36. Vertical desde el mármol no miraba
–Desengáñese, joven: no va a poder salir de aquí.
La invocación a la juventud y el tono chalanesco (no diré garbancero, que molesta) me hicieron reconocer pronto (y ver, porque en esencia estaba igual de embotellado que yo) al maestro Galdós. Y a doña Emilia Pardo, que asomaba por detrás (si había detrás o delante en esa botella), con voz cantarina:
–Nosotros llevamos aquí encerraditos una buena eternidad, la botella se conoce que es como una fiesta de pueblo: te atrapa. Hacemos por movernos, por dispersarnos, por vivir nuestra vida, aunque sea fantasma, pero aquí que nos han puesto tapón y etiqueta.
–Solera hay, desde luego –soltó chistoso don Benito–. Si mira por aquí cerca, a usted que le gusta la mitomanía, verá al amigo Gustavo Adolfo. Y un tal Camilo también para por aquí.
Será cosa de no despertarlo, pensé.
–Solera habrá –siguió cantando doña Emilia–. Pero lo que no hay es cuerpo. Y qué nostalgia de corsé para lucirlo y para pasearlo, dueño de la calle… ¡Ahhhhhh!
Quise abstraerme de la pareja y sus acompañantes. Y sobre todo de las solapas de don Benito. Lo que menos necesitaba era materializarme, por muy volátil que fuera la materia esa mía que me traía igual a mi figura de hace cincuenta años (¿o serían más y por eso todo quisque espiritual me trataba de joven?).
Fuera, las huestes de Juárez y Litti, que ya empezaban a quitarse su disfraz de oficiantes, se entretenían en una danza tontorrona, pero no muy lejos, en el mismo paraje, empezaba a fluir el licor y la sangría. Me daba para oír, casi para escuchar, el diálogo del novelista y del poeta:
–Ya están contentos. Y si Moretti también lo está…
–Lo dudo. Ese no se contenta con nada.
–Bueno, a lo mejor hemos atrapado de paso a algunas almas impacientes, ja, ja, ja.
Cómo de paso, cómo a lo mejor, acémila.
De repente se iban uniendo a la tropa más gente, que procedían de la otra vertiente del lago o del Cerro mismo. En mi ebullición ya podía distinguir a Rosa Menuda, a Ifigenia Asdrúbal, a Manchón, a Dukas y sus paréntesis incluso. Y a Antonio y a Antonia. Todos aproximándose en medio de antorchas de pega y con las caras pintadas, remedo entre una hinchada y un aquelarre.
Y en mi botella, ceceantes, seseantes, esdrújulos o apagados, lo menos una decena de almas capturadas (me pareció hasta escuchar a un declamante Rojas Zorrilla, y a Cela –ya despierto– preguntándose qué coño hacía allí).
Puesto en esa circunstancia, cualquier otro se arredraría. Pero achantarme no era una opción, porque me quedaba una carta para seguir adelante con lo mío.
La omnisciencia.
–Desengáñese, joven: no va a poder salir de aquí.
La invocación a la juventud y el tono chalanesco (no diré garbancero, que molesta) me hicieron reconocer pronto (y ver, porque en esencia estaba igual de embotellado que yo) al maestro Galdós. Y a doña Emilia Pardo, que asomaba por detrás (si había detrás o delante en esa botella), con voz cantarina:
–Nosotros llevamos aquí encerraditos una buena eternidad, la botella se conoce que es como una fiesta de pueblo: te atrapa. Hacemos por movernos, por dispersarnos, por vivir nuestra vida, aunque sea fantasma, pero aquí que nos han puesto tapón y etiqueta.
–Solera hay, desde luego –soltó chistoso don Benito–. Si mira por aquí cerca, a usted que le gusta la mitomanía, verá al amigo Gustavo Adolfo. Y un tal Camilo también para por aquí.
Será cosa de no despertarlo, pensé.
–Solera habrá –siguió cantando doña Emilia–. Pero lo que no hay es cuerpo. Y qué nostalgia de corsé para lucirlo y para pasearlo, dueño de la calle… ¡Ahhhhhh!
Quise abstraerme de la pareja y sus acompañantes. Y sobre todo de las solapas de don Benito. Lo que menos necesitaba era materializarme, por muy volátil que fuera la materia esa mía que me traía igual a mi figura de hace cincuenta años (¿o serían más y por eso todo quisque espiritual me trataba de joven?).
Fuera, las huestes de Juárez y Litti, que ya empezaban a quitarse su disfraz de oficiantes, se entretenían en una danza tontorrona, pero no muy lejos, en el mismo paraje, empezaba a fluir el licor y la sangría. Me daba para oír, casi para escuchar, el diálogo del novelista y del poeta:
–Ya están contentos. Y si Moretti también lo está…
–Lo dudo. Ese no se contenta con nada.
–Bueno, a lo mejor hemos atrapado de paso a algunas almas impacientes, ja, ja, ja.
Cómo de paso, cómo a lo mejor, acémila.
De repente se iban uniendo a la tropa más gente, que procedían de la otra vertiente del lago o del Cerro mismo. En mi ebullición ya podía distinguir a Rosa Menuda, a Ifigenia Asdrúbal, a Manchón, a Dukas y sus paréntesis incluso. Y a Antonio y a Antonia. Todos aproximándose en medio de antorchas de pega y con las caras pintadas, remedo entre una hinchada y un aquelarre.
Y en mi botella, ceceantes, seseantes, esdrújulos o apagados, lo menos una decena de almas capturadas (me pareció hasta escuchar a un declamante Rojas Zorrilla, y a Cela –ya despierto– preguntándose qué coño hacía allí).
Puesto en esa circunstancia, cualquier otro se arredraría. Pero achantarme no era una opción, porque me quedaba una carta para seguir adelante con lo mío.
La omnisciencia.