Introducción:
Las historias siempre eligen su propio camino. En mi caso, siempre parto de una idea que me gusta (hay veces que de una simple oración) y me dejo llevar por lo que evoca hasta llegar a una conclusión. Ni yo mismo sé hacia dónde me van a llevar ni los personajes ni el relato. Un escritor de brújula, un escritor de carretera, un escritor de auto-stop. No tengo destino conocido solo kilómetros de posibilidades. Por supuesto, esto tiene sus ventajas e inconvenientes. Muchos relatos, al no saber muy bien hacia dónde se dirigían, se han quedado accidentados en medio de la calzada. <br>
En este caso, sé muy bien que camino tomar (igual que en mi vida que, después de muchas dudas, hace casi un año que sé cual es mi dirección y cómo quiero compartirla). El destino del relato es la carretera, tanto sus posibilidades como sus imposibilidades. Cuando era niño me daba miedo el bosque que hay al lado de mi pueblo. Cuando lo atravesábamos con el coche siempre pensaba que había algo esperándonos entre los árboles, en cada curva, en cada recta. Ahora sé que no era por el bosque, era por la posibilidad de que ocurriera. Abandonar las cuatro paredes de tu hogar es arriesgarse. En tu casa sabes a qué atenerte y, en caso de que ocurra algo, a quién aferrarte y cómo resolverlo (casi siempre). Pero fuera estamos huérfanos de esta protección. Los peligros se multiplican y la (falsa) seguridad en la que vivimos se desvanece. De ahí que nos den miedo las carreteras, los bosques que parecen no tener fin y las desviaciones de caminos.
Esta segunda entrega de «Un exquisito bocado», aunque por la introducción no lo parezca, sigue hablando de autobuses. En este caso de esos miedos que nos acechan, de ese crecer, tomar decisiones y unirte a un grupo que te proporcione casi tanta seguridad como la que tienes en tu hogar. Digamos que, cuando empiezas a crecer, poner un pie en el autobús (o en el camino) por tu propia cuenta, es tu primer paso hacia la independencia. Todo es brillante y a la vez oscuro. Todo emociona y a la vez da miedo. Esta es la evolución que pretendo darle al texto. Aunque cualquier interpretación que hagáis, por supuesto, será bienvenida.
Os dejo aquí el enlace de la primera parte por si no habéis tenido la oportunidad de leerla:
Un Exquisito Bocado (II)
2
Hay preguntas que detienen el tiempo. Tu interlocutor te mira, suelta una frase como si de un arma de destrucción masiva se tratara, y se queda esperando una respuesta que le convenza. Aguantar la presión no es una tarea sencilla y suelen dejarse unos segundos de cortesía antes de contestar. Aquella mañana, por causas aún por determinar, el autobús escolar se había detenido en mitad de la calzada, mi amigo se había puesto tan colorado, que era casi invisible para un daltónico, y una chica que, creía, no hablaba, me estaba realizando un interrogatorio que ni Humphrey Bogart en sus mejores tiempos. Para mí, el tiempo no solo se había detenido, sino que yo no tenía ni la menor intención de que volviera a reanudarse.
—¿En serio no vas a decir nada? —dijo “La chica de azul” uniéndose a aquella rueda de prensa improvisada. La miré y, después, observé a su amiga. No sabía quién sería la poli buena y quién la mala.
—Oye, Azulita. Sebastian contestará cuando le apetezca. ¿A que sí? — comentó Rodri intentando rescatarme.
—Tú, no te pases de listo. Que estás más rojo que un gazpacho con empacho de tomate. Además, deberías respetarnos más. Si hasta estuvimos en tu cumpleaños — replicó Invi siendo menos invisible que nunca.
—Vamos a ver, te compro que invité a “Azul”, pero a ti nadie te dijo nada y sales en todas las fotos. —Una vena comenzó a marcársele en el cuello. Era tan enorme, que en vez de un vaso sanguíneo, parecía que su cabeza estaba echando raíces —. Si hasta apagaste las velas de la tarta por mí.
