(Del libro Los dioses y las letras. Paganismo, mito y literatura) Imagen: El nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli
I
La diosa más arcaica, Gea, sufre por el dolor que le causa su divino esposo, Urano. El dios fecunda a Gea, pero le impide parir. La diosa sufre y le pide a su hijo, Cronos, que vengue la afrenta.
Con una hoz letal, Cronos embosca a su padre, a Urano, el agresor de su madre. Cronos mutila su cuerpo, lo castra. Su falo desmembrado lo arroja al mar, el falo se sumerge entre las olas, su semen se expande en el agua. Entonces nace la que flota en el oleaje, la nacida del semen de un dios. Es Afrodita (la que surge de la espuma, aphros).
La diosa nace ya adulta. Núbil. Es la Afrodita que, en bello logro pictórico, representa William-Adolphe Bouguereau en su El nacimiento de Venus (1879). Su larga y libre cabellera preludia una pasión calurosa.
El viento Céfiro llega hasta su divina presencia. Sopla sobre su ser de encanto y belleza, y la impulsa primero hasta la isla de Citerea; de ahí uno de sus nombres como Afrodita Cipris o Cipria. Luego va a Chipre, en Pafos, donde se erigirá su principal templo; y después Céfiro la conduce hasta las Horas, divinidades tutelares de las Estaciones. Ellas la vestirán con flores y plantas para presentarla ante los dioses.
Un hecho preanuncia el vínculo de la diosa con el placer y la belleza: ahí donde la divinidad griega pisa la tierra crecen flores. Afrodita, diosa en constante conexión con el erotismo y la sensualidad como afirmación de la vida.
La penetración en algunos de los sentidos de la diosa es lo que intentaremos ensayar en estas líneas. Para esto respiraremos en un lugar de encuentro del mito, el arte y el desciframiento filosófico de lo simbólico.
II
En el universo simbólico del mito y de las creencias antiguas, Afrodita nace en las aguas. Pero no es diosa del mar. Se la asocia con el océano en tranquilidad. En una concha navega por las extensiones marinas. Su invocación asegura la feliz travesía, es la diosa del regreso a buen puerto. Su protección de los marinos prefigura su constante don: el encanto de la vida feliz. Como las musas, su conexión con lo líquido incluye la fuente o manantial, que la diosa usa para bañarse en Beocia. Y de ahí su epíteto de Afrodita Acidalia.
El jardín exuberante es su recinto arquetípico. Cibeles o Artemis expresan la naturaleza salvaje. Acteón paga con su cuerpo desmembrado la osadía de su incursión en el bosque-santuario de la diosa virgen de la caza, Artemis. Pero Afrodita activa la imagen de la naturaleza apacible, colmada de rosas y fragancias excitantes.
Diosa del jardín de la vida amable. El jardín de Afrodita es afín a la tradición del locus amoenus, los lugares maravillosos y paradisíacos de la geografía mítica. Las flores de la diosa son la rosa y el mirto. Y la manzana como fruto apetitoso, signo de liberación del placer erótico y provocador, y premio para la belleza de la diosa tal como lo narra el mito de El juicio de Paris… Salvo la Discordia, Eris, todos los dioses son invitados a las nupcias de Peleo y Tetis, padres de Aquiles. Pero Eris se las arregla para introducir en la fiesta nupcial una manzana dorada, para “la más hermosa” de las diosas (kallistei). Hera, Atenea y Afrodita reclaman la manzana para sí. Se pide a Zeus que oficie de juez, pero éste prefiere la neutralidad y delega el arbitraje en Paris, hijo del rey de Troya. Las diosas entonces proponen sus dones a guisa de soborno: Hera ofrece al árbitro un reino en Asia Menor; Atenea la sabiduría y el valor en la guerra; y Afrodita le ofrece a Paris lo más tentador: la más hermosa mujer mortal de la tierra, Helena, esposa de Menelao. Paris es cegado por el deseo amoroso. Rapta a Helena. Y ese rapto, como es sabido, es génesis de la guerra entre troyanos y aqueos, cuya paridad sólo el ingenio de Ulises logrará quebrar. El carro de Apolo es movido por cisnes, el de Dioniso por panteras. El de Afrodita por palomas. Las palomas: el animal de la concordia. Cada divinidad se rodea de animales representativos de su esencia. La diosa representa el amor conciliador entre los humanos, pero también enciende la procreación en el mundo animal. Lucrecio lo recuerda en su De rerum natura (1).
