Era una noche sin luna, el mar estaba agitado y negro como la brea. Desde el timón del barco el capitán miraba fijamente la oscuridad en busca de la luz del viejo faro, alguna señal que le guiara y que diera al resto de la tripulación, la seguridad de llegar a la tierra prometida. La costa tendría que hallarse cerca, si sus cálculos eran exactos, pronto vería el débil relampagueo de la baliza y sus hombres podrían estar tranquilos.
La embarcación no resistiría mucho más, las olas golpeaban el casco produciendo el crujir de la madera bajo sus pies, mientras la tempestad los desafiaba desde el cielo. Algunos marineros intentaban sujetar uno de los mástiles que minutos antes se había partido en dos, pero el mar los apaleaba deseoso de arrastrarlos a la profundidad. El silbar del viento en los cables daba escalofríos y el buque se balanceaba indefenso, azotado hasta el límite de sus fuerzas. En un intento de mantener el rumbo, el capitán fijaba la mirada en la brújula, estaba agotado, después de cuarenta y seis horas sin dormir las ojeras marcaban su rostro, la barba incipiente y el cabello revuelto dejaban un aspecto desagradable. Una gran ola se acercó por la popa arrollándolos e inundó las bodegas, en seguida otra sacudida violenta y la nave escoró hacia babor, acompañado del deslizar de los hombres en cubierta, donde un par de ellos cayeron al agua irremediablemente y se perdieron en la oscuridad. A continuación, unos segundos de tranquilidad extraña, abrumadora, que dejaron al barco como suspendido en el aire y enseguida otra montaña de agua los azotó, destrozando los cristales del puente de mando.
Una luz cegadora transformó la noche en día, que puso los músculos tensos del hombre que luchaba por salvar la embarcación y sus vidas. Como si del mismo sol resplandeciente se tratara, los rayos entraban para quemarle los ojos, contrayendo sus pupilas, por eso fue demasiado tarde cuando logró ver las grandes rocas del acantilado y por fin lo entendió. Aquel brillo intenso era tan solo la luz del faro que se encendió, ese día a deshora haciendo chocar la nave contra el gigante muro y minutos después, el mar se los tragó.
Nº registro: 1812139317725
La embarcación no resistiría mucho más, las olas golpeaban el casco produciendo el crujir de la madera bajo sus pies, mientras la tempestad los desafiaba desde el cielo. Algunos marineros intentaban sujetar uno de los mástiles que minutos antes se había partido en dos, pero el mar los apaleaba deseoso de arrastrarlos a la profundidad. El silbar del viento en los cables daba escalofríos y el buque se balanceaba indefenso, azotado hasta el límite de sus fuerzas. En un intento de mantener el rumbo, el capitán fijaba la mirada en la brújula, estaba agotado, después de cuarenta y seis horas sin dormir las ojeras marcaban su rostro, la barba incipiente y el cabello revuelto dejaban un aspecto desagradable. Una gran ola se acercó por la popa arrollándolos e inundó las bodegas, en seguida otra sacudida violenta y la nave escoró hacia babor, acompañado del deslizar de los hombres en cubierta, donde un par de ellos cayeron al agua irremediablemente y se perdieron en la oscuridad. A continuación, unos segundos de tranquilidad extraña, abrumadora, que dejaron al barco como suspendido en el aire y enseguida otra montaña de agua los azotó, destrozando los cristales del puente de mando.
Una luz cegadora transformó la noche en día, que puso los músculos tensos del hombre que luchaba por salvar la embarcación y sus vidas. Como si del mismo sol resplandeciente se tratara, los rayos entraban para quemarle los ojos, contrayendo sus pupilas, por eso fue demasiado tarde cuando logró ver las grandes rocas del acantilado y por fin lo entendió. Aquel brillo intenso era tan solo la luz del faro que se encendió, ese día a deshora haciendo chocar la nave contra el gigante muro y minutos después, el mar se los tragó.
Nº registro: 1812139317725