Queridos Reyes Magos:
Antes de retornar a la quietud y oscuridad del frío trastero en el que discurrirá buena parte de mi recién estrenado año, no dejaré pasar la ocasión sin contarles a SS.MM. mi buena acción. De ella me siento especialmente orgulloso y la pondré en valor, pues mis circunstancias son –como verán– harto peculiares.
Les anticipo que soy un árbol de Navidad. Sí: uno de mentira, y no precisamente joven. Mis ramas han visto nos pocos inviernos, sobre mi copa han reposado rutilantes estrellas y he dado cobijo a variopintos regalos.
Mis primeros dueños me adquirieron allá por 1988. En aquel tiempo ellos eran un matrimonio joven, recién mudado a la gran ciudad. La compra incluyó un Belén completo, con figuritas de barro trabajadas y pintadas a mano. No faltaron lazos, esferas color plata, calcetines y otros abalorios para decorarme. Su único hijo contaba entonces once años y, me temo, llegué tarde para encauzar la misión: la magia de esta singular época era para él agua pasada, recuerdo del niño que recién había dejado de ser. Me adornaban, sí, pero con automatismo de adulto y ansia de preadolescente que aguarda que pasen los días para que lleguen los consabidos presentes, abrirlos en un rapto de locura, desmontar el chiringuito y a otra cosa. Ni siquiera se molestaban en encenderme las luces por la noche.
Los años me hicieron más duro; perdí hojas –las he visto sucumbir ante escobas y esos cachivaches ruidosos que tragan todo lo que encuentran a su paso–. Mis ramas, clasificadas por longitud mediante etiquetas de vivos colores, han ido dándose de sí por tanta doblez fingida para remedar frondosidad. Mis otrora elegantes perifollos han perdido lustre hasta convertirse en una sombra de lo que fueron.
El adolescente devino adulto, acabó independizándose y, por mor de las mudanzas, las desgastadas cajas de cartón que me albergaban cambiaron de hogar. Luego de unos años de transición, donde unas manos femeninas –más diestras y cuidadosas– me insuflaron la vida que comenzaba a faltarme, aparecieron ellos: dos niños –hermanos gemelos–, traviesos como Zipi y Zape, la alegría de la casa.
Cada año ayudaban a su madre a engalanarme, y lo hacían con esmero: pintaban marcos y bastidores de papel que, con sumo cuidado, repartían con cartesiana precisión. Desplegaban chirimbolos dorados, grandes bolas forradas con tela escocesa –amén de otras con nieve artificial en su interior–, lágrimas de cartón, corazones y estrellas de papel, tarjetones de felicitación, alguna rama de magnolio para resaltar mi verdor y hasta paquetes envueltos –a modo de regalo ficticio– para cubrir mi poco agraciado pie y servir de reclamo hasta que llegasen los de verdad. El último detalle, la alargada guirnalda de luces, servía de colofón: permanecía encendida hasta la postrera noche, pues Alejandro y David, que así se llaman los pequeños, insistían en que solo así los Reyes Magos encontrarían el camino.
Tempus fugit, dicen. Y vaya que sí. Este mes de diciembre, los enanos han cumplido los diez y, como en años anteriores, se ha repetido la liturgia. Con una novedad: las luces que, al igual que yo, forman parte del conjunto navideño original, han dejado de funcionar. Las han enchufado a la corriente una y mil veces, y siguen apagadas. El padre de familia dice que es un problema eléctrico, aunque yo creo que han muerto de viejas. Así que, aunque me las han dejado puestas, no podré lucir mis mejores galas. No me ha quedado otra que resignarme: más pronto que tarde también llegará mi hora.
Últimamente he observado al más inquieto de los hermanos. Alejandro está frío, ausente, resabiado. No para de decir que este año quiere descubrir el secreto de los Reyes. «¿Cómo puede ser que Melchor, Gaspar y Baltasar entren en nuestra casa, que está cerrada con llave?», dice. Su madre es pura murria y su padre, en cambio, se lo toma con calma. Dice que es ley de vida. Aquí es donde entro yo. Por algo he esperado, paciente, hasta encontrar el momento de redimirme.
Como otras veces, la noche del cinco de enero los dos niños se revolvían como un manojo de nervios; no veían el momento de meterse en su cama. Y me consta que estaban agotados y que sus padres, además, les contaron todo el repertorio de cuentos. Cerca de medianoche, por fin, cayeron rendidos.
Con todo, yo sabía que se despertaría. Y que vendría. Era cuestión de tiempo. Así que permanecí atento al más mínimo ruido. Fingí no sorprenderme cuando escuché unas pisadas tenues, apagadas. Alejandro se acercaba, muy despacio, reconociendo el terreno. Se acercó mucho, casi hasta tocarme.
Entonces me concentré. Hice acopio de fantasía, dispuesto a tirar la alquimia por la ventana. Y ¡abracadabra! Salió el truco en todo su esplendor; Alejandro dio un respingo y, raudo, volvió al catre. Al rato se oyeron unos toquecitos en la ventana. Mantuve el tipo; no era cuestión de arrugarse cuando Sus Majestades hicieran acto de presencia. Y los vi hacer: Melchor vigilaba el pasillo, Gaspar se acopiaba de vituallas para los camellos, Baltasar etiquetaba y colocaba, disciplinado, los regalos para sus destinatarios. Una maquinaria engrasada, el equipo perfecto. Mi contribución, aunque modesta, espero sea valorada: mis bombillas –que alguien dio por fundidas– refulgieron durante todo el proceso con la intensidad del primer día.
Por suerte para mí, Sus Majestades estuvieron demasiado ocupadas como para reparar en un vulgar cable desenchufado.
Supongo ya tendrán claro el motivo de mi carta: confío tengan a bien renovar mis guirnaldas para el año que viene. Tampoco es necesario un gran dispendio: ahora hacen maravillas con los LED. Y consumen bien poquito, así no tendrán que preocuparse por el impacto ambiental.
Espero comprendan que dos trucos de magia seguidos son demasiados para un viejo árbol de plástico.
Atentamente,
Un Fiel Soldado de la Navidad.
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