Afrodita es pura belleza. Gracia femenina. La diosa es lo eternamente joven, lo que no envejece, como el mar. Es suave y seductora, y la acompañan las Gracias (Charites), y Peito, la persuasión. Las Cárites representan fuerzas de florecimiento; con ellas Afrodita baila. Y Afrodita es la diosa “amiga de las sonrisas” (philommeidés). Es la áurea Afrodita porque resplandece con su corona y sus collares de oro. Hace afables a las personas, da encanto, endulza y suaviza el carácter.
Y su hechizo no puede ser resistido en su reino más característico: la liberación de la pasión sexual, el impulso erótico, el placer del sexo como fuerza vital ajena a las convenciones que aprisionan el deseo en límites represivos. La pulsión erótica bajo una restricción continua termina en displacer. Pero la diosa es la preservación del goce y el éxtasis sensual. El amor como experiencia real y no como cumplimiento de un acuerdo previo. Por eso el amor de Afrodita es lo opuesto del pacto matrimonial, del afecto estable y monogámico entre conyugues, modelo representado por Hera, esposa de Zeus; es decir: es lo contrario del amor que, muchas veces, es por una convención social y no por pasión. Y el amor de Afrodita no debe ser confundido tampoco con la modalidad platónica, cristiana o romántica del amor como estado de excelsitud espiritual. El amor de la diosa siempre viene de la sexualidad física como origen y medio; pero esta mediación corporal, como veremos luego, no supone en modo alguno que la atracción sexual se vea reducida a una dinámica puramente instintiva o biológica. Y si Afrodita se somete en apariencia al lazo conyugal sólo es para corroerlo con la infidelidad y la práctica de un amor clandestino. Así se casa con Hefesto, el dios herrero y cojo. Pero rápido lo traiciona y se convierte en amante de Ares, dios de la guerra, de origen tracio.
Una de las pasiones amorosas de la diosa es la que experimenta por Adonis. Cuando Mirra es convertida en árbol, de su vientre de madera nace un bello y divino niño, Adonis. Afrodita lo recoge. Pero además del desdén por la fidelidad matrimonial, también es parte del talante de la diosa la ausencia de todo celo maternal. Entrega el niño entonces a Perséfone para que lo crie; pero ésta después se niega a devolverlo. Estalla así el conflicto. Zeus actúa como juez. Y decreta que el joven permanezca un tercio de cada año con Perséfone, y otros dos tercios con Afrodita. Malherido por un jabalí, Adonis muere víctima de los celos de Ares. Los “jardines de Adonis” de gran importancia en el culto oriental, se vinculan también con la diosa.
Y Afrodita tiene un lazo esencial con Eros e Hímero. En la versión hesiódica, Eros es un poder cosmogónico. Eros es una fuerza primitiva involucrada en la expansión y cohesión del mundo creado. Eros es fuerza de la amplitud cósmica como también lo recuerda Erixímaco en su discurso en el Simposium platónico. En la trama mítica de la diosa, Eros es el deseo amoroso, lo que quiere la integración placentera de los sexos. Hímero, por su parte, es el anhelo del ser amado. Pero Afrodita no es la que ama, es la que se da como meta del amor. Es la amada. Pero cuando así lo decide se entrega plenamente, con dulzura y pasión intensa.
