Subir al inicio

libres, digitales, inconformistas

libres, digitales, inconformistas

AMELIA by María José Neira

Imagen tomada de Pinterets

FRAGMENTO DEL LIBRO: EL RUMOR DEL RÍO Y EL OLOR DE LA HIGUERA

Capítulo I

 
Ella lo miró y percibió con dolor el peso de los años en sus párpados cansados, en el delicado fragmento de piel que ocultaba la mirada que en otros tiempos la hacía temblar de emoción, bastaba con que se cruzaran y que él le regalara su atención.
Él volvió a percibir el verde opalescente de sus ojos, que lo vigilaban desde la eternidad, y quiso atrapar ese instante para que nadie volviera a arrebatárselo.
¿Recuerdas cuando te dije que volveríamos a encontrarnos y que haríamos daño a otras personas?
  Revive, susurra, aviva, escribe, despierta, cientos de lagartijas te roban tu presa. Aspira el aroma dulce de las hojas de higuera, que evoca tardes de verano de hambre adolescente de mariposas y gotas de agua sobre la piel morena; de piedras y lodo bajo el agua cristalina, de amores olvidados que siempre regresan.
  Amelia
 Nací en una población pequeña, llena de vida, donde el bullicio de los transeúntes se mezclaba con el ruido de los coches que circulaban sin descanso a todas horas. Me crie entre dos pueblos, los respectivos de mis padres, donde yo me sentía más libre que sobre el asfalto, y en los que estaba a salvo de las miradas inquisitivas y los deberes fastidiosos.
Mi ciudad era muy próspera por aquella época, el dinero corría de bolsillo en bolsillo, los bancos proliferaban y las cajas registradoras de las tiendas funcionaban a destajo. Recuerdo los paseos con mi madre por la calle principal, la avenida de tiendas rebosantes de gente de toda la comarca que venía buscando los mejores productos, los viajantes que pernoctaban en ella porque un día entero no les llegaba para visitar todos los establecimientos de los que eran proveedores, peleándose por tener una exclusiva en un lugar donde el poder adquisitivo tan grande que había les compensaba hacer kilómetros sin fin.
Sin embargo, toda esa vida me resultaba ajena, yo tenía mi mundo, un universo al que me escapaba de vez en cuando para huir de las ataduras y los miedos que producía la educación en una época ciertamente siniestra, donde la dictadura daba sus coletazos finales.
Mi vida eran los estudios y los pocos momentos de esparcimiento que encontraba fuera de las tareas diarias. Recuerdo las mimosas en flor en primavera, con sus bolitas esponjosas que perfumaban el aire con un aroma envolvente. Recuerdo los paseos en bicicleta por el camino negro, que llamaban así por estar cubierto de polvo de carbón, sintiendo el frescor del aire en la cara, el viento despeinando mis rizos, como si volara hacia la libertad. Allí estaba sola, era dueña de mi vida, no tenía que dar cuentas a nadie, no había deberes ni castigos. A veces soñaba que me iba con la bicicleta y jamás volvía, pero lo más lejos que llegaba era a casa de mi abuela, que me llevaba de vuelta con mis padres.
También tenía amigos imaginarios a los que acudir cuando me sentía amenazada por el entorno; eran seres con los que hablaba en secreto y que me consolaban cuando sufría por algo. Leía mucho y encontraba mundos alternativos en el papel, ellos me albergaban cuando la realidad me decepcionaba.
Esos refugios reales e imaginarios, junto con el nido familiar engañosamente protector que a casi todos nos tejen y nos envuelve como una tela de araña, eran el hábitat donde comenzó a forjarse mi personalidad. A los quince años la explosión hormonal propia de una adolescencia acechante me había convertido en un manojo de nervios, el espejo de una timidez enfermiza, un puro rubor constante que revolvía todas las células de mi ser. Todavía no conocía el amor ni tenía el más mínimo interés en descubrirlo.
