Subir al inicio

Respeto, compasión, indiferencia: ¿un puzzle imposible? by Ana de Lacalle

Hablamos, a menudo, de que en la actualidad no puede concebirse una sociedad, sino es como un espacio donde los individuos puedan desarrollar dignamente sus vidas reconociéndose mutuamente interdependendientes. Es decir, somos seres sociales porque necesitamos de los otros para nuestra supervivencia, nuestra vida y nuestro bienestar. Más aún, nos constituimos porque los otros están desde el principio en nosotros -su influencia, su reconocimiento, …- de la misma manera que nosotros estamos en ellos. Sin esta conexión bidireccional y transitiva sería impensable concebirse como humanos, en el sentido de seres afectivos, sintientes, racionales -por ser sociales y éticos-
Sin embargo, tras esta asunción genérica de la condición humana cuando nos aproximamos aún más a lo fenoménico -los seres concretos, los hechos, …- se inicia un proceso de contradicción en nosotros, en el que el individualismo, el cuidado de uno mismo por encima, y a veces a costa de los otros, se va imponiendo como el fundamento, de facto, de nuestra forma de vida.
La interdependencia se convierte en un molesto escollo del que intentamos zafarnos de diversas maneras. Habiendo conseguido nosotros una vida aceptable, digna, intentamos buscar otras argumentaciones que nos liberen de esa condición relacional, que si nos la creemos, debería estar presente aunque, coyunturalmente, nos exija un esfuerzo y una atención nuestra hacia los otros.
Sin embargo, los requiebros justificativos a posteriori versan desde rechazar la mirada que nos reclama el otro ante su dolor, hasta acciones que contribuyan a su mejora de vida. Recurrimos a nuestro derecho a no sufrir o padecer con los otros, y nos conformamos con respetarlos. Este respeto, de entrada, me resulta vacío por consistir en poner cierta distancia respecto del otro. Ese otro al que cada uno desearíamos poder recurrir si lo necesitáramos, pero que cuando somos nosotros los que estamos en condiciones de actuar beneficiando al otro, nos escabullimos bajo pretextos de ¿por qué tengo que padecer con el otro? ¿Y si no quiero?
Bien, solo encuentro una respuesta: o nos creemos que la sociedad debe basarse en la interdependencia, la necesidad de un individuo respecto de los otros y viceversa, para que el espacio social sea habitable para todos, y para cada uno, y en consecuencia aceptamos que el malestar o el desequilibrio no puede dejarnos indiferentes, ni simplemente mirar al otro respetándolo -no se puede concebir otra actitud en este esquema de convivencia social- o todo cuanto sale por nuestra boca, o nuestros escritos es a menudo una exigencia política que no estamos dispuestos a asumir. Diríamos entonces que lo que triunfa es ese individualismo, algo egocéntrico, que se ocupa de sí mismo y de los demás si los necesita, sino está justificada la indiferencia. Porque, que algo me afecte, si no me lleva a una acción corresponsable con lo que identifico como inaceptable no es, en absoluto, coherente con admitir esa interrelación, esa sociabilidad interdependiente de uno con relación a los otros.
Ciertamente, es uno de los riesgos de las sociedades individualistas, que logra aglutinar discursos que aboguen por el cuidado del otro, sin temor alguno a que luego eso se traduzca en acciones.
¿Estamos obligados? Obviamente, como la cuestión no es en absoluto jurídica, no hay coacción para actuar en un sentido u otro. Cada uno elige lo que quiere y hace, es lícito, pero hemos de admitir que no es coherente con discursos sobre un espacio político común, compartido e interdependiente, y sí con un individualismo liberal en el que la prioridad soy yo y mi bienestar. Respetar consiste quizás en que intentemos dialogar desde diferentes perspectivas para encontrar lugares comunes que nos permitan mejorar la vida de todos. Por el contrario, el respeto se asemeja más a la indiferencia que a cualquier otra actitud.
Se puede optar por la indiferencia, claro que sí; por intentar ser feliz en un mundo trágicamente despiadado, desigual y en el que las formas de esclavitud nos pasan desapercibidas. Cada uno lleva la vida que, en la medida de lo posible, elige. Esto de por sí ya es un lujo, ya que estaremos de acuerdo en que esa elección es posible solo para una minoría de humanos privilegiados. Otra cosa es hacer juegos de palabras en los que la necesidad o la elección propia la intentemos convertir en virtud.
Como reza en un edificio ocupado de la plaza Bonanova de Barcelona -una de las zonas más ricas- : «VUESTRO LUJO, ES NUESTRA MISERIA»
O, como aduce Judith Butler:

«La reconsideración de los vínculos sociales basados en formas corporeizadas de interdependencia nos ofrece un marco para entender una nueva versión de la equidad social que no solo se apoya en la reproducción del individualismo. El individuo no queda desplazado por lo colectivo, sino que es formado y transportado por los vínculos sociales definidos por su necesidad y su ambivalencia (…) Afirmar la igualdad es apoyar una cohabitación definida por una interdependencia que considere el borde o extremos que va por fuera de los vínculos individuales de los cuerpos o que trabaje ese límite a favor de su potencial social y político»
Butler, J. La fuerza de la no violencia. Lo ético en lo político. Ed. Paidós Básica. 2021. pg 147-148

Categorias

Deja un comentario

Facebook
Twitter
LinkedIn