El pensamiento platónico, a través del ya aludido Simposium, interviene para diversificar la esencia y destino de la diosa. El filósofo de la Idea del Bien distingue entre la Afrodita Urania, la nacida del cielo, diosa del amor puro e hija de Dione, y la Afrodita Pandemo, Afrodita popular, diosa del amor vulgar. Dione es también madre de la diosa según lo que canta Homero en el libro V de la Ilíada, una deidad oracular de Dódona, donde luego impondrá uno de sus cultos el Zeus ligado a funciones rituales adivinatorias.
Y la diosa auspicia la extraña simbiosis para el hombre moderno entre la prostitución y lo sagrado. Píndaro recuerda que Afrodita influye en las hieródulas, “siervas sagradas” (eufemismo para prostituta); “las doncellas hospitalarias”, que entregan la miel de sus cuerpos de modo que el amor sexual se convierte en un acto religioso. Es el culto a la Afrodita Pandemo en Corinto. Sobre esta práctica, el poeta observa:
“Vosotras, doncellas hospitalarias servidoras de Peito en Corinto opulento, que encendéis las rojizas lágrimas del incienso y recordáis a la celeste Afrodita, madre de los dioses amorosos. Ellas os hace regalar inocentemente el placer de la fina flor en almohadas deliciosas. Donde manda la necesidad todo está bien” (2).
El culto de la prostitución sagrada o religiosa promovido por la diosa en Grecia nace a través de la sumeria Inanna y la acadia Isthar y sus posteriores ramificaciones en Babilonia, Palestina, Fenicia (en su figura de Astarté), Siria o la colonia tiria de Cartago.
La diosa hace así felices a los hombres, aunque no siempre, como en el caso de Hipólito… La diosa pretende seducir a Hipólito, el joven bello. Pero éste la desdeña en favor de Artemis, cazadora como él. En pos de venganza, Afrodita perturba a Fedra, hija de Teseo, con una mórbida pasión por Hipólito, su hijastro. En su recepción y reelaboración de este momento mítico por Eurípides en su Hipólito, Fedra, al ser rechazada también por el joven, se suicida dejando una nota donde revela que fue violentada por éste. Recurso vengativo que Hipólito no denuncia por su promesa de no revelar el amor de su madrastra por él. Pero, aun así, Hipólito es alcanzado por el castigo fatal, del que Poseidón será vehículo al hacer surgir del mar un toro que enloquece los caballos que mueven el carro del joven cazador provocando su caída y muerte.
Pero Afrodita también lleva la fatalidad a las mujeres cuando les inspira una pasión amorosa que deriva en imprudencia, locura y tragedia. Es el destino final de las pasiones exaltadas de Helena, Medea, Fedra, Pasifae… Y también puede atacar a su equivalente femenino por envidia; es el caso de Psique: el mito de Eros y Psique es narrado famosamente por Lucio Apuleyo en El asno de oro, en el siglo II d.C. Afrodita somete a Psique a hechos dolorosos por la envidia que le provoca su belleza. Pero, luego del enamoramiento del dios por la joven, y la aceptación de su unión por Zeus, Afrodita baila en la boda. Y de Eros y Psique nacerá el Placer, la Voluptas romana posterior.
En la Ilíada, Afrodita interviene en la Guerra de Troya a favor de los defensores de la ciudad asiática. Protege el cuerpo de Héctor. Salva al arquero afeminado Paris de la furia de Menelao. El Juicio de Paris (antes comentado) explica el favoritismo de la diosa por Paris, hijo de Príamo, rey de Troya. Y ayuda a Eneas para no ser muerto por Diomedes; conserva la raza troyana porque, bajo su protección, Eneas y Julo, y su padre Anquises, salvan los Penates de Troya y escapan de la ciudad en llamas, en busca de crear una nueva patria en el Lacio, donde se fundará Roma. Roma tiene por especial protectora a Afrodita-Venus, la cual pasa por ser la antepasada de los Julios, los descendientes de Julo. Por eso, Julio César le erige un templo bajo la invocación de Venus Madre (Venus genetrix).