Invi se tomó unos segundos para contestar, sacó su móvil de la mochila, lo desbloqueó, y con el dedo índice, comenzó a pasar fotos.
—Tienes toda la razón. Menudo año de pedir deseos me he pegado. — Paró de hablar, sonrió y nos mostró el móvil. Una imagen cubría la pantalla. En ella, se veía una tarta de tres pisos coronada por doce velas. Rodri estaba detrás del pastel con las pupilas iluminadas y los dedos de las manos entrelazados entre sí. Tenía la boca abierta y el cuerpo echado hacia atrás, como si estuviera reuniendo todo el aire del vecindario antes de soplar. A su lado, Invi le quitaba el gorro de cumpleañero con una mano y, mientras se adelantaba a apagar las velas, con la otra le tapaba la boca
—. Digo yo, que por pura estadística, mientras más deseos pidas de cumpleaños, más posibilidades tendrás de que alguno se cumpla, ¿no?
—Eso no funciona así —acertó a decir Azul—. Debe ser tu día, no el de otro. Imagino que, si tu deseo se hace realidad, se hará para el dueño del cumpleaños y no para el que apague las velas. Tiene su lógica, ¿no?
—¿Aunque la tarta huela a mar y no quiera comérsela nadie? —Volvió a replicar Invi jugueteando con una de sus coletas.
—¡Oye! Que mi madre sea pescadera no significa que lo que toque sepa a gamba cocida —mi amigo alzó el tono hasta que captó la atención de todos los pasajeros. Aproveché su momento de protagonismo para observar su indumentaria. Llevaba una camiseta estampada con varios calamares bailando la conga, una mochila con forma de pulpo y una gorra con la siguiente frase: “de la mar el mero y de la tierra…, mejor la mar que ya viene con sal incorporada”. Estaba claro que se sentía orgulloso del negocio familiar.
En ese momento, algo chocó contra el autobús. Miré a Azul, ella me miró a mí, giró la cabeza y observó a Rodri, este ladeó las pupilas hacia Invi y ella, con las trenzas deshaciéndose por segundos, movió el cuello de lado a lado mirándonos a todos a la vez. Sin darnos cuenta, los cuatro nos habíamos cogido de la mano y evitábamos, a toda costa, ver qué ocurría tras el cristal.
El golpe volvió a repetirse. Sonó dos veces, tres, cuatro… Se hizo recurrente y se volvió en una especie de aplauso sobre la ventana. A mi lado, mi amigo se mordía el labio inferior. Intentando distraerme, me quedé hipnotizado observando el bigotillo que empezaba a brotarle a Rodri. Eran como las hebras de un cepillo con tendencia a la calvicie y excesivo kilometraje. La imagen me hizo soltar una carcajada. Intenté ahogarla y esta se convirtió en una tos nerviosa. Azul, pensando que me atragantaba, soltó mi mano y me dio regaló varios golpes en la espalda. Nunca pensé que una chica de doce años podría poseer tanta fuerza. Aguanté el primer envite con la elegancia que la tos me permitía, pero a la segunda palmada salí disparado hacia el cristal. Con un par de Newtons más me hubiera realizado una rinoplastia gratuita. Por suerte, el tamaño de mi nariz no menguó, ya que mis prominentes mejillas amortiguaron el golpe. Lo que me encontré de frente, fue una mano enorme y peluda reposando sobre el cristal.
—Pinchadas. No he visto algo así en mi vida. Todas las ruedas pinchadas. —Tardé un par de segundos en darme cuenta de que la voz no pertenecía a la mano en cuestión, sino al conductor —. Llamad a vuestros padres para que os recojan porque el autobús está inservible.
