No es que nos gustase mucho el jazz pero allá fuimos, atraídos más por la novedad que por la música. El par de irlandeses que pedimos contribuyeron, seguro que más que ninguna otra cosa del ambiente, a caldearnos la sangre siquiera mínimamente.
Mis manos por debajo del mantel buscaron piernas que hallaron dispuestas a la caricia aun con el notable impedimento del tejido (¿a qué culpar a la tela?) del vestido en sí mismo. Ella, en un alarde muy muy infrecuente de deseo, lujuria, lascivia mezcladas en una dosis notablemente ígnea, alzó la falda para facilitar el tránsito por tan apetecible territorio… inspirado tal vez por aquel inaudito arranque de erotismo me atreví más a insinuar que a decir que aún así, tal exceso de telas incluyendo el propio mantel de la mesa pues… «¿Ah, sí? ¡Pues espérate un momento!» Dijo ella levantándose creí yo que para ir al aseo o vaya usted a saber qué –recomponer el peinado, una asistencia del pintalabios tal vez, con indudable intención de irnos a casa a consumar lo iniciado… Un par de minutos después regresó con aquellos andares de gacela y al volvernos a sentar –yo me había levantado creyendo aún en su intención de irnos- me entregó, no muy bien sino perfectamente doblados hasta hacerlos irreconocibles un par de piezas de tela que resultaron ser su ropa interior acompañando el gesto con un «toma, guárdame esto» hacían obvio que quería, puesto que bien pudo guardarlas en su bolso, que supiera que se las había quitado…
Reacomodados en la mesa y tras un sorbo al irlandés y una sonrisa que traspasaba lo licencioso para caer en la frontera final de lo libertino volvió a acompañar a mi mano que ahora encontró la frondosidad púbica lo que, junto al haberse desabotonado uno más de los habituales en el pectoral del vestido, hacía evidente que lanzaba un mensaje, una llamada, una declaración… puede que un cuarto de hora después, o tal vez tres cuartos de minuto y medio, el deseo había crecido tanto que llenaba la sala y se hacía preciso salir para no contaminar al público asistente, a los camareros y hasta a los músicos, que hubieran perdido la necesaria concentración…
En la calle, a cinco minutos de casa, me ofreció la mano y a su través controlaba el ritmo del paseo, que quiso lento, como el fuego de los mejores guisos. Cierto es que no nos detuvimos en ningún escaparate ni tan sólo gastó un segundo en encender un cigarrillo. Sin embargo yo tenía las llaves del portal en la mano casi en el mismo momento de salir del piano-bar…
En la casa éramos los únicos vecinos junto a los del tercero, que nunca estaban los fines de semana, lo demás, oficinas y despachos. Puso su mano sobre la mía cuando quise encender la luz. No me dejó hacerlo y subimos con la tenue iluminación de los pilotos de las emergencias, referencia suficiente para transitar una escalera tan conocida…
Tan morosamente como en la caminata inició la subida por la escalera sólo que esta incrementaba notablemente el ligero balanceo de caderas y al llegar al segundo, nuestro piso, mientras abrí la puerta, ella se sentó en el tercer escalón del tramo siguiente y ahí vi que, durante el ascenso, se había ido desabotonando todo el pectoral y ahora, al sentarse levantó la falda hasta el límite, con lo que me ofrecía su magnífica desnudez y me invitaba a degustarla y ¿qué otra cosa podía hacer que rendirle un ofrenda de besos en cuanta piel mostraba?…
Ella, al alcanzar su boca con la mía me susurró al oído “anda, llena la bañera” … orden, petición o sugerencia, había que hacerlo. Le ofrecí, y aceptó, mi mano para levantarse y acompañarme a baño. Abrí los grifos y ella acabó de desnudarse. Se sentó, y yo la imité, en el borde de la bañera y encendió un cigarrillo, acercó la misma llama al par de velas que teníamos a modo de decoración de la estancia.
El sonido del agua cayendo junto a nuestras respiraciones agitándose in crescendo componían una melodía de deseo cuyo contrapunto era el crepitar de la brasa de aquel cigarrillo que ahora ocupaba sus labios. Un cigarrillo largo. Interminable. Eterno.
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