Como toda divinidad rica y compleja, el derrotero mítico de Afrodita se ramifica en distintas sendas: diosa del amor, de la sensualidad, del encanto, de la seducción, la paz, la pasión y la atracción eróticas. Y diosa del jardín acogedor, del mar de la serena travesía… En la Odisea es la del “abrazo amoroso”; es la naturaleza floreciente, reverdecida. Y también en ella se agitan fases oscuras de agresión, partidismo y envidia. Pero los eventuales gestos sombríos de la divinidad nunca comprometen su exaltación del placer, del goce vital.
III
El pintor imagina. Pinta. Respira en Florencia. Aprende primero su arte en el taller de Fray Filippo Lippi. Luego, cuando abra su propio taller, le enseñará al hijo de Filippo, Filipino Lippi. Alessandro di Mariano di Vanni Filipepi absorbe las innovaciones del Giotto: las primeras estrategias de la ilusión tridimensional, la expresividad del rostro y el gesto humano en primer plano; y continúa el interés por el detalle decorativo del Gótico tardío. Y Filipepi, apodado Sandro Botticelli, pinta la Primavera, en 1478, para la casa de Lorenzo di Pierfrancesco de Médici. Y se sumerge en las especulaciones neoplatónicas florentinas, y escucha a Girolamo Savanarola, el predicador fanático de la pureza. Lo escucha con temor, sabe de su quema de los objetos vanidosos en la Hoguera de las vanidades (Falò delle vanità), en la que también arden algunas de sus obras. Y no creará nada de importancia tras los temores al castigo eterno que revive Savanarola, que luego es finalmente quemado en otra hoguera. Pero antes, antes incluso de la Primavera, el artista que incluye un autorretrato entre los espectadores de su La adoración de los Reyes, había pintado ya quizá su obra maestra, o su temple sobre lienzo de mayor gravitación futura en la historia del cruce entre arte, mitología y simbolismo: El nacimiento de Venus (La Nasita di Venere).
En la composición de la imagen influyen la gran fuente clásica de la mitología antigua, Las metamorfosis de Ovidio, y los versos del humanista Angelo Polizano. En el centro de la pintura de Botticelli, en primer plano, la diosa se alza sobre una concha marina. Su cabellera arabesca, encrespada y liviana, roza el aire con sensualidad. Lo oculto o sugerido subraya el magnetismo erótico al cubrir la diosa con una de sus manos el vello púbico en actitud pudorosa; y con la otra, delicadamente cubre uno de sus gráciles pechos.
En la pintura, el mar y el bosque se extienden alrededor de la diosa.
El bosque es de árboles de naranjos en flor, posible remisión al jardín de las Hespérides, el jardín de la vida florecida. A un lado, el viento del Oeste, Céfiro, abrazado a la ninfa de la brisa, Cloris, su esposa (Flora para los romanos), sopla y empuja a Venus. Sopla a Venus para que, luego de su nacimiento de la espuma y entre lluvia de flores, se acerque a sus primeros lugares de culto. Del otro lado, espera a la diosa una de las Horas, ninfas de las estaciones. Esta es la ninfa de la primavera. Que viste un traje floreado. Y en su cuello pende una guirnalda de mirto, planta emblemática de la diosa. La ninfa espera a la hija de la espuma para cubrirla con un manto.
Los misterios de Venus deben permanecer ocultos. La comprensión de estos misterios, como sustrato mítico profundo, depende de desciframientos simbólicos, de significados filosóficos bajo la iconografía y el relato mítico que expresa la pintura.
