jueves, abril 25 2024

TRAS LA NIEBLA DE LOS CUATRO VELOS by Felicitas Rebaque

 

La tarde era un agobio. La atmósfera cargada de la oficina, los clientes, la secretaria acumulando sobre su mesa montones de papeles, informes por leer, el teléfono sonando constantemente… le habían sumido en un estado de tensión que había abocado en un terrible dolor de cabeza y un hormigueo sumamente molesto en las manos.

En la última llamada que le pasaron levantó el auricular y gritó: «¡No estoy!», sin importarle quién fuera o de qué asunto se tratara; en realidad ya todo le daba igual.

Javier Encinar se tapó la cara con las manos. Sus treinta y nueve años largos le pesaban como si fueran ochenta. Se sentía viejo y cansado. Acabado. De hecho al día siguiente, si no sucedía un milagro, todo terminaría para él.

Consultó el reloj de muñeca: las dieciséis treinta. Acarició la esfera. Fue su primer regalo.

Recordaba claramente cuáles fueron sus palabras:

—Cariño, este reloj te recordará el tiempo que hemos vivido sin tenernos y grabará el tiempo que desde ahora pasaremos juntos. Marcará nuestro tiempo.

Ese tiempo, a las doce de la mañana del día siguiente, terminaría.

Volvió a pasar sus dedos sobre la esfera intentando detener las manecillas que en su recorrido inexorablemente le acercaba al final.

Se levantó del sillón y se dirigió al baño. Se notaba espeso, las sienes le latían con fuerza. Abrió el grifo del agua fría, metió debajo la cabeza y así estuvo un buen rato. Con un gesto brusco levantó la cara y se enfrentó a la imagen que le devolvía el espejo. Extrañó al hombre que le miraba, no se reconoció. Había envejecido. Su pelo castaño oscuro ahora pintaba canas. Las gotas de agua que resbalaban por las arrugas de su cara las hacían aún más profundas. En sus ojos empequeñecidos apenas se apreciaba ese azul que a ella le gustaba tanto.

Se secó rápidamente, se adecentó un poco y, después de ordenar a su secretaría que cancelara todas las citas del día siguiente, salió a la calle. Caminó de prisa. Abriéndose paso entre la riada de gente que a esa hora de la tarde hacía intransitable una de las avenidas más concurridas de la ciudad  se dirigió al hospital.

Durante los dos últimos años, día tras día, había hecho ese recorrido con la esperanza de que al llegar hubiera sucedido el milagro, para que después el gesto de la enfermera de turno le confirmara que no había novedad en el estado de la paciente.

El gran edificio de seis plantas le pareció más amenazador que nunca. Entró en el vestíbulo. La bocanada de aire oliendo a humanidad, medicinas y dolor se le hizo en esta ocasión mucho más insoportable. Decidió no tomar el ascensor y subir por la escalera.

Pulsó el timbre de la sala de cuidados intensivos y al momento se abrió la puerta. Recorrió el largo pasillo que le separaba de la habitación 307 como si del corredor de la muerte se tratara. Al pasar por el control de enfermería, le detuvo un instante la voz de Maite, la enfermera que cubría el turno de tarde.

—Javier.

Se volvió hacía ella con la pregunta en los ojos.

―No hay novedad. Tú, ¿estás bien?

—Sí, no te preocupes. ¿Cuándo será?

—Mañana a las doce y media. Su marido mandó esta mañana los papeles con la autorización firmada.

—¡Valiente hijo de puta! Ni siquiera ha tenido la decencia de aparecer.

—Mejor así, Javier. ¿Para qué iba a venir? Pasa y no te atormentes más.

Javier tendió una mano a Maite. Ella la apretó entre las suyas.

—No sé si nos volveremos a ver. Te agradezco en el alma todo lo que has hecho por ella y todo lo que me has escuchado y aguantado a mí.

— ¡Anda!, entra ya. Me vas a emocionar y las enfermeras tenemos fama de duras e insensibles. No me tires por tierra nuestra reputación. Sólo hacía mi trabajo.

—Te está temblando la voz. Y tienes húmedos los ojos.

—Vamos, entra ya —le instó Maite apartando la mirada.

Javier abrió con cuidado la puerta de la habitación y pasó como se entra a un santuario. La cerró a sus espaldas y desde allí contempló a Ana, su dulce Ana. Parecía estar suspendida sobre la cama, ingrávida, etérea.

¡Qué hermosa estaba! Ni en su rostro, ni en su cuerpo se apreciaba señal alguna de enfermedad ni de muerte, a no ser por los tubos y cables que le mantenían aferrada a la vida. Vida que sería cortada a la mañana siguiente, a las doce y treinta minutos. Tras dos años de muerte aparente y, sin ninguna esperanza cierta de resurrección, su marido  había solicitado que la desconectaran de los aparatos que la mantenían viva. No quería seguir pagando los costes de la clínica.

Una oleada de rabia le subió desde el estómago a la cabeza. ¡Cuánto odiaba a ese hombre! La amargó los años que vivieron juntos, propició el accidente y ahora firmaba su sentencia de muerte. Él hubiera querido hacerse cargo de las facturas del hospital, pero quién era él: ¿su amigo?, ¿su amante?; legalmente, nadie. No se lo permitieron. Su marido era ante la ley el único que podía decidir sobre ella. Seguía siendo su dueño y señor.

Volvió a recordar aquel desgraciado día. Por la mañana estuvieron juntos. Ella había decidido hablar por la tarde con su marido para decirle que le dejaba, que ya no aguantaba más a su lado, que después de años de tristeza y sufrimiento ponía fin a su matrimonio. Le iba a decir la verdad, que había encontrado al hombre más bueno del mundo, que se había enamorado y a su lado iba a comenzar una nueva vida.

