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…el de otro corazón al callarse
—Entre, entre, inspector. A ver si puedo respondérselas…
Me recibió un Juárez no sé si hijo de la ira o del desaliño. En chancletas, con el pantalón desabrochado y un ensayo de camisa sobre la piel sudorosa. La cara era un poema de Apollinaire o de Huidobro, un descenso sin paracaídas que acababa en la luna húmeda de la camiseta, a la altura del pecho velludo. Se disculpó, eso sí, por el desorden. Me ofreció bourbon del suyo, caliente, sin el auxilio del hielo. Pero, al menos, servido en un vaso que no era una calavera. Aunque yo solo le hice el gesto de dejarlo a la altura del trozo de mesa que me correspondía, una vez que me materialicé sentado.
—No le esperaba, inspector. Bueno, a decir verdad, nadie le espera. Llegaron dos compañeros suyos hace unos días y nos informaron de que todo… —vaciló, mientras le descubría un hilillo de licor en la comisura—, de que la muerte de Inés ha sido un suicidio.
Me mostré frío. Seguro de que mi materialización se asimilaba más a un examen de cátedra que a un interrogatorio.
—Sí, ya he sido informado. Yo solo quería preguntarle por esas misteriosas páginas de sus novelas que, de repente, no están. ¿No es curioso? ¿Está usted al tanto del fenómeno?
Parecía como si Nes, de repente, hubiese reparado en el desquiciado entorno. Con una chancleta cubrió el blíster de Rivotril. Y con la otra el sobre crema que contenía las cuartillas con la basurilla que escribía, casi al peso, para las revistas cibernéticas del corazón. Pocas cosas más ridículas que ocultar algo a un narrador omnisciente.
— ¿Y usted, inspector? ¿Lo sabe todo?
Con un cierto desequilibrio, por el giro del mexicano-colombiano, remedo de aquel del avión que nos trajo de Nicaragua tras el entierro de Inés Menta, me solté por un momento de las solapas firmes del abrigo galdosiano. Tanto que cualquier observador advertido habría notado en mi materialización un brillo y hasta unos rasgos de Martín-Santos.
—Bueno, técnicamente, puede decirse así. Pero siempre he pensado que es una exageración…
Me aparté de esa avenida frondosa, de frutos casi tropicales, que me delataba como filólogo. Y que delataba mis verdaderos intereses. Aunque, por suerte, Juárez apenas estaba al tanto. El Rivotril empezaba a hacer de las suyas y la somnolencia lo adobaba hasta el punto de reclinarlo como una Ana Ozores desmayada ante don Fermín de Pas, en un oscuro ángulo del sofá adocenado de los módulos.
Y cuando yo apenas era una brisa de mi rostro en medio de la estancia doliente de Juárez, el autor de Caballo viejo roncaba frente a mí, inadvertido de mi extraña ausencia.