El pueblo de mi madre, en cambio, era pequeño, pero contenía todo lo que llenaba mi vida de adolescente. Tenía a mi mejor amiga, diría que la única con la que contaba; el cine de los domingos, los puestos de chucherías donde gastábamos la propina del fin de semana y los juegos con mis primos cada vez que nos reuníamos. La vida de los adultos giraba en torno a la escultura dedicada al vendimiador, donde se encontraban casi todos los bares, mientras que los niños ocupaban la plaza del ayuntamiento, en cuyos soportales se colocaban los vendedores de golosinas, frutos secos y juguetes, y se celebraba la feria cada mes. Unos tilos majestuosos decoraban el lugar, que se inundaba de su aroma. Los domingos por la tarde, antes de volver a nuestra casa, mi madre nos preparaba el chocolate, mientras mis primos y yo íbamos al puesto de Mercedes a comprar los churros. Ya en casa de mi tía, los primos tomábamos la bebida humeante, todos menos yo, que lo odiaba en todas sus formas, mientras jugábamos a pintarnos bigotes de color marrón y relamerlo como si fuéramos gatos.
El río era un remanso bajo el puente de piedra. En la época en la que mi madre era una chiquilla, ella y sus amigos se reunían a la sombra de los chopos y celebraban castos encuentros en los que compartían merienda y risas, las chicas siempre acompañadas de sus hermanos mayores para protegerlas y evitar que las meapilas de comunión diaria murmuraran sobre ellas. Las fotos de la época muestran grupos de muchachos sentados en la hierba, que miran a la cámara con despreocupación, o grupos de amigas con sus mejores galas, posando en el puente; al fondo el paisaje del río bordeado por los árboles, una estampa que hacía reconocible al pueblo en cualquier sitio.
Para nosotros fue muy diferente; el río era el lugar donde despertaron nuestros primeros amores, donde esperábamos sorprender al objeto de nuestro deseo mirándonos furtivamente. Algunos se escondían detrás de los arbustos para fumar un pitillo; los más atrevidos, para espiar a las chicas cuando nos cambiábamos de ropa. Apenas conservo fotos de esa época, tan solo algunas postales que se quedaron olvidadas dentro de un libro de texto me recuerdan hoy en día aquellos momentos felices que vienen a mi memoria cuando sobreviene la oscuridad, tarjetas vacías de saludos, buenos deseos y despedidas.
Aquel muchacho de tez morena y ojos vivos se presentó en mi vida de improviso, como un terremoto de madrugada. Yo no lo vi venir, estaba sentada en las piedras de la orilla, intentando convencerme a mí misma de lo bien que me sentaría un baño de agua bien fría; mi prima me llamaba gallina desde lejos y ella y sus amigos no paraban de reír. Pensé que era ella al sentir un chorro de agua helada que me mojó toda la espalda. Me volví con cara de pocos amigos, dispuesta a dejar que de mi boca salieran sapos, serpientes y cualquier bicho venenoso, y me encontré a un joven moreno, de complexión atlética, que sonreía. Tenía unas piernas musculosas y no parecía muy alto; estaba agachado, con las manos formando un cuenco, dispuesto a seguir torturándome.
—¿Eres imbécil? ¿No sabes que me puedes cortar la digestión? —grité, poniendo cara de enfado, aunque por dentro sonreía.
—Bueno, chica, perdona, estaba intentando averiguar la temperatura del agua y no encontraba quien me informara —argumentó con sorna, lo cual me enervó aún más.
—Confirmado, eres idiota —le grité tirándole una piedrecilla del fondo del río.
Él retrocedió en principio y se quedó callado al probar mi ira, pero volvió a la carga tras unos segundos de desconcierto.
—Es que me cegó el brillo de tus escamas. No sabía que había sirenas aquí —me soltó, desarmándome—. Si quieres, te invito a un helado esta tarde para compensar.
—No puedo. Me vuelvo a casa pronto. Gracias —le contesté, mucho más tranquila, aunque un ligero temblor en la voz me delataba.
Me sonrojé como un tomate maduro y me escondí tras la toalla haciendo que me secaba el sudor de la cara. Sin embargo, algo en mi interior me decía que la conversación no podía acabar de ese modo, así que me aventuré como nunca antes en mi vida.