Despegué la cara de la ventana. Un sonido a velcro separándose me informó de que, en el cristal, había dejado un par de pestañas, parte de una ceja, y el dibujo del lateral de mi rostro que, a causa del golpe, dejó de ser mi perfil bueno. Me incliné hacia la mochila y me puse a buscar el teléfono. No tardé en encontrarlo. Estaba junto a mi bocadillo. Un trozo de servilleta se había desprendido y en la parte superior de la pantalla, el tomate había dejado su firma. Con torpeza, limpié la mancha con la manga de la sudadera y marqué el teléfono de mi padre. No dio tono. Levanté la cabeza y miré al resto de mis compañeros. Algunos le gritaban al teléfono, otros levantaban el brazo en busca de señal y un chico con un sorprendente talento para la abstracción, leía un libro titulado: “Mantén la calma en situaciones de estrés. Te he dicho que la mantengas. ¡MANTENLA!”.
—Esta es la cobertura de Schrödinger —dijo Azul mientras se mordía las uñas—. La señal está a tope, pero no deja hacer ni una llamada.
Mis amigos parecían estar envueltos en una danza ancestral que tuviera como anhelo una pizca de cobertura. Llegué a pensar que, en cualquier momento, descendería algún dios primigenio proporcionándonos una salvadora clave de Wifi. Rodri movía el teléfono como si fuera una coctelera, Azul miraba la pantalla como si intentara hipnotizarlo e Invi… Invi buscaba algo en el suelo. Sin saber qué había perdido, me agaché y me puse a su lado. El suelo del autocar era un campo de minas abarrotado de chicles mordidos de más, caramelos a medio comer y restos de envoltorios de dudoso origen. Aparté un pirulí que había tomado la forma de la estrella de la muerte y, a su lado, vi lo que la chica buscaba: su teléfono. En la pantalla, aún se veía la foto del cumpleaños de Rodri. Junto a él, Invisible tenía los labios en forma de “U” apagando todas y cada una de las velas y, en el fondo, había una figura de la que antes no me había percatado. Encima del tejado de un vecino, una sombra borrosa miraba a la cámara. No distinguía ni sus facciones, ni parecía tener rostro. Más que una persona, parecía, igual que la reciente marca de tomate de mi sudadera, una mancha a medio borrar. Pero no una cualquiera, sino una que ya conocía. Para ser más exactos, la misma que había visto unos minutos antes saltar a la parte de abajo del autobús.
https://humanosinvisibles.files.wordpress.com/2022/11/un-exquisito-bocado-ii.png?w=1024
Las historias siempre eligen su propio camino. En mi caso, siempre parto de una idea que me gusta (hay veces que de una simple oración) y me dejo llevar por lo que evoca hasta llegar a una conclusión. Ni yo mismo sé hacia dónde me van a llevar ni los personajes ni el relato. Un escritor de brújula, un escritor de carretera, un escritor de auto-stop. No tengo destino conocido solo kilómetros de posibilidades. Por supuesto, esto tiene sus ventajas e inconvenientes. Muchos relatos, al no saber muy bien hacia dónde se dirigían, se han quedado accidentados en medio de la calzada. <br>
En este caso, sé muy bien que camino tomar (igual que en mi vida que, después de muchas dudas, hace casi un año que sé cual es mi dirección y cómo quiero compartirla). El destino del relato es la carretera, tanto sus posibilidades como sus imposibilidades. Cuando era niño me daba miedo el bosque que hay al lado de mi pueblo. Cuando lo atravesábamos con el coche siempre pensaba que había algo esperándonos entre los árboles, en cada curva, en cada recta. Ahora sé que no era por el bosque, era por la posibilidad de que ocurriera. Abandonar las cuatro paredes de tu hogar es arriesgarse. En tu casa sabes a qué atenerte y, en caso de que ocurra algo, a quién aferrarte y cómo resolverlo (casi siempre). Pero fuera estamos huérfanos de esta protección. Los peligros se multiplican y la (falsa) seguridad en la que vivimos se desvanece. De ahí que nos den miedo las carreteras, los bosques que parecen no tener fin y las desviaciones de caminos.
Esta segunda entrega de «Un exquisito bocado», aunque por la introducción no lo parezca, sigue hablando de autobuses. En este caso de esos miedos que nos acechan, de ese crecer, tomar decisiones y unirte a un grupo que te proporcione casi tanta seguridad como la que tienes en tu hogar. Digamos que, cuando empiezas a crecer, poner un pie en el autobús (o en el camino) por tu propia cuenta, es tu primer paso hacia la independencia. Todo es brillante y a la vez oscuro. Todo emociona y a la vez da miedo. Esta es la evolución que pretendo darle al texto. Aunque cualquier interpretación que hagáis, por supuesto, será bienvenida.
