Relatos falaces, 15: Servidumbre de paso
Por este camino he pasado con mi padre, y con el padre de mi padre. Nadie me va a impedir que lo atraviese como y cuando quiera.
Parece casi una obsesión, pero ocupo todo lo que alcanza, desde el cerrito pequeño que lo corona y va a dar con sus costillas al valle hasta la linde donde se hunde el pueblo con sus indeseados lugareños. No cejan, no, en atravesarlo, como si les perteneciera. Pero es que ignoran que nuestra vida está aquí, en la acequia que lo recorre, o en el bosquecillo de almendros donde parece distraerse.
Y no estoy dispuesto a consentirlo.
Sé que puedo parecer un bandolero, alguien que vive del asalto o la acometida, pero ese será mi empeño si lo pisan y no ceden. Este es y será nuestro camino.
Cuando la luna se planta como una cómplice en lo más alto, viene a aproximarse un viejo carretero. Lleva la cara blanca, casi como el satélite, y en cuanto me aproximo no hace otra cosa que bajarse del estribo y perderse entre los matorrales.
No le importa dejar tras de sí toda su mercancía. Cajas de fruta fresca, brillante: cerezas, nísperos, sandías. Tortas azucaradas y hogazas de pan para una familia. Ristras enteras de cecina y cueros con vino para un regimiento. Se quedan varados en el silencio que riega la acequia, envueltos en esa extraña soledad de que nadie los quiera.
Yo nada cojo, porque nada me pertenece, ya lo sabéis. Solo el camino.
Pero llegando la segunda, o la tercera noche del abandono, llega, en un potro pequeño, el hijo del carretero. Lo conozco de siempre. Andar lento, como de planta más que de hombre. Voz de tormenta.
– ¿Quién anda ahí? ¡Vengo a por el carro de mi padre!
Da casi pereza verlo sorteando como una cabra los riscos, pero lo dejo ir hasta que atraviesa las buganvillas y se aproxima. A mí. Al camino.
–Todo lo que cae en el camino es del camino. Y mío.
Le digo enfadado.
El muchacho –todavía no habrá cumplido los veinte años, yo aún lo recuerdo de juegos y peleas– me ve y no parece arredrarse. Es más: se saca del fajín la faca y la empuña contra mi rostro, ya a una cuarta del suyo. Se le ve que lleva en la cara el miedo mismo del padre. El miedo idéntico que hace rebrincar, pero de pura jindama, al potrillo, que me mira con los ojos abiertos como pozos.
–Vete ya de una vez, Pedrote, abandónanos– vuelve a gritar con una voz que no parece suya.
Yo me lanzo al rayo plateado que, como pez recién sacado de la acequia, mueve su mano nerviosa.
Y es justo entonces, al clavar la hoja en mí y ver que no hay costillas que atravesar ni sangre que derramar, cuando huye.
Por este camino he pasado con mi padre, y con el padre de mi padre. Nadie me va a impedir que lo atraviese como y cuando quiera.
Parece casi una obsesión, pero ocupo todo lo que alcanza, desde el cerrito pequeño que lo corona y va a dar con sus costillas al valle hasta la linde donde se hunde el pueblo con sus indeseados lugareños. No cejan, no, en atravesarlo, como si les perteneciera. Pero es que ignoran que nuestra vida está aquí, en la acequia que lo recorre, o en el bosquecillo de almendros donde parece distraerse.
Y no estoy dispuesto a consentirlo.
Sé que puedo parecer un bandolero, alguien que vive del asalto o la acometida, pero ese será mi empeño si lo pisan y no ceden. Este es y será nuestro camino.
Cuando la luna se planta como una cómplice en lo más alto, viene a aproximarse un viejo carretero. Lleva la cara blanca, casi como el satélite, y en cuanto me aproximo no hace otra cosa que bajarse del estribo y perderse entre los matorrales.
No le importa dejar tras de sí toda su mercancía. Cajas de fruta fresca, brillante: cerezas, nísperos, sandías. Tortas azucaradas y hogazas de pan para una familia. Ristras enteras de cecina y cueros con vino para un regimiento. Se quedan varados en el silencio que riega la acequia, envueltos en esa extraña soledad de que nadie los quiera.
Yo nada cojo, porque nada me pertenece, ya lo sabéis. Solo el camino.
Pero llegando la segunda, o la tercera noche del abandono, llega, en un potro pequeño, el hijo del carretero. Lo conozco de siempre. Andar lento, como de planta más que de hombre. Voz de tormenta.
– ¿Quién anda ahí? ¡Vengo a por el carro de mi padre!
Da casi pereza verlo sorteando como una cabra los riscos, pero lo dejo ir hasta que atraviesa las buganvillas y se aproxima. A mí. Al camino.
–Todo lo que cae en el camino es del camino. Y mío.
Le digo enfadado.
El muchacho –todavía no habrá cumplido los veinte años, yo aún lo recuerdo de juegos y peleas– me ve y no parece arredrarse. Es más: se saca del fajín la faca y la empuña contra mi rostro, ya a una cuarta del suyo. Se le ve que lleva en la cara el miedo mismo del padre. El miedo idéntico que hace rebrincar, pero de pura jindama, al potrillo, que me mira con los ojos abiertos como pozos.
–Vete ya de una vez, Pedrote, abandónanos– vuelve a gritar con una voz que no parece suya.
Yo me lanzo al rayo plateado que, como pez recién sacado de la acequia, mueve su mano nerviosa.
Y es justo entonces, al clavar la hoja en mí y ver que no hay costillas que atravesar ni sangre que derramar, cuando huye.
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