Javier la aconsejó que no le hablara de él. Conociendo su carácter soberbio y violento, su reacción podría ser imprevisible. Pero Ana no le hizo caso. Creía que el amor la haría invulnerable y no quería engañarlo. Le diría la verdad.

Mientras miraba su respiración apenas apreciable tras la sábana que la cubría, Javier recordó aquella apremiante llamada telefónica, la voz temblorosa de Ana: lloraba. Su marido reaccionó violentamente, la había golpeado; no era la primera vez. Entre sollozos le llegaron entrecortadas sus palabras:

—Cojo el coche y voy a tu encuentro. Espérame en tu casa

Insistió para que no condujera en ese estado, que iba a buscarla. Pero no le escuchó, ya había colgado el teléfono.

Ana no llegó. Un accidente, un fatídico accidente de tráfico, la introdujo en un coma profundo del que nunca despertó.

Acercó una silla hasta la cama. Se sentó a su lado, tomó su mano y la acarició con ternura. Con esa ternura que ella le enseñó a descubrir, a sentir. ¡Qué hermosa estaba! Su rostro sereno irradiaba paz.

Puede que el cansancio, puede que la tensión y la desesperación de los últimos días hicieran que Javier se derrumbara por completo y comenzara a llorar. Era un llanto contenido, desesperado, amargo, un llanto profundo en el que iban ahogadas todas las ilusiones y toda esperanza de felicidad.

Se incorporó y la acarició la frente, los ojos, los labios, esos labios que había besado con tanta dulzura y al mismo tiempo con tanta pasión. Y con toda la impotencia y desesperación que jamás pensó sentir, comenzó a hablarla.

—Ana, escúchame por favor. No sé si puedes oírme, no sé dónde estás, quizás en esos mundos mágicos que creabas para nosotros, esos mundos con los que soñabas, en los que te refugiabas cuando tu realidad se te hacía insoportable. Pero estés donde estés, vuelve, no me dejes aquí solo. Apareciste como un regalo del cielo. Me llenaste de amor y felicidad inimaginables, tánto que en verdad tenía miedo. Me enseñaste a ver la vida a través de tus ojos. Me descubriste los colores de las melodías, los sonidos que salen de las páginas de un libro, los secretos del agua corriendo en los arroyos y a escuchar las palabras de la luna en el silencio de la noche. Me mostraste como leer en la sonrisa de un niño y en los ojos sabios de los ancianos, en los gestos de las personas que rodean nuestro caminar diario. Me revelaste cómo hacer de cada día una aventura y a pintar la monotonía y la rutina de colores, y a soplar fuerte hacia dentro para alejar malos pensamientos y a sustituir vivencias penosas por felices. Me explicaste como aprender del dolor, pero no de este dolor. No sé qué hacer con él. ¡Me enseñaste tanto! ¡Te debo tanto! Pero hay algo que olvidaste: no me dijiste cómo vivir sin ti. No me preparaste para superar tu ausencia. Y yo no sé hacerlo. Si te vas, si no vuelves, me dejas perdido mucho más que cuando nos encontramos. Si no vuelves, mi vida se convertirá en un infierno, en un mundo gris y oscuro en el que me va a ser imposible vivir. Ana, estés donde estés, regresa por favor. No te vayas. Sé que me dirías que nuestro amor perdurará a través del tiempo y que volveremos a encontrarnos en otra vida, en la eternidad, pero yo no quiero esperar tanto, no puedo esperar tanto. Te necesito aquí, ahora. Necesito besarte, abrazarte, oír tu risa y mirarme cada día en tus ojos. Necesito tu aire y tu espíritu para poder alimentar el mío, para poder respirar. Ana, por Dios, no dejes que te aleje de mí. No dejes que te hagan marchar y nos separen definitivamente. Te necesito, te necesito, te necesito…

Javier, llorando, había susurrado estas palabras al oído de Ana mientras apretaba fuerte una de sus manos, pero no tan bajo como para que Maite, que entró por si precisaba algo, no las oyera prácticamente desde el principio. Su deber profesional hubiera sido cerrar la puerta, pero no pudo por menos que quedarse allí, escuchando emocionada y pidiendo a Dios, a la vida o a quien fuera que le pusiese en su camino a un hombre que la amara de esa manera.

Javier se había vuelto a sentar. Parecía dormido, apoyaba su cara sobre la mano de Ana.

Maite cerró la puerta despacio, sin hacer ruido; por nada del mundo quiso que su presencia hubiera sido advertida, por nada del mundo quería que nada rompiera la intimidad de sus últimas horas juntos.

Se dirigió al control de enfermeras. Vigilaría para que nadie entrara en esa habitación hasta que Javier hubiera salido de ella, ni siquiera el médico. El tiempo que les quedaba debía de
ser exclusivamente para ellos.

No pudo llegar a la mesa. El timbre de la 307 comenzó a sonar con insistencia y un grito que procedía de esa misma habitación la detuvo en seco en mitad del pasillo.

—¡Enfermera, enfermera! ¡Deprisa, vengan rápido!

 
Ilustración de María Corredera

1 Comment

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  1. 1
    Pedro J. Guirao

    Un relato muy romántico y conmovedor. ¡Bravo, Felicitas!, siempre logras que mantenga el interés y disfrute de la lectura. Aún así, hay algo que destacaría del resto porque me ha parecido soberbio, esa frase que dice «Me descubriste los colores de las melodías, los sonidos que salen de las páginas de un libro, los secretos del agua corriendo en los arroyos y a escuchar las palabras de la luna en el silencio de la noche». Fantástico. Espero con impaciencia tu próximo relato. Un abrazo.

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