En una primera interpretación, la Venus botticelliana expresa la Venus humanitas: la unidad entre el mundo sensible y el suprasensible. En el mundo natural (el mundo sensible) la diosa une en armonía la tierra, el cielo y el aire. Pero desde la preceptiva neoplatónica, paradigma filosófico en Botticelli y la Florencia del Quatroccento, la belleza visible es solo un puente hacia la bella Idea inteligible (el mundo suprasensible). La Idea de lo bello en equilibro con el amor y la verdad. Amor aquí no de la sensualidad física exaltada sino de un influjo puro o suprasensible. Simbolismo en el que vibra el eco recuperado, por el paganismo renacentista en las postrimerías de la edad media, del pensamiento platónico en el que lo bello, el eros y la verdad se integran en una unidad indestructible.
El modelo del rostro de la diosa pudo ser el de Simonetta Vespucci, de admirada belleza, retratada por Piero di Cósimo, y exaltada en la Stanze de Poliziano. Pero lo decisivo es el dejo melancólico de la diosa. La melancolía es una invitación velada a la contemplación de los secretos de la deidad. Y, más allá, el conjunto del cuerpo púdico y estilizado, la cabellera desplegada y el rostro apacible y melancólico, vibran en la gracia. La gracia como manifestación de un significado espiritual no directamente perceptible.
El pudor de la diosa es motivo iconográfico de la antigüedad pagana que, como un Pathosformeln de los estudios iconográficos de Aby Warburg, transmite un pathos dionisiaco, un motivo visual que intensifica la vida. Este modelo es la provocación erótica por el ocultamiento pudoroso. Motivo procedente de una de las expresiones escultóricas más célebres y prototípicas de la diosa, la Afrodita Cnidea o Afrodita de Cnido, obra del escultor Praxíteles tallada en Atenas por el 360 a.C.
La diosa se apresta, o ya ha consumado, el baño ritual de las Eleusiadas. Su epíteto de Cnidea es por el pedido de los habitantes de la ciudad de Cnido de una diosa no abiertamente desnuda sino envuelta en un recato púdico y severo. Este es el origen del gesto delicado que oculta el pubis. Además de la lograda fuerza del erotismo por la sugerencia, Praxíteles recalca las formas curvilíneas del cuerpo, formas que irradian una sensación de movimiento en perfil sinuoso, en “S” (herencia del contrapposto iniciado por Policleto). Un movimiento o dinamismo profundizado en la estatuaria helenística (el grupo del Laocoonte de Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas, hacia el 150 a.C., como ejemplo preclaro).
El cuerpo en movimiento es efecto de la sorpresa que nace en la diosa al ser descubierta. Entonces se inclina. Y caen sus vestiduras sobre una hydria o gran ánfora para el agua. A lo que sigue el gesto delicado de recato que vela su intimidad. Este arquetipo de la Venus pudorosa es el comienzo de muchas variaciones posteriores. En la pintura, la diosa inspira variaciones célebres en El Ticiano, Giorgione, o Velázquez con su Venus ante al espejo.
Y la diosa no sólo consiente en inmovilizarse en sus duplicados escultóricos, idealizados y simbólicos. También preside el proceso contrario: de la estatua (evocación estática de la vida idealizada) a su transformación en “estatua viviente”. Este es el núcleo del protagonismo de Afrodita en el mito de Pigmalión y Galatea. En este mito, el escultor se enamora de la belleza inmóvil de una escultura. Pero la diosa animará a la estatua, le dará una vida bella y graciosa. La pasión de la diosa es tan grande que es capaz de hacer vivir una estatua, y que está se convierta en fuente de placer erótico.