Os dejo aquí el enlace de la primera parte por si no habéis tenido la oportunidad de leerla:
Un Exquisito Bocado (II)
2
Hay preguntas que detienen el tiempo. Tu interlocutor te mira, suelta una frase como si de un arma de destrucción masiva se tratara, y se queda esperando una respuesta que le convenza. Aguantar la presión no es una tarea sencilla y suelen dejarse unos segundos de cortesía antes de contestar. Aquella mañana, por causas aún por determinar, el autobús escolar se había detenido en mitad de la calzada, mi amigo se había puesto tan colorado, que era casi invisible para un daltónico, y una chica que, creía, no hablaba, me estaba realizando un interrogatorio que ni Humphrey Bogart en sus mejores tiempos. Para mí, el tiempo no solo se había detenido, sino que yo no tenía ni la menor intención de que volviera a reanudarse.
—¿En serio no vas a decir nada? —dijo “La chica de azul” uniéndose a aquella rueda de prensa improvisada. La miré y, después, observé a su amiga. No sabía quién sería la poli buena y quién la mala.
—Oye, Azulita. Sebastian contestará cuando le apetezca. ¿A que sí? — comentó Rodri intentando rescatarme.
—Tú, no te pases de listo. Que estás más rojo que un gazpacho con empacho de tomate. Además, deberías respetarnos más. Si hasta estuvimos en tu cumpleaños — replicó Invi siendo menos invisible que nunca.
—Vamos a ver, te compro que invité a “Azul”, pero a ti nadie te dijo nada y sales en todas las fotos. —Una vena comenzó a marcársele en el cuello. Era tan enorme, que en vez de un vaso sanguíneo, parecía que su cabeza estaba echando raíces —. Si hasta apagaste las velas de la tarta por mí.
Invi se tomó unos segundos para contestar, sacó su móvil de la mochila, lo desbloqueó, y con el dedo índice, comenzó a pasar fotos.
—Tienes toda la razón. Menudo año de pedir deseos me he pegado. — Paró de hablar, sonrió y nos mostró el móvil. Una imagen cubría la pantalla. En ella, se veía una tarta de tres pisos coronada por doce velas. Rodri estaba detrás del pastel con las pupilas iluminadas y los dedos de las manos entrelazados entre sí. Tenía la boca abierta y el cuerpo echado hacia atrás, como si estuviera reuniendo todo el aire del vecindario antes de soplar. A su lado, Invi le quitaba el gorro de cumpleañero con una mano y, mientras se adelantaba a apagar las velas, con la otra le tapaba la boca
—. Digo yo, que por pura estadística, mientras más deseos pidas de cumpleaños, más posibilidades tendrás de que alguno se cumpla, ¿no?
—Eso no funciona así —acertó a decir Azul—. Debe ser tu día, no el de otro. Imagino que, si tu deseo se hace realidad, se hará para el dueño del cumpleaños y no para el que apague las velas. Tiene su lógica, ¿no?
—¿Aunque la tarta huela a mar y no quiera comérsela nadie? —Volvió a replicar Invi jugueteando con una de sus coletas.
—¡Oye! Que mi madre sea pescadera no significa que lo que toque sepa a gamba cocida —mi amigo alzó el tono hasta que captó la atención de todos los pasajeros. Aproveché su momento de protagonismo para observar su indumentaria. Llevaba una camiseta estampada con varios calamares bailando la conga, una mochila con forma de pulpo y una gorra con la siguiente frase: “de la mar el mero y de la tierra…, mejor la mar que ya viene con sal incorporada”. Estaba claro que se sentía orgulloso del negocio familiar.