—Espera. El próximo fin de semana creo que tengo que volver. Si quieres, lo tomamos en el bar de aquí al lado.
—De acuerdo. No te libras del helado, vete pensando de qué sabor lo quieres —dijo con una sonrisa en la mirada—. Me llamo Juan, voy al instituto con tu prima.
Después estuvimos un rato sentados al sol, charlando y comiendo pipas. Me inspiraba confianza y le abrí mi corazón, hablándole de mi familia, de mis estudios, de música, de lo que cualquier joven de aquella época inocente solía discutir.
Tras aquel encuentro yo no podía apartar a Juan del pensamiento; sin embargo, cuando nos cruzábamos por la calle alguna vez, mi timidez no me dejaba más que sonreírle al pasar y decirle un adiós casi inaudible.
Las fiestas del pueblo se convirtieron para mí en la ocasión de ver a Juan otra vez, pero yo no tenía permiso de mis padres para volver tarde, de modo que no podía quedarme a la verbena. Alguna vez conseguí que me permitieran dormir en casa de mis tíos, con la advertencia expresa a mi tía de que no me dejara salir. Ella lo cumplía a rajatabla, por temor a un conflicto con mi padre, a pesar de que yo intentaba sobornarla ofreciéndole pasteles y otras cosas a cambio, pero ante su firmeza yo tenía que conformarme con vivir la aventura que me suponía dormir fuera de casa, sintiendo la libertad de estar sin padres, pero en soledad, porque mis primos, menores que yo, sí tenían permiso para trasnochar y llegar a las tantas. Desde la cama se oía la música y yo me imaginaba a Juan dando vueltas por la verbena; sufría al pensar que yo no estaba allí y él invitaría a bailar a otras chicas. Me consolaba pensando que lo tenía cerca, muy cerca, a menos de un kilómetro.
Mi tía debió de apiadarse de mí y hablar con mis padres, porque el último día de la fiesta de la vendimia me comunicó que tenía permiso para ir a la verbena. Emocionada llamé a Nela, mi mejor amiga, para quedar con ella. Esa noche, después de cenar en su casa, nos vestimos para asistir. No sabía qué ponerme, todo me quedaba mal, o demasiado informal o demasiado elegante. Cuando finalmente escogí un vestido de color naranja, se me ocurrió que Juan igual ya no estaría o que no se fijaría en mí. Me dio por pensar: ¿Qué haces entonces, Meli? ¿Te quedas en casa porque crees que no le vas a gustar? Vas a perder la oportunidad del verano, quizá para cuando pase haya otra chica que lo esté esperando.
Nela y yo nos dirigimos hacia la fiesta, ella contenta, yo emocionada cual cenicienta con fecha de caducidad sin saber si encontraría al príncipe con el zapato de cristal en la mano. Cuando llegamos había poca gente, algunos bailaban, otros intentaban entablar conversaciones por encima de la música atronadora de la orquesta. No vi a Juan entre los presentes y temí que no apareciera o que llegara cuando mi pase nocturno estuviera a punto de agotarse. Durante un rato sonó la música disco, la cantante intentaba emular con cierto éxito a Donna Summer y los asistentes bailaban como animados por una enorme bola de cristal. Yo me movía con desgana, mirando a todos los lados y cada vez más desesperanzada. Había mucha gente ya y quizá por eso no me fijé en David, uno de sus mejores amigos; tenía un vaso en la mano y gesticulaba y se reía a carcajadas. En ese momento, David, que era bastante alto, se agachó a recoger algo y entonces vi a Juan, pero no me atreví a mirarlo. Él sí se dio cuenta de mi presencia y me sonrió desde lejos, pero siguió charlando.
¿Ves, Meli? No quiere saber nada, has venido a lo tonto, encima se reirá de ti. Ponte a bailar como si nada. ¡Vaya, ahora tocan una lenta! ¡Qué mala suerte!
Creí morir de vergüenza, estaba allí, como una idiota, esperando algo que se me resistía. Estuve a punto de marcharme, pero Nela me sujetó.
—¿Eres gilipollas, Meli? Ahora no te vas, espera al menos que pase esta canción, que se te va a notar demasiado. Además, seguro que él se está haciendo el interesante, están todos cortados por el mismo patrón. Me lo dijo mi hermana, que de eso sabe un rato.