IV
Toda mitología se transforma en fuerza (y no sólo en concepto o información) cuando su dimensión simbólica incita la percepción de lo vivo (y en lo mítico, lo muerto es integrado siempre en una vida mayor de regeneración y renacimiento). La experiencia de la vida en devenir y transformación es múltiple. Un candil de muchas llamas. Cada dios activa alguna llama particular de la vida. Desde lo especulativo, trataremos de explorar algunas de las formas de excitación de la vida específicas de la Diosa del Amor…
El amor convoca primero el eros humano, la afectividad y el deseo entre los sexos. Pero originalmente Eros expresa un impulso primitivo y cosmológico: el amor como potencia universal que reúne las partes distintas del mundo. Tal movimiento de unión fue captada claramente por Empédocles; y la potencia de re-unión de Eros se traslada a la diosa. “Para Empédocles Afrodita es la misma diosa que pone el amor en los corazones humanos y que produce la perfecta armonía y unidad” (3). Para Empédocles, en un gran movimiento circular y gradual del universo, Amor o Afrodita es la etapa en la que prevalece la reunificación del mundo; lo opuesto de la separación incitada por Ares, dios de la guerra, la violencia y la destructividad. La unidad del Amor, en oposición a la discordia que separa. La unidad de los opuestos Afrodita-Ares. Boticelli también plasmó pictóricamente este encuentro en su Venus y Marte (1483). En esta obra, el dios de la guerra duerme y la diosa despierta parece dominar con su mirada la integración o conciliación con su contrario.
Si la diosa del amor puede actuar en lo cosmológico (y no sólo en la interacción humana sexual como suele entenderse), y re-unir a través de su complementación con su opuesto Ares, es porque la diosa no se encierra en la pureza del bien que afirma la vida sin contaminarse con su opuesto. Afrodita es ambivalente, y su ambivalencia la entrega a la contaminación. Sus momentos de amor, paz, ternura y goce se mezclan o contaminan con la envidia (hacia la belleza de Psique), la destrucción o venganza del que no atiende a su deseo (Hipólito); su influencia nefasta sobre mujeres trágicas (Helena, Medea, Fedra); o su contaminación con los conflictos que destruyen la armonía por su partidismo en la Guerra de Troya, o su puja con Perséfone por la retención de Adonis.
El amor de Afrodita como atracción y re-unión entre los seres aumenta su fuerza, precisamente, porque la diosa atraviesa y supera su opuesto dentro de sí, sus propias actitudes destructivas de desamor.
Y Afrodita se identifica con plantas arquetípicas de su culto: la rosa, el mirto, la mirra (en razón a su protagonismo en el mito de Adonis). Adonis morirá, pero para luego renacer. Una indicación de la identificación de la diosa con la renovación cíclica y estacional de la vida; la forma arcaica de intuición de la vida como renacimiento y superación de la muerte es el eterno retorno de la primavera. Y en ciertas costumbres de los griegos antiguos, el mirto, planta de la diosa, como señala Robert Graves, testimonia la gravitación de Afrodita en los ciclos de reinicio sin fin de la vida: “Los emigrantes griegos llevaban ramas de mirto cuando se proponían una nueva colonia, como para decir: ‘El viejo ciclo ha terminado; esperamos iniciar uno nuevo con el furor de la diosa del Amor, que gobierna el mar’ ” (4).
Los dioses enlazados con la vegetación pertenecen al simbolismo universal del renacimiento. El simbolismo de la vida restaurada tras los ciclos estacionales en los que otoño e invierno suponen muerte y retracción, y la primavera el nuevo comienzo. Precisamente en la pintura emblemática de Botticelli la diosa es cubierta por el manto en el que la envuelve una de las Horas, la ninfa de la primavera. La pintura expresa así que la diosa del Amor es parte de la restauración cíclica de lo vivo (como Perséfone-Deméter, Cibeles, Isis-Osiris, o Dioniso).
