- Tu rostro me acompaña, tu sombra va conmigo
Ya todos en el Cerro sabían que yo no contaba con indicios suficientes para ser el investigador de la muerte de Inés Menta. Con un robusto suicidio declarado en cada esquina y cada módulo de Lunas de Lantano, mi figura empezaba a ser fantasmal, más por lo caprichoso de mis motivos que por mis delirios al materializarme (ahora frecuentaba mucho los rostros de Gabriel Miró o Unamuno). Antonio y Antonia, al realizar las mínimas operaciones de limpieza y orden de mi módulo (les encantaba el poquísimo trabajo que les daba), ya habían reparado en que tan escaso dispendio era más que extraño. Y así me sorprendió una melancolía voraz, cual cuervo vallejiano, que un día sí y otro también me instaba a desaparecerme de aquel nido de pretendientes de la escritura, dejando en brumas el misterio de una poeta bestseller nicaragüense (no sabía yo qué era más misterioso, su muerte o que vendiera poesía).
En esas estaba cuando de las oscuridades de la noche austral, debajo del ancho ventanal de mi módulo, emergió un tipo con una chaquetilla diplomática bordada de oros y ojos mogoles, entornados como por una miopía incorregible. Otro nicaragüense.
–La noche está llena de élitros salvajes y el alma de ínfulas voraces. ¿No le dice eso algo, joven?
¡Deliciosas todas mis queridas apariciones con el lema de mi juventud! No sabía si llamarlo liróforo celeste o simplemente Rubén, pero el hombre, o lo que fuese, no tardó en darme él mismo la réplica.
–Quiero decir que busca usted mucho, que se ufana en sus ráfagas interiores, pero que el mundo está disperso y rotundo, ahí delante, y no le presta oídos ni párpados.
Le respondí, quizá sin simbolismos ni alejandrinos, pero le respondí.
–Es que no sé. Me confunde todo esto. Quién me dice que usted no es Darío y es cualquier otro poeta, así materializado. Ya ve, yo soy todo un filólogo y un catedrático, hasta un digno intento de dramaturgo, y hay tardes que me siento Ramón Pérez de Ayala y muchos me confundirían con él por aquí.
–Acaso. No frecuento las huestes de ese Ramón. Soy más del de las greguerías. Pero, por ser no solo el poeta, sino también el vate: ¿no ha pensado que esa chiquilla, esa compatriota audaz y evanescente, podría estar entre nosotros? ¿Por qué no le pregunta, así como de paso, a ella misma por su muerte?
No más me dijo. Se fue como flotando en sus alejandrinos y me dejó aleteando, como un donjuán abotargado por su presa, gritando, en medio de lo oscuro:
–¡¡¡Inés!!!