje de negocios por Tailandia donde se estaba encargando de reclutar un grupo de jovencitas para importarlas a varios burdeles de cierto copete de Europa a los cuales, en calidad de embajador, el Hombre de Southampton representaba. En la habitación de aquel burdel, Husband no perdió un segundo en cuestionarse qué hacía una niña como Phailin en un lugar como aquel. Se desnudó y se limitó a contemplar cómo la niña se desnudaba, a su vez, sentado en el borde de la cama, sin quitarle el ojo de encima. Observó el cuerpo de la muchacha, un cuerpecillo delgado y pequeño, minúsculo en comparación con los pocos muebles que decoraban triste, burda, inútilmente la habitación, con la habitación misma, su piel opaca, los huesos del costillar asomando sobre la planicie del estómago, sus pechos, todavía insinuándose como una sutil inflamación virológica bajo la desmayada luz de la lámpara de la mesita, el vello púbico, incipiente y levemente hirsuto, erguida como una estaca ante él. Husband se humedeció los labios arrastrando la lengua sobre ellos y sintió la pulsión de una enervada erección aflorando en su pene sin circuncidar. Luego le ordenó a Phailin o a Sunee o a Phra que se sentase sobre sus rodillas; ella lo hizo y Husband le preguntó de dónde era, su voz era profunda y resonaba en su boca con la tranquilidad pausada de una caricia mientras auscultaba el aroma de los cabellos de la niña enredando la nariz en su pelo. No seas tímida, le dijo Husband escrutándola con una avidez que acentuó babosamente el tono de su voz. Tras unos segundos, Phailin contestó que era de una ciudad llamada Hat Yai, al sur de Tailandia. ¿Sabe dónde está?, le dijo Phailin con una inocencia de algodón de azúcar. Husband dijo que sí. Mintió y dijo que sí, enternecido por la candidez que atesoraba la chiquilla. A continuación, la atrajo hacia su pecho y la izó en el aire, una pluma, apenas una hoja, quizá una bella flor tomada en brazos, y la posó sobre la cama con delicadeza, como si ésta fuese una figurita de cristal que pudiera romperse a la menor brusquedad. De pie frente a ella, la observó con fruición, disfrutando de su desnudez y sintiéndose más hombre de lo que recordaba en mucho tiempo, quizá desde antes de conocer a su mujer. La pequeña Phailin no pudo evitar contemplar el pene erecto de Husband apuntándola, enrojecido y ligeramente torcido hacia la ventana que se abría a su izquierda, en uno de los costados de la habitación. Él le preguntó si le gustaba, refiriéndose a su pene, sujeto entre los dedos de su mano. Phailin/Sunee/Phra permanecía en silencio, sin hablar, lo miraba, lo miraba al rostro, no al pene, y no decía nada, y Husband volvió a preguntar, dijo, remedándose a sí mismo, si había visto otro igual antes y Phailin, quizá Sunee, tal vez Phra meneó la cabeza afirmativamente, visiblemente incomodada, ahogada por una mezcla de vergüenza y miedo. Los labios de Husband enarcaron una sonrisa complacida y una gota de lubricante seminífero transparente afloró como una pequeña cúpula viscosa en el vértice ranurado de su pene. Él dijo que no. Que igual que la suya no, y en ese momento tomó la mano de Phailin, la mano de Sunee en su propia mano, caliente y fría a la vez. La mano de Phailin parecía la mano de una muñeca en la suya, y la acomodó arrollada a su miembro, disponiendo la escualidez quíntuple de sus dedos alrededor. Le preguntó si le gustaba y otra vez Phailin no dijo nada. Tenía los ojos entornados, los labios fruncidos, tejidos de pliegues, y en su pecho de niña alojaba una profunda sensación conjuntiva de indefensión y asco, en tanto Husband sentía el calor de los dedos de aquella pequeña mano argollados a su pene, temblorosos, vibrantes, llenos de gloria. La hiperactividad hipofisaria y la sobreproducción andrógena de testosterona provocaron que la saliva afluyese entonces a su boca. Tras entornarse, los ojos de Husband se pusieron en blanco. Las pupilas se viraron en busca de algún lugar recóndito en la región hipotalámica de su cerebro y la respiración se le aceleró sin remedio mientras hacía correr la mano de Phailin sobre la piel de su pene, más caliente y púrpura cada vez. Un rato después, Husband giró ceremoniosamente a la pequeña Sunee sobre su propio eje y la hizo poner boca abajo, enterrando su cabeza bajo la almohada, mientras él, a su vez, se colocaba, también boca abajo, alzándose sobre la espalda de Phailin que, de repente, quedó engullida bajo el adulto corpachón de Husband. Husband sintió el cuerpo de la niña, temblando bajo el suyo, el miedo haciéndolo temblar ante lo que la niña, desgraciadamente para ella, presentía inevitable. Algo en el interior de Husband, tembló también, como una especie de confrontación tectónica macabra, haciéndolo estremecer de puro placer. Al final de esa noche, cuando Husband se metió en la cama del hotel de Waterloo Bridge, su esposa se revolvió entre el raso de las sábanas y casi entre sueños le preguntó a su flamante marido si lo pasara bien en compañía de sus socios. En la oscuridad de la habitación, un Husband somnoliento sonrió maquiavélicamente y contestó que sí, que no había estado mal del todo, quitándole importancia. ¿Te has divertido?, dijo ella, casi en un susurro, a punto de dormirse. Husband calló. El silencio trepaba por encima de la cama y el sueño llegaba como la noche lo hace sobre la luz moribunda del desierto. Unos segundos más tarde, la señora Husband escuchó los primeros ronquidos de su marido al dormir.