El amor de la diosa asegura la unidad desde los contrarios como observamos a propósito de Empédocles. Pero también, de forma velada, reconcilia el cuerpo y sus sentidos y órganos de placer, la piel y la caricia, las zonas erógenas, con el amor erótico como universalidad espiritual. Espiritualidad es la conciencia abierta a lo universal. El placer como afirmación universal de la vida es la espiritualidad por el goce y el eros, no por la adoración de una deidad sin cuerpo e inmaterial. El placer primero sensual que enciende la diosa entonces, se reconcilia y confunde con el placer elevado a una vida universal que trasciende el vínculo sexual y físico como tal. Nuevamente, en el simbolismo pagano de Botticcelli, la diosa se mueve hacia sus lugares de adoración, atraviesa el mar, y finalmente absorbe el poder vegetal y regenerador a través del manto de la ninfa de la primavera. Y todo este proceso es movido por el soplido de Céfiro y Cloris. Céfiro, lo masculino, el aire, lo celeste, el espíritu, uniéndose con lo femenino, la materia, Cloris. Unión del cuerpo y la materia terrestre con el viento-aire, símbolo del espíritu que todo lo abarca y alcanza. El amor de la diosa beneficiada por ese soplo es posible síntesis entonces entre el componente celeste y espiritual, y lo terrestre y físico. Afrodita afirma el eros como atracción sexual no sólo por el abrazo gozoso de los seres, sino también por la elevación del placer físico a un goce universal. Tierra-cuerpo y viento-aire-espíritu se corresponden así en una circularidad donde el verdadero amor de Afrodita no es sólo la excitación física del deseo sino también el amor que, a través del placer corpóreo, se espiritualiza porque se proyecta a una amplitud universal.
Y la diosa del amor “gobierna el mar”, como afirma Graves. El mar es agua como origen, como fuente del nacimiento; y es también agua como intuición de lo siempre joven, lo que no envejece. Por el tiempo de Cronos, por la temporalidad como desgaste, el hombre nace y envejece, su frente termina por desvanecerse en cenizas. Pero entre el mar de hace un millón de años y el de ahora, lo que se muestra es el mismo mar. Mar: agua que no envejece, a diferencia de los paisajes terrestres que cambian según el paso del tiempo geológico. Por el elemento agua, por el mar, se expresa entonces un presente continuo de una juventud que no enferma ni envejece. Por eso, la diosa del amor que “gobierna el mar”, es la divinidad de la vida siempre joven y renovada; una vida así es placer y renovación.
Por el amor de la diosa nacida de la espuma y el mar, lo humano, a veces, en breves instantes de placer, recupera la vida no envejecida, reavivada, una experiencia más amplia de la vida. Un placer que hace que el erotismo de Afrodita no sea solo amor placentero ante un otro sexual, sino también ante las muchas cosas, los paisajes, la amplitud del mundo. Pero el amor de Afrodita, como todo lo pagano, hoy sólo es el eco de una potencia lejana y no comprendida por el hombre moderno.
En nuestro mundo de lo superficial y las aceleraciones urbanas, el amor físico y espiritual a la vez de la diosa, es parte de lo perdido.
Citas:
(1) “Cuando los días primaverales despiertan y el fructífero hálito del Céfiro nace nuevamente, primero las aves del día anuncian, oh diosa, tu llegada, emocionadas de tu poder. Las fuerzas saltan en exuberantes pastos y atraviesan nadando veloces ríos. Cada una te sigue a donde lo llevas, presa del encanto. En el mar, en las montañas, en ríos indómitos, en las frondosas mansiones de los pájaros, en el verdor de los campos, tú colmas el corazón de todas con dulce amor y consigues que se procreen ardientemente”, Lucrecio, De rerum natura (1,10 y sigs.), citado en Walter Otto, Los dioses de Grecia. La imagen de lo divino a la luz del espíritu griego, Buenos Aires, Eudeba, p. 79.
(2) Píndaro, Fragmento 122, citado en W. Otto, Los dioses de Grecia….op.cit., p. 82.
(3) W. Otto, Los dioses de Grecia…, op. cit, p. 85.
(4) Robert Graves, La diosa blanca. Historia comparada del mito poético, Buenos Aires, Losada, p. 333.
Fuente: Esteban Ierardo, «Afrodita. Los poderes de la diosa del amor», Del libro Los dioses y las letras. Mito, arte y paganismo, editorial Alción.
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