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Lunas: 41. Tienes la maldad fría y sutil del veneno by Félix Molina


41. Tienes la maldad fría y sutil del veneno


Y hay un momento donde Juárez se piensa que la cosa va de abrir una botella más de whisky con canela, una grande, no como las que les han dado en el jet. Ifigenia y Litti, más trabajados por lo oscuro, sí se imaginan lo peor. Moretti, con la cualidad de una anguila, se retira a una estancia donde es perfectamente invisible, pero va operando un dispositivo oculto, tal vez siniestro. El Abuelo sigue hablando:
—Bueno. Que no los veo con ganas de contarme. Se conoce que el Moro no les ha soltado bien la lengua en el viaje para acá. Pues habrá que seguir.
Con la botella abierta del líquido orinegro empieza a servirles en vasos inmensos, que no tiene apuro en rebosar. Soy viejo, no van a querer que me levante para llenarles otra vez, va salmodiando a su paso entre los tres.
Vuelve a su trono al fondo, tachonado por libros que abarrotan las estanterías de caoba. Cada uno de una editorial y todas suyas. Como el silencio persiste y los tres literatos no se pronuncian, y solo beben a sorbos minúsculos la sustancia, aprieta a fondo la tecla de algo como un interfono, mientras va diciendo:
—Qué callados que están. Van a tener que ser los muchachos los que sigan la fiesta…
Como si la tecla también las accionase, las estanterías se revelan mamparas que dejan ver una tramoya inquietante. En vez de libros, centenares de botellas de whisky acanelado se suceden en las distintas alturas, todas con su misma etiqueta. La luz difusa, más oscurecedora que iluminadora, remata el tono lúgubre. Sin chaquetas y corbatas, Moretti y otros dos esbirros son los oficiantes de un ritual de vaciados y desentaponamientos. De repente, uno se distrae de su tarea, y empuja a Ifigenia a un sillón empalagosamente mullido. El tipo tiene hasta su frase y todo.
—No vamos a ser descorteses. Que sean las mujeres primero.
Moretti le ríe la gracia. Y se aproxima con un vaso que bien puede considerarse más bien una cubeta. Esconde en su otra mano un embudo. Parece seguir el interrogatorio del Abuelo, pero sin tanto miramiento.
—A ver, ¿qué es lo que no recuerdas del día que murió Inesita?
—Yo no la acompañaba en ese momento. Habíamos estado juntas, pero aquella noche no se encontraba bien. Vamos, ni regular. Nos evitó, a mí y a Rosa. Y a Lucas de hecho, también. Luego ya no sé, o ya solo sé lo que me dijeron.
Ifigenia hace el intento de proseguir una conversación, como si fuera una normal y no un interrogatorio mafioso. Pero acaba con el embudo en la boca. Uno de los esbirros, el que tuvo parlamento, empieza a verter el líquido ambarino en el embudo. Ifigenia intenta hacer compuerta con los dientes, pero acaba tragando. Cesa la maniobra, aunque la botella ya va por la mitad. Minutos que parecen horas. La envuelve un sopor ardiente, porque la canela también empieza a hacer estragos. No sabe si le pesa más el alcohol o el incendio que la especia le proporciona al brebaje. Se repone. O eso parece.
—Pero qué voy a saber yo de Inés, si ni ella misma se entendía. Edtán locos si quieden enterarse de algo de esa noche por nosotros.
Va subiendo el tono de voz, que ya es el de un reproche. Las consonantes, con el whisky, se van diluyendo. Pero el embudo vuelve a su boca.

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