—¡Pero es que no va a venir, Nela! ¡Ya me ha visto hace tiempo!
—¡Espera, mujer, que te digo que son así! Lo hace para despertar tu interés, él no sabe que estás locamente enamorada —sentenció Nela entre risas.
Le hice caso y me quedé. Nela me llevaba casi dos años y yo me dejaba guiar por ella e, indirectamente, por los consejos de su hermana mayor. ¡Menos mal! Empezó a sonar Samba pa ti, de Carlos Santana. Juan le dijo algo a su amigo, le dejó el vaso que tenía en la mano y empezó a caminar en nuestra dirección. Las piernas me temblaban, no sabía si quería que se detuviera o que pasara de largo y posponer el ansiado baile. Se acercó a mí.
—¿Voy a buscarte un helado o prefieres bailar conmigo? —me susurró al oído.
—Prefiero bailar, no engorda —bromeé, sorprendiéndome a mí misma.
Dije esa estupidez para ocultar mi nerviosismo ante la simple idea de que nuestros cuerpos se acercaran. Entonces él me cogió, bailaba con los brazos extendidos, sin atreverse a flexionarlos, mientras nuestros amigos se reían, seguramente ante la visión de esa pareja de pazguatos. Cuando acabó la canción nos despedimos, pero yo no le quité la vista de encima hasta que me fui de la fiesta y creo que él también me observaba cuando lo miraba de reojo.
Aquella noche no pude dormir. Me acosté sobre la cama, con los ojos abiertos, recordando palabra por palabra nuestra conversación, buscando mensajes ocultos que pudieran desvelarme la naturaleza de los sentimientos que Juan tenía hacia mí.
Juan actuaba alguna vez de monaguillo con don Alfredo en la misa del sábado a las siete. Yo me sentaba aparte con mi abuela al fondo de la iglesia y desde allí, aunque estaba lejos, no tenía delante ningún obstáculo para verlo. Mi abuela estaba pendiente de que yo rezara en voz alta, algo que yo nunca hacía, y yo pendiente de ver a Juan. Nunca he sido muy religiosa, pero cuando Juan salía al altar, junto con don Alfredo y el otro monaguillo, yo no veía más dios que aquel muchacho moreno que me estaba robando el alma y nublando el entendimiento. En mi imaginación inocente de quinceañera, todavía desconocedora del deseo sexual, yo lo veía con su traje de baño de rayas azules, salpicándome a conciencia con el agua gélida del río, para luego secarme amorosamente y sentarse a mi lado en la toalla, mientras escuchábamos la música de los altavoces del bar cercano:
  Che confusione, sarà perché ti amo, è un’ emozione che cresce piano piano, se ci sto bene sarà perché ti amo.[1]
  Entonces mi abuela me daba un codazo y me miraba con un gesto a la vez de preocupación y enfado por mi desinterés por las cosas de la madre iglesia y yo volvía en mí, también enfadada porque me habían traído bruscamente de vuelta del paraíso a un lugar horrible. Pero allí seguía él y yo creo que me miraba, aunque no me atrevía a comprobarlo.
Sus abuelos vivían en la casa de al lado de mi tía, yo me acercaba alguna vez a la ventana de la habitación que daba al patio, con la esperanza de encontrarlo asomado también y charlar con él. Y si no lo conseguía, me tumbaba en la cama e imaginaba historias en las que los dos éramos felices y rogaba que se introdujera en mis sueños para que esos momentos de dicha se prolongaran. El suave olor de las higueras del patio entraba por la ventana y yo me dormía con su aroma alimentando mis sentidos.
Nos vimos alguna vez más en el río. Yo esperaba impaciente el día en que solía quedarme en el pueblo para ir a darme un baño y temblaba cada vez que en las noticias se anunciaba tormenta porque entonces mis planes se iban a pique y yo no podía verlo en otro sitio. Cada vez que coincidíamos nos sentábamos juntos, cada uno en su toalla. Nos íbamos a nadar, llegábamos hasta el puente, nos quedábamos allí un rato y después seguíamos hacia la zona donde no había gente, ya que no tenía playa.
Cuando estaba con él nuestro espacio era la urna de cristal donde el entorno desaparecía; no se oían las voces de los amigos que se tiraban desde el trampolín, ni los coches que pasaban por encima del puente.
