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Lunas de Lantano —27 by Félix Molina

27. Oscuros cuerpos se confunden en el negro espacio —Qué crimen ni qué crimen, jovenzuelo. ¡Suicidio!

Don Benito reculó —si un espíritu puede recular— empotrándose casi en el módulo. Era otra voz, femenina y poderosa, la que había retumbado, allá donde el Cerro se convierte en una sucesión de senderos, casi susurrados por la retama, que desembocan en el lago.

— ¡Es la gallega! ¡Ha dado con nosotros!

— ¿La gallega, don Benito? —ya casi se me había pasado la abotargante nerviosera de encontrarme con quien engendró los Episodios nacionales. Don Benito era cada vez más un viejete con lentes que se dilataba en las caricias a su mastín, recortado en esa noche de módulos mondrianescos, tan lejos de la bufanda de su XIX y las gasas y los oropeles de sus protagonistas.

—La gallega es doña Emilia Pardo Bazán, joven. Ella está por mí y yo por ella, eso lo saben hasta la gente de su siglo, muchacho.

—Yo le agradezco los ojos con los que me mira, don Benito, pero no sé yo si este es mi siglo o no… —Rumboso aquí el amigo, miquiño mío. No se le escapa un don a su Benito de su alma. Tiene que sumar menos eternidades que esta tras de ti, porque cuando te pones cargante no hay mastín que te aguante.

—No lo ruborices al muchacho castellano, Emilita, él habla de investigar el suceso como crimen. No es nuestra guerra. Yo solo paseaba a mi mastín y tú me querías pasear a mí, me supongo.

—Quién habrá que te pasee a ti, vidiña. Yo vagaba, simplemente, como loca por los campos.

—Campos que mire usted qué casualidad siempre son los míos…

—Bueno, bueno, no vamos a querellar delante de este mozuelo por quítame tú este éter.

No sé qué fantasma se me antojaba más atractivo, si el del don Benito de las cajas de bombones —primero— y las horas de flexo —después— o esta Emilia a la que me dolía en prendas no haber zarandeado mucho en mis manuales. Pecados de uno. Luego se fueron como olvidando de mi persona, o lo que yo fuera en ese momento y ese espacio del Cerro. Los escuché ya solo como voces cada vez más difusas, perdiéndose entre las lomas que custodiaban la lámina lacustre. Pero el incidente, mezclado en el recuerdo con el de la misteriosa Alejandra, me hizo cavilar sobre cuántos espíritus nadaríamos en esas noches, pendientes de las lunas de lantano de aquel paraje becado, lleno de fantasmas literarios y de literatos que fantasmeaban, ay Lucas y Néstor, ay Eliseo, ay Erik, ay Ifigenia y Rosa, ay Inés…

¿Estás ahí, Inés? ¿Me escuchas?

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