[2]

Días más tarde, el 14 mayo, Gladys Abercrombie apareció asesinada. Tenía siete años. Pelo rubio y lleno de bucles que hacían recordar a los de la niña del cuento aquél de los tres osos. Pecas salpicadas en las mejillas y en la nariz. Llevaba puesto un vestido de color azul celeste estampado con pequeñas flores indefinidas y un abriguito de lana, también azul, éste oscuro y de Prusia, que la madre se aventuró a definir como casi cobalto. Desapareció el día anterior, durante la tarde del día 13 mientras jugaba en un parque infantil en Campden Hill. Su madre se distrajo charlando con las madres de otras niñas y para cuando quiso darse cuenta, Gladys había desaparecido del parque sin dejar rastro. El Daily Telegraph del día siguiente, recogía en su crónica que las niñas que jugaran con Gladys no la habían visto marchar y ninguna de ellas recordaba que ésta hubiese hablado con nadie, desconocido o no. Se alejó detrás de una pelota y ya no volvió con las demás; la pelota apareció y el resto de las niñas continuaron jugando como si tal cosa; la noticia del Telegraph también decía que Gladys había sido violada, tanto vaginal como analmente, aunque este último dato sólo se incluía en el informe redactado por el forense y por el momento, éste no fuera filtrado todavía a los periódicos. El cuerpo de la pequeña apareció abandonado en un descampado de Richmond upon Thames, un depauperado suburbio de las afueras de Londres, rodeado de los cadáveres decrépitos de decenas de almacenes derruidos y fábricas desmanteladas, donde abundaban los esqueletos de antiguos edificios y solares convertidos en basureros, por los cuales, como muertos vivientes, merodeaban muchos drogadictos. Gladys, o mejor dicho, el cuerpo de la niña que había sido Gladys Abercrombie, fue encontrado completamente desnudo y presentaba varios hematomas que se repartían a lo largo de la geografía de toda su piel. Tenía el rostro desfigurado y marcas de cordaje en las muñecas y en los tobillos. A excepción de las dos que se distribuyeron entre los medios periodísticos, ninguna otra de las fotografías tomadas por la policía fue en ningún momento difundida. La niña murió por asfixia, en parte gracias a la bolsa de plástico que cubría su cabeza, aunque también debido al estrangulamiento de las manos del asesino que, al parecer, éste cubrió con unos guantes. El aplastamiento que presentaba el tabique nasal y la rotura del hueso frontal del cráneo, apuntó el forense, fue producido sin ningún género de duda, después de que la muerte de la niña se produjera, quizá, y esta era la opinión que el médico mantenía, mientras el violador, después asesino, eyaculaba. Un indigente se topó con el cuerpo sin vida de la pequeña al rebuscar algo que poder vender entre la basura y el Telegraph le había realizado una entrevista de media página en la que el indigente contestaba a las preguntas del periodista que, más tarde, ya en su mesa en la redacción del periódico, transcribió del modo en que le había venido en gana en su máquina de escribir.

[3]

El mediodía del 14 de mayo, Husband y su mujer tomaron un avión en el aeropuerto de Heathrow y pusieron rumbo a Edimburgo. A Z, ahora la señora Husband, le agradó mucho la ciudad londinense y ésta llegó a proponerle a su marido volver al año siguiente y visitarla durante más tiempo, hecho que por entonces no llegaría a producirse. Cuatro días después, la mañana del 18 de mayo, el Edinburgh Post amaneció con la noticia de la desaparición de Effie Drummond, una niña que contaba con apenas nueve años, y sobre la cual no se tenía hipótesis ninguna, aunque la búsqueda de la policía era un hecho y según palabras del comisario de la policía escocesa, esperaban encontrarla sana y salva en las próximas horas. Durante los meses venideros, los periódicos no publicaron ni una sola palabra acerca del paradero de Effie Drummond ni de los progresos de la investigación policial. Tres meses más tarde, el 21 de agosto el Edinburgh Post publicó una breve reseña sobre la aparición del cuerpo sin vida de una niña. La noticia del suceso ocupó un lugar marginal en el interior del periódico y apenas ofrecía detalles acerca del cadáver y su identidad que apareciera en un monte a las afueras de Edimburgo. Los perros de una cacería fueron los artífices de encontrar el cuerpo de la chiquilla entre una masa de arbustos, y cuyas características identificativas, lamentable, trágicamente, al ser reportadas por la patrulla de policía que se hizo cargo del cadáver de la niña tras responder a la llamada del grupo de cazadores que lo encontraron, muy descompuesto, en Blackford Hill, coincidirían punto por punto con las características que constaban en la ficha de la descripción aportada en el expediente de la denuncia interpuesta tres meses atrás, en Edimburgo, por los padres de Effie Drummond. El Edinburgh Post, como el resto de los periódicos locales, no se extendía en demasiados detalles. Muerta. Violada vaginal y analmente. Hematomas. Traumatismos craneales. Rotura en el hueso frontal de la cabeza. Tabique nasal aplastado. Según el forense del hospital Royal Infirmary de la ciudad de Edimburgo, la muerte de la niña se produjo por asfixia, probablemente con la ayuda de una bolsa de plástico o un objeto similar, y los golpes de la cabeza fueron dados contra el suelo, un suelo duro, rocoso, lejos de los frondosos bosques de Blackford Hill donde la chiquilla, su cadáver, fue abandonado. La investigación policial estaba servida, y aunque la noticia del Post no lo decía, la policía no manejaba ninguna pista y por el momento se limitaban a especular.

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