Apurábamos el tiempo hasta que se ocultaba el sol. Yo me iba a casa con la cabeza mojada y tenía que soportar las reprimendas de mis padres por llegar tan tarde y en ese estado, pero nunca llegaron a sospechar que me quedaba en el río mientras mi prima y mi amiga habían vuelto a casa hacía ya un rato.
Sin embargo, yo desconocía lo que él sentía por mí, jamás me dijo una palabra que indicara un interés más allá de la amistad sólida, o mi inseguridad y timidez excesiva me ponían una pantalla delante de los ojos. Tampoco éramos amigos, no existía la confianza para hablar de ciertos temas y de comunicarnos nuestros planes respectivos.
A principios de agosto me fui a Escocia a pasar unas semanas haciendo un curso de idioma y aquel romance quedó a medio cocinar. Durante mi estancia en Edimburgo añoraba el río, por las noches soñaba que me bañaba en sus aguas cristalinas y que nadaba a su lado, pero por la mañana me despertaba en una cama que no era la mía. Me asomaba a la ventana y contemplaba el jardín y las casitas victorianas de enfrente, envueltas a veces en una bruma que les daba un toque melancólico. Mientras, yo contaba los días que me faltaban para regresar, temiendo que el tiempo enfriara en la memoria de Juan el recuerdo de nuestros encuentros y con ellos el de mi persona también. Por la mañana asistía a las clases, por las tardes realizábamos alguna salida para ver lugares de interés, casi siempre con paraguas e impermeable, y pensaba en mis amigos, que combatían el calor del sol con unos chapuzones en agua helada, y yo añoraba aquellos paisajes, aunque no me gustaba nada el calor.
Las cartas que mi amiga me enviaba compensaban su ausencia, pues ella me contaba que casi todas las tardes iban al río y allí estaba él y que algún día le había preguntado por mí, que ya no me veía. Sin embargo, esas misivas también me hacían sufrir, las leía una y otra vez hasta que me llegaba una nueva, buscando entre las líneas algún rastro de su interés por mí, obsesionada por él, temerosa de que se fijara en otra. «Ayer por la tarde estuvimos jugando a la baraja y Juan me preguntó dónde te habías metido» era mi frase salvadora, el trozo de madera al que me aferraba en los malos momentos y releía las cartas que me llegaban hasta que acababa aprendiéndolas de memoria.
Por un lado, echaba de menos mi hogar, pero también estaba subyugada por esta tierra, llena de leyendas de fantasmas que habitaban castillos en ruinas y damas que vivían en lo profundo de los lagos. Alguna vez llegué a sentir una fuerte conexión, ponía una mano en el suelo y este me reclamaba como si yo hubiera vivido allí antes, hace siglos, pero esa llamada se perdía.
Regresé al cabo de un mes y medio. Los días eran más cortos, las noches más frías y el río se iba quedando sin gente; yo no volví a bañarme. Tampoco me lo encontré muchas veces por la calle en las contadas ocasiones en las que yo fui al pueblo.
Era ya el mes de septiembre y mi cabeza seguía corriendo detrás de un amor de verano que se me escapaba tan rápido como llegaban los días de otoño. Un día pregunté y alguien me dijo que se había ido a vivir a otra provincia, su padre había pedido el traslado a una ciudad más grande para que sus hijos pudieran tener más opciones académicas.
Lloré en silencio por algo que ni siquiera había tenido. Al final no me quedó más remedio que asumir que aquello había sido un amor fugaz o ni siquiera había existido y que, con el tiempo, él probablemente conocería a otra chica que le haría olvidar a Meli, la del pelo color zanahoria.
Mi adolescencia siguió su camino espinoso, otras personas y otros intereses surgieron en mi vida y no supe nada más de él.
Lo olvidé como quien olvida una lección mal aprendida el día antes de un examen.
[1] Será porque te amo, Ricchi e Poveri. Álbum Todos sus grandes éxitos.
El rumor del río y el olor de la higuera - María José Neira Garnelo - UNO editorial

Categorias

Deja un comentario

Facebook
Twitter
LinkedIn