En ese momento, algo chocó contra el autobús. Miré a Azul, ella me miró a mí, giró la cabeza y observó a Rodri, este ladeó las pupilas hacia Invi y ella, con las trenzas deshaciéndose por segundos, movió el cuello de lado a lado mirándonos a todos a la vez. Sin darnos cuenta, los cuatro nos habíamos cogido de la mano y evitábamos, a toda costa, ver qué ocurría tras el cristal.
El golpe volvió a repetirse. Sonó dos veces, tres, cuatro… Se hizo recurrente y se volvió en una especie de aplauso sobre la ventana. A mi lado, mi amigo se mordía el labio inferior. Intentando distraerme, me quedé hipnotizado observando el bigotillo que empezaba a brotarle a Rodri. Eran como las hebras de un cepillo con tendencia a la calvicie y excesivo kilometraje. La imagen me hizo soltar una carcajada. Intenté ahogarla y esta se convirtió en una tos nerviosa. Azul, pensando que me atragantaba, soltó mi mano y me dio regaló varios golpes en la espalda. Nunca pensé que una chica de doce años podría poseer tanta fuerza. Aguanté el primer envite con la elegancia que la tos me permitía, pero a la segunda palmada salí disparado hacia el cristal. Con un par de Newtons más me hubiera realizado una rinoplastia gratuita. Por suerte, el tamaño de mi nariz no menguó, ya que mis prominentes mejillas amortiguaron el golpe. Lo que me encontré de frente, fue una mano enorme y peluda reposando sobre el cristal.
—Pinchadas. No he visto algo así en mi vida. Todas las ruedas pinchadas. —Tardé un par de segundos en darme cuenta de que la voz no pertenecía a la mano en cuestión, sino al conductor —. Llamad a vuestros padres para que os recojan porque el autobús está inservible.
Despegué la cara de la ventana. Un sonido a velcro separándose me informó de que, en el cristal, había dejado un par de pestañas, parte de una ceja, y el dibujo del lateral de mi rostro que, a causa del golpe, dejó de ser mi perfil bueno. Me incliné hacia la mochila y me puse a buscar el teléfono. No tardé en encontrarlo. Estaba junto a mi bocadillo. Un trozo de servilleta se había desprendido y en la parte superior de la pantalla, el tomate había dejado su firma. Con torpeza, limpié la mancha con la manga de la sudadera y marqué el teléfono de mi padre. No dio tono. Levanté la cabeza y miré al resto de mis compañeros. Algunos le gritaban al teléfono, otros levantaban el brazo en busca de señal y un chico con un sorprendente talento para la abstracción, leía un libro titulado: “Mantén la calma en situaciones de estrés. Te he dicho que la mantengas. ¡MANTENLA!”.
—Esta es la cobertura de Schrödinger —dijo Azul mientras se mordía las uñas—. La señal está a tope, pero no deja hacer ni una llamada.
Mis amigos parecían estar envueltos en una danza ancestral que tuviera como anhelo una pizca de cobertura. Llegué a pensar que, en cualquier momento, descendería algún dios primigenio proporcionándonos una salvadora clave de Wifi. Rodri movía el teléfono como si fuera una coctelera, Azul miraba la pantalla como si intentara hipnotizarlo e Invi… Invi buscaba algo en el suelo. Sin saber qué había perdido, me agaché y me puse a su lado. El suelo del autocar era un campo de minas abarrotado de chicles mordidos de más, caramelos a medio comer y restos de envoltorios de dudoso origen. Aparté un pirulí que había tomado la forma de la estrella de la muerte y, a su lado, vi lo que la chica buscaba: su teléfono. En la pantalla, aún se veía la foto del cumpleaños de Rodri. Junto a él, Invisible tenía los labios en forma de “U” apagando todas y cada una de las velas y, en el fondo, había una figura de la que antes no me había percatado. Encima del tejado de un vecino, una sombra borrosa miraba a la cámara. No distinguía ni sus facciones, ni parecía tener rostro. Más que una persona, parecía, igual que la reciente marca de tomate de mi sudadera, una mancha a medio borrar. Pero no una cualquiera, sino una que ya conocía. Para ser más exactos, la misma que había visto unos minutos antes saltar a la parte de abajo del autobús.
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